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Hermano caballo

Tan arraigada estaba en España la crueldad que aún hoy no hemos conseguido erradicarla

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ELVIRA LINDO

24 OCT 2015 – 00:05 CEST

Carrera de caballos en el hipódromo de Son Pardo en Palma de Mallorca.Carrera de caballos en el hipódromo de Son Pardo en Palma de Mallorca. TOLO RAMÓN

Pertenezco a esa generación que cuando le decía a una madre que quería un perro, ella contestaba sin rodeos: “Bastante tengo con vosotros”. Nosotros. En cuatro palabras eras informado de que no, de que nunca, de que tu vida no era una serie americana y de que siendo niña integrante de una familia numerosa te podías poner a la cola para que se te comprara, ¿un perro?, vamos, anda: una trenca. Pertenezco a esa generación que aún veía a los gatos como bichos salvajes, habitantes de la intemperie, visitantes furtivos de los patios a los que acudían para comer las sobras a cambio de acabar con los ratones de las cambras, de los sobrados. Pertenezco a esa generación de niñas que, aun estremecida por la crueldad de los mozos con los toros embolaos, había sido educada para observar sin juzgar la brutalidad de los hombres y de los aprendices de hombres. Las niñas veíamos el deplorable espectáculo desde los balcones y, por fortuna, se nos permitía tener piedad y ser cobardes. La valentía del bruto, menuda patochada. Pertenezco a esa generación de criaturas que ha visto pegarle una patada a una perra preñada con total naturalidad para echarla de un bar en el que había entrado en busca de su dueño, que aun tratándola mal obténía de ella una lealtad humillada. Esa crueldad hacia los animales no era algo aislado, entraba en el catálogo de maltrato a los más débiles, del abuso del fuerte al que no puede ni tiene derecho a defenderse. Y ahí entraban los niños, las mujeres, los tonticos del pueblo, los chicos torpes. No puedo quejarme de haber tenido una infancia dura, muy al contrario, disfruté de una libertad de la que ahora la mayoría de los niños carecen, pero como niña sensible y observadora que era padecía con esas muestras de crueldad con el débil que en España eran entonces habituales.

Pero los niños no contemplan la posibilidad de que la vida pueda cambiar; los que nos criamos en un pueblo o en el campo jamás hubiéramos imaginado que se hablaría de los derechos de los animales a una vida digna. En España esa consideración hacia nuestros hermanos de otras especies nos ha pillado por sorpresa y con muchos deberes por hacer, porque parte de nuestras fiestas populares estaban basadas en demostrar la victoria del hombre contra el animal. La manifestación de la masculinidad, exaltada por el alcohol, encontraba y encuentra su momento cumbre en esa lucha desigual. A veces me pregunto cómo y por qué fuimos cambiando aquellos que crecimos presenciando escenas tan crueles; para algunos, entre los que me incluyo, la no aceptación de esas execrables tradiciones formó parte de un cambio de mentalidad que entendía que la burricie estaba reñida con el progreso. Es posible que el hecho de salir a Europa nos diera la medida de cómo se trataba a los animales en otros países, sin duda más avanzados. La devoción de los ingleses por sus perros o gatos, que en un principio se nos antojaba ridícula y propia de mujeres locas y hombres solitarios, se nos iba presentando como algo habitual en otros países cercanos. Detrás de cada ventana de Ámsterdam, hay un gato observando, tan hogareño como atento a la caza de ese ratón que presentará a los pies de sus dueños al final de su jornada laboral.

Tan arraigada estaba en España la crueldad que aún hoy no hemos conseguido erradicarla. Hay quien se pone fino con el debate y afirma que los animales no tienen derechos por cuanto carecen de deberes. Retorcimientos retóricos para no admitir lo simple: el animal no tiene por qué ser víctima de nuestros abusos. Nuestros abusos son consecuencia de un atraso. Una juez de Palma ha condenado al dueño de un caballo a ocho meses de cárcel por la paliza mortal que este le propinó tras los malos resultados del animal en una competición. Bien está. No es que dicha condena sea ejemplar es que debiera ser lo habitual para quien tortura y mata.

Late ahora mismo en el ambiente una reacción enconada contra los que consideran que el amor desmedido hacia los animales puede transformarse en desconsideración hacia las personas. Reconozco que la cursilería hacia los perros y los gatos, tratándolos como si fueran bebés, me da cierta grima, también esa idea tan facebookiana de tomar a los animales salvajes como peluches inofensivos me irrita. Entiendo que humanizar a un perro o a un gato a nuestro capricho lleva consigo robarle dignidad a su naturaleza, que se mueve por códigos muy distintos a los nuestros.

Aplaudo la cárcel para el asesino del caballo. Habrá un día en que en los colegios de Tordesillas los niños serán informados de lo brutales que fueron sus antepasados. Espero verlo.