Reinos cristianos de la península

La presencia de Roma en la Península Ibérica se prolongó desde finales del siglo III a.C. Hasta principios del siglo V d.C. Se puede dividir en tres fases (1) Conquista, de finales del siglo III a.C. A época de Augusto, (2) Principado, del siglo I al III d.C., y (3) Antigüedad Tardía del siglo III d.C. Hasta la desintegración de la autoridad imperial en Occidente a finales del siglo IV d.C. Durante este largo periodo tuvo efecto un proceso de transformación gradual de los habitantes de los pueblos peninsulares en ciudadanos del Imperio romano, que fueron asumiendo las costumbres, la organización política, jurídica, religiosa y social romanas, y al que conocemos como romanización. Hispania fue divida inicialmente en dos provincias (Citerior y Ulterior). Tras finalizar la conquista de Hispania, Augusto la dividíó en tres provincias: la Baetica con capital en Corduba (Córdoba), la Tarraconensis con capital en Tarraco (Tarragona), y la Lusitania con capital en Emérita Augusta (Mérida); después, en la Antigüedad Tardía se crearon la Carthaginensis, la Gallaecia y, por último, la Baleárica. Al frente de las mismas se encontraba un gobernador con competencias administrativas, jurídicas, militares y fiscales. A su vez estas estaban divididas en conventos jurídicos. La llegada de Roma supuso una profunda trasformación de la economía, animada por la generalización del uso de la moneda, con un desarrollo muy importante de la actividad minera (plata y oro), agroalimentaria (vino, aceite, salazones), artesanal (cerámica) y comercial. Igualmente, supuso la implantación de las formas de organización social romanas (reducida aristocracia -senadores y caballeros-, negociantes y propietarios de villas agrícolas, trabajadores libres -campesinos y artesanos- y esclavos), así como la difusión de su religión, cultura y costumbres. Con la romanización las antiguas ciudades se revitalizaron y, junto a ellas, las «colonias» (ciudades fundadas por los romanos: Tarraco (Tarragona), Caesar Augusta (Zaragoza), Hispalis (Sevilla), Emérita Augusta (Mérida), etc.) se convirtieron en el centro administrativo, jurídico, político y económico de la Hispania romana; en ellas se construyeron edificaciones (teatros, foros, templos, anfiteatros, baños públicos, acueductos…), convertidos hoy en uno de los legados más representativos del pasado romano. Una importante red de calzadas las comunicaba entre sí y con el resto del Imperio (Vía Augusta, Vía de la Plata…). La presencia romana dejó como legado importantes elementos culturales como el latín, del que derivan todas las lenguas habladas en la actualidad en la Península a excepción del euskera, y el derecho romano, lo que contribuyó a cohesionar dentro del Imperio a los habitantes de Hispania, cuna de intelectuales como Séneca, Quintiliano y Marcial, y de emperadores como Trajano, Adriano y Teodosio.


A partir del s. III, coincidiendo con la crisis del Imperio Romano, se producen invasiones de pueblos germanos. Los visigodos, un pueblo de las estepas de Asía central, penetran en Hispania a comienzos del s. V, poco después de que lo hicieran suevos, vándalos y alanos. Los visigodos, como aliados del Imperio romano, logran expulsar a los alanos y vándalos de la Bética. Pero la Península será territorio de los visigodos solo después de la caída del Imperio romano de Occidente (476) y la derrota ante los francos. El nuevo reino visigodo en la Península tendrá como capital la ciudad de Toledo. El monarca ejercía un poder casi absoluto y tenía un carácter electivo y no hereditario, lo que generaba constante inestabilidad por intrigas y luchas por el poder. El rey gobernaba con la ayuda del Officium Palatinum en el que intervénían dos órganos de gestión: el Aula Regia (formada por altos funcionarios, aristócratas y clérigos que asesoraban al rey en asuntos administrativos, militares y judiciales) y los Concilios de Toledo, que eran asambleas formadas por obispos, rey y nobles, que se encargaban de tareas legislativas y asuntos de gobierno. La monarquía visigoda construyó su dominio sobre las tierras peninsulares a partir de un proceso de unificación territorial, político, religioso y jurídico. Los monarcas Leovigildo y su hijo Recaredo consiguieron dominar a vascones, cántabros, expulsar a los suevos y conquistar territorios a los bizantinos. La unificación cultural-religiosa se hizo a través de la conversión al catolicismo en el reinado de Recaredo, o el fomento de matrimonios mixtos (población romana y visigoda) en época de Leovigildo. La Iglesia alcanzó un gran poder religioso y político. El rey visigodo será el jefe de la Iglesia que designa a los obispos y convoca concilios. El rey Recesvinto promovíó una única ley para ambos pueblos: el Fuero Juzgo, que supuso la unificación jurídico-administrativa. Las disputas entre los nobles visigodos acabaron con el reino. Muerto el rey Witiza sus apoyos quisieron transmitir la corona a su hijo; pero la facción rival se impuso y colocó al frente del reino a Don Rodrigo. Los witizanos llamaron en su ayuda a los musulmanes. En el año 711 un ejército de bereberes procedentes del norte de África derrotó a las tropas leales a Rodrigo en Guadalete, iniciándose la invasión musulmana de la península.


Durante el califato del Omeya Alwalid se produjo la segunda ola de la expansión territorial del Islam. En el Occidente el poder islámico ya se había asentado sólidamente en el norte de África, donde el cargo de gobernador recayó en el árabe Musa ibn Nusayr. En la otra orilla del Mediterráneo, la situación del Estado visigodo de Hispania era decadente. Los signos de descomposición eran claros: crisis política y debilidad de la monarquía, corrupción de la aristocracia separada de las clases populares, luchas por el trono, querellas internas y malestar social, regresión económica y disensiones doctrinales entre el catolicismo oficial y el arrianismo extendido entre el pueblo. Esta situación de fragilidad del poder y de descontento por parte de algunos sectores sociales hispanos fue aprovechada por el Estado islámico, que se hallaba en plena fase de expansión territorial y al que se acababa de incorporar la población norteafricana. Tras unas expediciones de tanteo en 709-710, el año 711 el ejército bereber musulmán cruzó el estrecho de Gibraltar y se apoderó de Algeciras. Tras vencer al rey Rodrigo en el río Barbate, el lugarteniente de Musa, Tariq siguió avanzando en la conquista y la propia capital del reino visigodo, Toledo, se le entregó. El año 712 Musa llegó también a la Península Ibérica con un ejército formado por árabes en su mayoría que abríó otro frente de conquista hasta reunirse y, desde Toledo, ambos ejércitos se dirigieron a conquistar el valle del Ebro. Zaragoza cayó en 714 y la expansión continuó hacia el norte. La conquista y organización de la nueva provincia se completó con el hijo de Musa, Abdelaziz, nombrado gobernador de AlÁndalus cuando su padre fue a rendir cuentas de la conquista ante el califa de Damasco. En cinco años los musulmanes conquistaron prácticamente toda la Península Ibérica. Fue una ocupación rápida y fácil, sin apenas resistencia porque los musulmanes respetaban la preeminencia social de los visigodos, y les dejaban mantener su religión y sus bienes patrimoniales a cambio de tributos y de someterse a su autoridad. Cabe destacar también la sencillez y funcionalidad de la religión musulmana y su parecido doctrinal con la versión arriana del cristianismo y las ventajas de pertenecer a un sistema de gran desarrollo y fortaleza en todos los aspectos (económico, político, cultural, etc.) como era el islam en la Alta Edad Media. Hispania quedó incluida dentro del Imperio islámico con el nombre de al-Ándalus y se convirtió en una provincia o emirato musulmán dependiente del califato omeya de Damasco. Solo las regiones montañosas de las zonas cantábrica y pirenaica quedaron fuera del control de los musulmanes.


La unificación de los habitantes del territorio islámico siguió dos procesos: la islamización y la arabización. Ambos fueron progresivos pero muy intensos y extensos. La adopción de la lengua árabe afectó también a los no-musulmanes, de forma que toda la población andalusí hablaba árabe y todos participaron de la cultura araboislámica. La actividad económica predominante el al-Ándalus fue la agrícola. Impulsaron los cereales, la vid y el olivo. Perfeccionaron los sistemas de regadío (acequias y norias) e introdujeron arroz, cítricos, algodón, azafrán… Destacó la apicultura y en ganadería la oveja y el caballo. La ciudad vivíó una revitalización y la economía urbana basada en la artesanía y el comercio fueron claves. Prosperó la producción de tejidos de seda o lino, el trabajo del cuero, la fabricación de cerámica y vidrio… El comercio, favorecido por la acuñación de moneda, fue muy importante gracias a una extensa red urbana y a un eficaz sistema de comunicaciones. Se exportaban productos de lujo y agrarios y se importaban materias primas, armas y esclavos. La sociedad andalusí fue urbana; los musulmanes fundaron nuevas ciudades como Madrid y Guadalajara. Estas se organizaban alrededor de la medina y en ella se ubicaban la mezquita, la alcazaba (recinto fortificado) y el zoco (mercado). La sociedad estaba encabezada por una aristocracia árabe o hispanovisigoda (paulatinamente islamizada), que poseía las mejores tierras y ocupaba cargos públicos. Debajo de ellos estaban los guerreros, agricultores, artesanos, comerciantes… Formado por bereberes, muladíes, cristianos (mozárabes) y judíos. Les seguían los libertos (esclavos que habían conseguido su libertad al convertirse al islam) y los esclavos (de origen africano o eslavo). En el campo científico destacaron Maimónides y Averroes y se desarrollaron la astronomía, las matemáticas, la medicina…. Los musulmanes actuaron como transmisores de conocimientos, sobre todo del mundo helenístico y del Oriente: destacó Avempace o Averroes, redescubridor de Aristóteles. Córdoba fue uno de los focos más activos culturalmente del mundo islámico. La Península Ibérica fue, precisamente, el puente que trasvasó esos grandes avances intelectuales y científicos a Europa occidental. Nuestro léxico conserva muchas palabras de origen árabe. El arte, fue una mezcla del islámico y de las tradiciones romana y visigoda: destacan la Mezquita de Córdoba, la Alhambra de Granada y la Aljafería de Zaragoza.


La presencia de colonizadores fenicios y griegos supuso un cambio radical en la evolución de los pueblos que ocupaban la Península Ibérica, hasta el punto de que el inicio de la colonización se utiliza de manera convencional para marcar el paso de la fase prehistórica (o protohistórica) a la histórica en este territorio. La colonización fenicia fue la más temprana, la más intensa y la que tuvo un impacto más profundo y duradero. En ella tuvo un papel protagonista la ciudad de Tiro, en el actual Líbano, que líderó la exploración de las rutas que llevaban al extremo occidental del Mediterráneo en búsqueda de materias primas, en especial metales. La presencia, primero, de mercaderes fenicios y luego de colonos, empezó a ser una constante en la zona del Estrecho de Gibraltar en el siglo VIII a.C. Los fenicios fundaron numerosos asentamientos, algunos de ellos de gran importancia, en especial Gadir (Cádiz), que fue clave en el control de las rutas comerciales que conectaban el Atlántico con el Mediterráneo, pero también, Sexi (Almuñécar), Malaka (Málaga) o Ebusus (Ibiza), entre otros muchos. Al igual que en el resto del Mediterráneo (Grecia, Italia), la influencia fenicia tuvo un profundo impacto entre las poblaciones autóctonas, no solo desde un punto de vista económico, sino también social y cultural (es lo que convencionalmente se denomina periodo o influencia “orientalizante”). No obstante, su principal y más duradera aportación fue la introducción de la escritura en la Península Ibérica. La influencia de los fenicios es clave para comprender el desarrollo de la cultura tartésica, que se desarrolló en el bajo Guadalquivir (Huelva, Sevilla y Cádiz), con una importante zona de expansión en Extremadura. Los espectaculares hallazgos arqueológicos de Huelva, El Carambolo (Sevilla) o Cancho Roano (Badajoz) evidencian la riqueza alcanzada por esta cultura autóctona y la intensidad de sus contactos con los fenicios. La herencia fenicia perduró en Occidente mucho más allá del final de la fase estrictamente colonial en el siglo VI a.C. A partir del siglo IV a.C. El sur de la Península Ibérica estuvo bajo la esfera de influencia de la importante ciudad de Carthago (Túnez), una antigua colonia fenicia, responsable de la fundación de Carthago Nova (Cartagena). Comparativamente, la colonización griega fue mucho menos intensa. La ciudad que líderó de la presencia griega en el extremo Occidente Mediterráneo fue la ciudad de Focea, que se encontraba en la costa egea de la actual Turquía. Focea fue la responsable de la fundación de la importante colonia de Massalia (Marsella), en el sur de Francia. A diferencia de los fenicios, la presencia griega en la Península Ibérica se limitó a pequeños establecimientos comerciales ubicados en especial en las costas de Alicante y Cataluña. Solo dos de estos asentamientos acabaron por convertirse en auténticas ciudades (poleis): Rhode (Rosas) y Emporion (Ampurias, La Escala), ambos en la costa de la actual provincia de Gerona. A partir del siglo VI a.C. La influencia griega fue decisiva en el desarrollo de la cultura ibérica, sobre todo en la zona correspondiente a la actual Comunidad Valenciana y Cataluña; lo que es visible en algunos rasgos de la cultura material, en especial, en la producción numismática.


Fases de la evolución política de al-Ándalus: -Emirato dependiente (711-756). Desde la conquista de 711, la nueva provincia del Imperio islámico en la Península Ibérica, que recibíó el nombre de Al-Ándalus, quedó al mando de un gobernador (walí) delegado del gobernador del Magreb que, a su vez, ejercía el poder por delegación del califa de Damasco. Este periodo de los gobernadores estuvo marcado por la rivalidad entre los clanes árabes y los intentos de expansión más allá de los Pirineos. -Emirato independiente (756-929). En 756, Abderrahmán I, único superviviente de los Omeyas destituidos y aniquilados en Oriente por la nueva dinastía califal, la Abbasí, se instaló en Córdoba con el título de emir. Ese emirato omeya, independiente del califa Abbasí de Bagdad, duró más de siglo y medio durante el cual se profundizó en la islamización y arabización de la población andalusí. Los emires debieron hacer frente a diversas revueltas internas, fundamentalmente en las Marcas o zonas fronterizas, y a la presión de los reinos cristianos que desde el norte peninsular iban ganando terreno. -Califato omeya de Córdoba (929-1031). Abderrahmán III se proclamaría califa en Córdoba en 929, restaurando la autoridad omeya dentro y fuera de sus fronteras e iniciando la etapa más floreciente del islam andalusí. Pero con el tercer califa el poder efectivo cayó en manos de su mayordomo Almanzor, quien ejercíó una dictadura personal durante la cual la actividad militar contra los reinos cristianos fue muy intensa. La dictadura continuó con sus hijos hasta 1009, cuando en el califato andalusí comenzó una Guerra Civil que llevaría a su caída y desmembración en diversos reinos de taifas independientes gobernados por linajes árabes, bereberes, muladíes o eslavos, todos enfrentados entre sí. -Reinos de Taifas (1031-1086). La desintegración del califato provocó la formación de pequeños Estados independientes llamados taifas. Estos comenzaron a enfrentarse entre sí lo cual fue aprovechado por los reinos cristianos para imponerles tributos y avanzar en su conquista. Este periodo es uno de los más brillantes culturalmente, pero su debilidad política y sus enfrentamientos marcan el inicio de la decadencia de la presencia musulmana en la península. -Dinastías norteafricanas (1086-1237). En ayuda del islam andalusí llegaron desde el Magreb los Almorávides en 1086 quienes, ante la desuníón de los reyes de taifas, los destituyeron y anexionaron a su Imperio. A mediados del Siglo XII fueron sustituidos en el control de sus territorios magrebíes y andalusíes por otro grupo del mismo origen, los Almohades. Estos en 1146 enviaron sus tropas para frenar a los cristianos, pero en 1212 fueron derrotados por los cristianos, cuyo avance territorial era ya imparable. -Reino nazarí de Granada (1237-1492). A inicios del Siglo XIII la autoridad política de los almohades era débil y a mediados de siglo al-Ándalus quedó reducido al reino nazarí de Granada. Este se mantuvo como reino islámico durante más de dos siglos, aunque tributario del rey castellano, hasta acabar siendo anexionado al reino cristiano de los Reyes Católicos en 1492 cuando éstos pactaron con el rey Boabdil la rendición de Granada.


La presencia de colonizadores fenicios y griegos supuso un cambio radical en la evolución de los pueblos que ocupaban la Península Ibérica, hasta el punto de que el inicio de la colonización se utiliza de manera convencional para marcar el paso de la fase prehistórica (o protohistórica) a la histórica en este territorio. La colonización fenicia fue la más temprana, la más intensa y la que tuvo un impacto más profundo y duradero. En ella tuvo un papel protagonista la ciudad de Tiro, en el actual Líbano, que líderó la exploración de las rutas que llevaban al extremo occidental del Mediterráneo en búsqueda de materias primas, en especial metales. La presencia, primero, de mercaderes fenicios y luego de colonos, empezó a ser una constante en la zona del Estrecho de Gibraltar en el siglo VIII a.C. Los fenicios fundaron numerosos asentamientos, algunos de ellos de gran importancia, en especial Gadir (Cádiz), que fue clave en el control de las rutas comerciales que conectaban el Atlántico con el Mediterráneo, pero también, Sexi (Almuñécar), Malaka (Málaga) o Ebusus (Ibiza), entre otros muchos. Al igual que en el resto del Mediterráneo (Grecia, Italia), la influencia fenicia tuvo un profundo impacto entre las poblaciones autóctonas, no solo desde un punto de vista económico, sino también social y cultural (es lo que convencionalmente se denomina periodo o influencia “orientalizante”). No obstante, su principal y más duradera aportación fue la introducción de la escritura en la Península Ibérica. La influencia de los fenicios es clave para comprender el desarrollo de la cultura tartésica, que se desarrolló en el bajo Guadalquivir (Huelva, Sevilla y Cádiz), con una importante zona de expansión en Extremadura. Los espectaculares hallazgos arqueológicos de Huelva, El Carambolo (Sevilla) o Cancho Roano (Badajoz) evidencian la riqueza alcanzada por esta cultura autóctona y la intensidad de sus contactos con los fenicios. La herencia fenicia perduró en Occidente mucho más allá del final de la fase estrictamente colonial en el siglo VI a.C. A partir del siglo IV a.C. El sur de la Península Ibérica estuvo bajo la esfera de influencia de la importante ciudad de Carthago (Túnez), una antigua colonia fenicia, responsable de la fundación de Carthago Nova (Cartagena). Comparativamente, la colonización griega fue mucho menos intensa. La ciudad que líderó de la presencia griega en el extremo Occidente Mediterráneo fue la ciudad de Focea, que se encontraba en la costa egea de la actual Turquía. Focea fue la responsable de la fundación de la importante colonia de Massalia (Marsella), en el sur de Francia. A diferencia de los fenicios, la presencia griega en la Península Ibérica se limitó a pequeños establecimientos comerciales ubicados en especial en las costas de Alicante y Cataluña. Solo dos de estos asentamientos acabaron por convertirse en auténticas ciudades (poleis): Rhode (Rosas) y Emporion (Ampurias, La Escala), ambos en la costa de la actual provincia de Gerona. A partir del siglo VI a.C. La influencia griega fue decisiva en el desarrollo de la cultura ibérica, sobre todo en la zona correspondiente a la actual Comunidad Valenciana y Cataluña; lo que es visible en algunos rasgos de la cultura material, en especial, en la producción numismática. 


El dominio musulmán no se extendíó a la totalidad de la Península. Las tierras situadas al norte del Duero y zonas pirenaicas no fueron ocupadas por tropas islámicas y aunque tuvieron que pagar tributos, el control fue casi inexistente, sobre todo en la zona Cantábrica. A partir de esta situación se configurarán los primeros reinos cristianos. Los habitantes de la Cordillera Cantábrica se terminaron mezclando con los grupos de hispano-visigodos que huyeron del territorio dominado por los musulmanes y en el año 722, el noble visigodo Pelayo, derrotó a los musulmanes en la batalla de Covadonga. Este hecho se considera el inicio de la conquista cristiana frente a al-Ándalus. Los sucesores de Pelayo consolidaron el dominio sobre la zona y con Alfonso II se expandirá el reino hacia Galicia y a parte de la actual Vizcaya, trasladando la capital a Oviedo. En esa época aparecía el mito de Santiago. En el Siglo X, tras haber ocupado en el siglo IX la zona hasta el valle del Duero, se trasladó la capital a León, pasando a denominarse reino de León. Uno de los condados, el condado de Castilla, fue adquiriendo una fuerte autonomía y en el año 927, con Fernán González se independizó. El emperador Carlomagno había establecido en los pirineos la Marca Hispánica, una franja fortificada para protegerse de los musulmanes. A partir del siglo IX, los territorios al sur de los Pirineos fueron adquiriendo mayor autonomía: Aragón, Ribagorza, Sobrarbe, Barcelona, Girona, Besalú… El reino de Aragón se gesta tras la muerte de Sancho III el Mayor de Navarra (en 1035) cuando su hijo Ramiro hereda el condado de Aragón y lo amplia con las posesiones de Sobrarbe y Ribagorza. La organización política de los reinos cristianos medievales en la península se basaba en tres instituciones: la monarquía, las Cortes y los municipios. El monarca ejercía el poder supremo y el reino se consideraba su patrimonio, aunque su poder estaba limitado por la autonomía de los señoríos y los privilegios de nobleza e Iglesia. En la Corona de Castilla tuvo un carácter más autoritario y menos feudal y en la de Aragón más pactista. Entre los s. XII y XIII surgieron las Cortes, en las que se reunían los tres brazos (nobleza, Iglesia y ciudades) convocados por el rey. Las cortes castellanas tuvieron un carácter consultivo y de aprobación de subsidios. En Aragón las cortes tenían una función legislativa y votaban los impuestos. Los municipios gozaban de cierta autonomía y recaían en manos de la oligarquía urbana: regidores y corregidores en el caso de la Corona de Castilla y en el de la de Aragón un cabildo de jurados presididos por un justicia o alcalde nombrados por el rey; en Cataluña el municipio era gobernado por unos magistrados locales.