Guillermo de Ockham: Filosofía, Criticismo y Pensamiento Político Medieval

Guillermo de Ockham: Vida y Contexto Intelectual

Nació en la última década del siglo XIII (1290). Ingresó muy pronto en la orden franciscana. Estudió y enseñó en Oxford. Algunas de sus doctrinas fueron denunciadas en 1323 en Aviñón, donde acudió al año siguiente para defenderse. El proceso duró largos años y no llegó a concluir, quizá porque Ockham huyó en 1328, uniéndose a los franciscanos «espirituales», que eran defensores radicales de la pobreza evangélica y críticos del pontificado. Fue excomulgado y se vio envuelto en la pugna entre el emperador y el papa, tomando partido activamente a favor del emperador Luis de Baviera. A la muerte de este (1347), trató de reconciliarse con la Iglesia. Murió dos años más tarde en Múnich (1349).

La actitud de Ockham, cuya actividad intelectual llena la primera mitad del siglo XIV, suele caracterizarse como criticismo. En efecto, Ockham es, ante todo, un crítico demoledor. El criticismo, nueva manera de practicar la filosofía impulsada por Guillermo de Ockham, fue la actitud característica y generalizada en el siglo XIV. Su florecimiento se vio favorecido, sin duda, por las circunstancias sociopolíticas a las que aludimos en la introducción de esta unidad.

El Criticismo Ockhamista: Fundamentos y Contexto

a) El criticismo y la autonomía de la razón frente a la fe

El criticismo del siglo XIV es, en primer lugar, una consecuencia de la nueva visión de la filosofía surgida a partir del descubrimiento del aristotelismo en el siglo XIII. Tras siglos de agustinismo, se había entrado en contacto por primera vez con un sistema, el de Aristóteles, que nada debía al cristianismo ni a la Biblia; un sistema que no dependía en absoluto de la revelación judeocristiana, sino que aparecía como resultado de la razón, funcionando por sí misma, al margen de la fe. Esta circunstancia favoreció ampliamente la idea de que la razón y la filosofía son autónomas.

b) El criticismo y la defensa de la fe frente a la razón

La actitud crítica ante los sistemas filosóficos del siglo XIII no se vio impulsada solamente por la filosofía, sino también por la fe cristiana misma que, en muchos casos, consideró estos sistemas filosóficos un peligroso enemigo. Esta actitud de desconfianza ante la filosofía —y, en definitiva, hacia la razón— favoreció el florecimiento de la mística, como alternativa frente al racionalismo filosófico. El siglo XIV se caracteriza por la preeminencia del criticismo en lo filosófico y del misticismo en lo religioso.

Razón y Fe en Ockham

1. La posición que adoptará Ockham respecto al tema de la relación entre la razón y la fe supondrá no ya la distinción entre ambas y la concesión a cada una de un espacio particular de aplicación, como había defendido Santo Tomás, sino su radical distinción e independencia. La razón no está ya al servicio de la fe, ni la fe necesita de la razón para esclarecer sus propios dictados. La fe depende estrictamente de la revelación, por lo que la razón no tiene nada que decir, nada que añadir ni quitar, nada que aclarar a la palabra divina. La razón, por su parte, siendo una facultad otorgada por Dios al hombre para ordenarse en este mundo, no tiene nada que tomar de la fe: ha de recurrir a las otras facultades naturales y, exclusivamente con ellas, obtener los conocimientos necesarios para la vida más perfecta posible del hombre.

2. La distinción entre la razón y la fe se convierte, por lo tanto, en separación, y aún en oposición, entre ambas, lo que conducirá a Ockham a una posición mística y «anti-teológica» en los temas de la fe (el voluntarismo, caracterizado por la afirmación de la preeminencia de la voluntad sobre el entendimiento), y a una posición radicalmente empirista en lo concerniente a los temas de la razón. La autonomía de la razón con respecto a la fe proclamada por Santo Tomás se convierte en una independencia absoluta, lo que tiene importantes consecuencias en el campo filosófico y teológico en el que se moverá Ockham.

El Análisis del Conocimiento en Ockham

1. Si San Agustín había explicado el tema del conocimiento con la doctrina de la iluminación, de inspiración platónica, Santo Tomás lo había hecho con la teoría de la abstracción, de raíz aristotélica. En ambos casos, el conocimiento representa el conocimiento de la esencia, dejando al margen la individualidad y particularidad del objeto conocido.

Naturaleza de los Conceptos Universales

Ya hemos señalado que Ockham admite que nuestro entendimiento tiene conceptos universales, que son abstraídos de una pluralidad de individuos atendiendo a los rasgos que tienen en común. Ockham no ofrece explicación alguna sobre el modo en que se forman los conceptos universales. Se limita a decir que se forman espontáneamente en el entendimiento.

  • 1) Los conceptos pueden hacer las veces de las cosas que significan. (Esta característica peculiar de los signos lingüísticos es denominada por Ockham «suposición»: los signos)
  • 2) Los conceptos son, pues, signos lingüísticos. Sin embargo, los conceptos se distinguen de los términos hablados y escritos en un rasgo fundamental: las palabras son signos convencionales, mientras que los conceptos son signos naturales.

El entendimiento tiene, por tanto, una estructura lingüística que reacciona ante las cosas produciendo espontáneamente los conceptos como signos de ellas. La orientación lingüística es uno de los rasgos más característicos de la filosofía de Ockham. Es una ontología de la cosa, ya que se trata de una teoría de la realidad cuyo centro son los individuos, las cosas individuales; es una lógica del lenguaje.

El Principio de Economía: La Navaja de Ockham

a) Sentido del principio de economía

«No hay que multiplicar los entes sin necesidad».

El principio de economía —también denominado «principio de parsimonia» y «principio de simplicidad»— se convertirá posteriormente en una regla fundamental para la ciencia moderna. Platón no lo formuló nunca de esta forma, pero no es difícil suponer que lo aceptaban de manera implícita: cuando Platón supuso la existencia de ideas universales, no lo hizo con el estúpido fin de multiplicar los entes sin necesidad, sino porque pensó que su existencia era necesaria. El pensador que aparentemente violó este principio del modo más escandaloso… Lo decisivo no está, pues, en la formulación del principio, sino en determinar qué entidades son necesarias y cuáles son superfluas.

b) La aplicación del principio de economía por Ockham

Lo que hemos dicho hasta ahora nos permite comprender qué entidades considera Ockham necesarias, como regla general. En el ámbito de la teología, solo admite como necesarias las entidades exigidas por los artículos de la fe; las entidades de las que tenemos conocimiento intuitivo y aquellas realidades cuya existencia se deduzca necesariamente de lo que conocemos de modo intuitivo. Especificado de este modo, el principio de economía (también denominado metafóricamente «navaja de Ockham») sirvió al nominalismo para eliminar múltiples entidades y distinciones.

El Pensamiento Político de Ockham

Como en el orden moral, en el ámbito político, Ockham entiende que toda ley o regla está sometida a la voluntad omnipotente de Dios, pues de ella deriva y en ella se justifica. Esta voluntad reconoce un único límite: el principio de no contradicción. Por tanto, ninguna ley es legítima si expresa contradicción con la voluntad de Dios manifestada en la revelación.

Si bien su obra política más conocida por su corte polémico es el Contra Ioannem, hay cuatro exposiciones de mayor peso teórico. El problema de la pobreza evangélica puede ser considerado como el origen del pensamiento político ockhamista. El segundo ámbito temático de importancia radica en la relación entre los poderes civil y eclesiástico: entre el principado dominativus y el principado ministrativus.

La Pobreza Evangélica y la Propiedad

El tema de la pobreza evangélica es abordado en los primeros escritos polémicos. Ockham considera que el hombre tiene el derecho natural, dado por Dios, a la propiedad de los bienes de la tierra, pudiendo disponer de ellos según el dictamen de la recta razón. In principio, el hombre dispuso de un dominio genérico sobre el universo y solo después del pecado se manifiesta, a través de la razón, que tanto la propiedad privada como la jurisdicción son necesarias para introducir orden en la vida. De modo que toda soberanía humana, sea esta sobre las cosas o las personas, reconoce como origen al pecado; y su conocimiento tiene como fuente a las Escrituras.

El derecho a la propiedad es inviolable, y nadie puede ser desposeído por un poder terrenal de un modo contrario a su voluntad. Pero, a diferencia de otros derechos naturales, como el derecho a la vida que convierte en un precepto moral la obligación de conservarla, no es necesario que todos los individuos ejerciten el derecho a la propiedad privada. Un hombre puede, por una causa justa y razonable, renunciar voluntaria y legítimamente a la posesión de propiedad. Así lo hicieron los franciscanos quienes, a imitación de Cristo y los apóstoles, habían renunciado a este derecho. Esta posición fue considerada herética por el papa Juan XXII, al sostener que la renuncia al derecho de propiedad implicaba también una renuncia al derecho a la comida y al vestido.

En su respuesta, Ockham distingue entre una renuncia legítima al derecho natural de propiedad y el derecho de uso bajo permiso de la Santa Sede. El derecho natural es una extensión del divino y, por lo tanto, siempre es justo, mientras que la ley humana positiva necesita la conformidad con la recta ratio.

Relación entre Poder Civil y Eclesiástico

En efecto, Ockham distingue entre el uso de derecho (usus iuris) y el uso de hecho (usus facti). Los franciscanos, renunciando al usus iuris, solo pueden disponer legítimamente del usus facti, del uso simple de las cosas temporales, mientras que a la Santa Sede le corresponde el dominio radical o el usus iuris. El verdadero interés filosófico de esta discusión está en la defensa que hace Ockham de la existencia de derechos anteriores a cualquier convención humana. Estos derechos participan de la ley natural que es inmutable en el presente orden creado por Dios (potentia Dei ordinata), orden que, en su sistema filosófico, se encuentra siempre subordinado a la potentia Dei absoluta.

En cuanto al segundo aspecto, su pensamiento también responde a las disputas contemporáneas en las que estuvo involucrado con la Santa Sede y su oficial ruptura con ella. La discusión está centrada en las tesis teocráticas que le reconocen al Papa el poder de legislar tanto en la esfera espiritual como en la temporal, con el único límite representado por el derecho natural y la ley positiva divina.

La diferencia de naturaleza de ambas potestades es tal que el Papa no puede ejercer regularmente la potestad temporal, pues, ex ordinatione Christi y, por tanto, según el derecho divino, solo le corresponde la potestad espiritual, exenta de coerción. Pero una división taxativa sería un precio demasiado alto para el bien común de la christianitas; de allí que, in casu, el orden temporal pueda convertirse en asunto del Pontífice mediando una situación de necesidad, suplencia, concesión o delegación. Este carácter accidental y supletorio no menoscaba la seriedad de la ocasional intervención cuando el bien común lo requiera. Ockham distingue entre la ley divina que gobierna la Iglesia y las leyes humanas que gobiernan el Imperio. El ejemplo que el Papa debe seguir es el de Cristo y sus apóstoles, pobres y carentes de toda plenitudo potestatis, en cuanto han abdicado de cualquier soberanía temporal. Ockham considera que el poder conferido por Cristo a Pedro no debe ser entendido como una potestad dominativa, sino como el servicio de un padre y pastor espiritual. Mal pueden conciliarse la relación que el Pontífice mantiene con sus fieles en cuanto padre con aquella que vincula a un soberano temporal con sus súbditos.

La doctrina ockhamista es aplicable a cualquier rey o príncipe temporal, pero la plasmación perfecta de su realización fue el Imperio Romano. No se trata del imperio histórico que acabó con Rómulo Augústulo, sino más bien del Sacro Imperio Romano Germánico, trasvasado de Roma a Alemania por Carlomagno, y cuyo poder era ejercido por Luis de Baviera, en contra de las pretensiones de Juan XXII.