Simone de Beauvoir: La Mujer como «Otro» y la Construcción Social de la Feminidad en El Segundo Sexo

Contexto Histórico y Filosófico de El Segundo Sexo

Simone de Beauvoir escribe El Segundo Sexo en el siglo XX, tras la Segunda Guerra Mundial, en una sociedad en plena transformación. Las mujeres francesas habían obtenido finalmente el derecho al voto, pero esos avances no se tradujeron de inmediato en la vida cotidiana. Tras el movimiento sufragista, muchas mujeres volvieron a ser relegadas al hogar y a los roles tradicionales en la sociedad de posguerra. Beauvoir percibe esta contradicción: por un lado, se hablaba de igualdad formal; por otro, persistían actitudes y estructuras que mantenían a la mujer en una posición subordinada. En la introducción de El Segundo Sexo, señala con ironía que «la discusión sobre el feminismo» parecía ya agotada en teoría —«no hablemos más de ello»—, y sin embargo la situación distaba de estar resuelta. Todavía se escuchaban tópicos como «la mujer es el eterno femenino» o, a la inversa, lamentos de que «la mujer se pierde, la mujer está perdida». Es decir, reinaba una profunda confusión acerca de qué significaba ser mujer y cuál debía ser su papel en la sociedad.

Al mismo tiempo, el contexto estaba marcado por el existencialismo, corriente filosófica que ponía el énfasis en la libertad individual, la responsabilidad personal y la idea de que «la existencia precede a la esencia». Beauvoir, figura clave de este movimiento, rechazó la noción de una «esencia femenina» eterna e inmutable. Argumentaba que la mujer, al igual que el hombre, es ante todo un ser humano libre cuya identidad se construye en interacción con su entorno social y cultural. En resumen, Beauvoir escribe desde un tiempo de cambio, aprovechando el impulso existencialista y las contradicciones sociales de mediados de siglo para replantear radicalmente la «cuestión de la mujer».

La Mujer como el Otro: Alteridad y Subordinación

Beauvoir sostiene que la mujer ha sido históricamente definida como «el Otro» en relación con el hombre. En la introducción de El Segundo Sexo, observa que el hombre se considera a sí mismo el sujeto central, la norma, mientras que a la mujer se la define únicamente en relación con él, como una desviación o un ser secundario. «La mujer se determina y se diferencia con relación al hombre; la mujer es lo inesencial frente a lo esencial. Él es el Sujeto, lo Absoluto; ella es lo Otro». Esto resume la noción de alteridad: lo masculino se ha asumido como lo universal y neutro, mientras que lo femenino ha sido designado como «lo otro», lo diferente, lo particular y, a menudo, lo inferior.

¿Qué implica ser «el Otro»? Significa que las mujeres, a lo largo de la historia, no han sido definidas por sí mismas, sino por oposición al varón. El hombre ha representado al ser humano en general, y la mujer aparecía como un ser relativo, es decir, definida y reducida primordialmente a su sexo biológico y a su función reproductora. De este modo, todas las características asociadas a «lo femenino» (pasividad, emocionalidad, irracionalidad, etc.) han tendido a verse con cierto grado de inferioridad o como complementarias y subordinadas a las masculinas. La propia Beauvoir recoge cómo en todas las culturas el varón ha reclamado para sí la posición de sujeto principal, relegando a las mujeres a un papel subordinado: «Él es el Sujeto… ella es lo Otro». Beauvoir se pregunta por qué no se ha producido entre los sexos una reciprocidad genuina, rebeliones significativas o un reconocimiento eventual de derechos mutuos de forma equitativa; las mujeres, en gran medida, han permanecido sometidas sin una revuelta conjunta y sostenida contra la dominación masculina. Según Beauvoir, esto se debe a varios factores:

  • La ausencia de un momento concreto en la historia en que los hombres «conquistaran» a las mujeres.
  • No formaron un bloque separado con conciencia de grupo oprimido durante mucho tiempo.
  • Han estado atadas por lazos muy cercanos a sus propios opresores.

El resultado de todo ello es que la categoría de «lo Otro» se afianzó poderosamente en la cultura, perpetuándose a través de mitos, religiones, leyes y costumbres. Desde los mitos antiguos hasta la ciencia de su tiempo, se presentaba a la mujer como lo opuesto al varón en un sentido absoluto y jerárquico.

«No se nace mujer: se llega a serlo»

Esta célebre frase, que aparece al inicio del capítulo «Infancia» (Volumen II de El Segundo Sexo), condensa una de las ideas más revolucionarias de Beauvoir: la feminidad no es una esencia biológica o natural, sino una construcción social y cultural. En otras palabras, es la sociedad, mediante la educación, las normas y las expectativas, la que moldea a la niña hasta convertirla en «mujer», tal como se entiende este término en un contexto patriarcal.

Beauvoir explica que ningún destino biológico, psíquico o económico define a la hembra humana como «mujer»; es la civilización en su conjunto la que produce esa creación intermedia entre el macho y el castrado que calificamos de femenina. Desde que nacen, las niñas y los niños tienen necesidades, juegos y curiosidades similares. Hasta aproximadamente los 12 años, «la niña es tan robusta como sus hermanos». Sin embargo, mucho antes de la pubertad, la sociedad empieza a marcar diferencias de manera sutil pero insistente. La niña es orientada, de forma casi imperceptible al principio, pero constante, hacia ciertas actitudes y roles considerados «femeninos». Se le inculca la delicadeza, se la suele sobreproteger más; se le regalan juguetes distintos (muñecas, juegos de cocina) que la entrenan para roles de madre y ama de casa, mientras que a los varones se les ofrecen juegos de acción, ciencia o aventura, fomentando su actividad y exploración del mundo.

Beauvoir afirma que las características tradicionalmente atribuidas a «lo eterno femenino» —como la pasividad, la sumisión, la emocionalidad o la intuición— no provienen de una misteriosa naturaleza femenina, sino que son impuestas a la mujer desde fuera, como resultado de su situación y educación. Es la mirada y la acción de los otros (padres, familia, educadores, la sociedad en general) la que va construyendo a la niña como «mujer», limitando sus posibilidades y dirigiéndola hacia un destino predefinido. Esto niega la existencia de un «instinto femenino» innato que determine sus comportamientos o aspiraciones.

Beauvoir no negaba las diferencias biológicas entre hombres y mujeres (como la capacidad de gestar), pero sostenía firmemente que esas diferencias no deberían determinar el destino social, económico o intelectual de un ser humano. Ser mujer, en definitiva, es un resultado, un devenir, no un punto de partida fijado por la naturaleza. Como explica Beauvoir, «son las conductas y roles que se le han ido asignando, enseñando e imponiendo a lo largo de su vida», lo que define a la mujer en la sociedad, desafiando así la noción de una esencia femenina inherente. Esta comprensión radical sentó las bases para gran parte de la teoría feminista posterior y sigue siendo fundamental para entender las dinámicas de género.