El vínculo madre-padre-hijo con discapacidad
Los efectos sobre la constitución del psiquismo del niño
Blanca Alda Núñez
Introducción
La repercusión psíquica del daño sobre un niño variará, entre otros factores, en función del período de adquisición del mismo; se asocia con el grado de integración de su aparato mental en ese momento. No es lo mismo que la discapacidad acontezca siendo un bebé, que siendo un niño más grande, con una estructuración psíquica mayor, y una consecuente menor dependencia afectiva de sus figuras de apego.
Fischbein (1977) señala tres períodos particularmente significativos por los efectos psíquicos que puede tener un daño orgánico:
- Las etapas tempranas de fusión de la díada madre-hijo hasta la adquisición de la palabra.
- La fase edípica.
- La adolescencia.
«Cuando el daño —sostiene Fischbein— se instaura en estas fases, es mayor su repercusión afectiva como su efecto sobre la estructura mental. En la involución y en la senectud los problemas corporales son esperables y se pueden tomar como algo más natural, dependiendo la repercusión a nivel psíquico de la estructura y logros previos».
En este capítulo vamos a ahondar en las primeras de estas etapas señaladas por el autor; o sea, profundizaremos en las vicisitudes del vínculo madre-padre-hijo con discapacidad y en sus repercusiones en el armado mental del niño.
Sabemos que el vínculo temprano funciona como la matriz en la cual se va armando el psiquismo de todo sujeto. La constitución del psiquismo incluye necesariamente la intersubjetividad. Esta constitución psíquica se iniciará desde las etapas previas al nacimiento a partir del momento en que el bebé comienza a ocupar un lugar en el espacio mental de los futuros padres.
Tienen un peso fundamental las representaciones del padre y la madre sobre ese hijo desde antes de la concepción. Hay una incidencia de las imágenes conscientes e inconscientes de los padres, de las expectativas y deseos, a su vez influidos por los deseos y expectativas de las familias de origen, etc.
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El proceso que dará lugar a la constitución del psiquismo continúa luego en las fases siguientes: cuando la pareja toma la decisión de tener este hijo; cuando se produce la fecundación y la confirmación del embarazo; durante los nueve meses de la gestación; cuando acontece el nacimiento biológico; durante los primeros meses del primer año, cuando se tejen las interacciones y apegos que permitirán construir los cimientos de la estructura psíquica de ese sujeto; etc.
Distintos aportes dan cuenta de la importancia del vínculo temprano en la constitución psíquica. Entre ellos mencionaremos los de Spitz (1966), Bion (1966, 1972), Winnicott (1965, 1979, 1972), Bowlby (1976), Mahler (1977) y Lacan (1971).
Estos autores jerarquizan las funciones maternas de contención, protección, sostenimiento, transformación y organización, posibilitando al bebé desarrollarse, construir un aparato psíquico y adquirir el sentimiento de una existencia segura.
Si todo funciona armoniosamente en estas etapas tempranas, se tejen las interacciones y apegos que posibilitan el emerger del niño como persona. En muchas circunstancias acontecen en este vínculo primario perturbaciones, desapegos, desencuentros o separaciones prematuras que podrán producir perturbaciones en el emerger de este sujeto psíquico.
El vínculo madre-hijo recién fue jerarquizado a fines del siglo XIX y entronizado hacia la mitad del siglo XX. Más recientemente, las investigaciones han comenzado a señalar el valor preponderante de la figura del padre en el armado psíquico.
Vicisitudes de este vínculo
Refiriéndonos específicamente a la relación temprana madre-padre-hijo con discapacidad, se nos plantean un gran número de interrogantes:
- ¿Qué características tiene el vínculo primario madre-padre-hijo con discapacidad?
- ¿Qué incidencia puede tener un déficit del hijo en los apegos precoces?
- ¿Cuáles son los efectos de posibles trastornos vinculares iniciales sobre la estructuración psíquica de ese niño?
¿Cómo hará esta madre, afectada de formas diversas por la situación que vive, para asumir su imprescindible función organizadora y estructurante del psiquismo de su hijo? ¿Cómo se tejerán las interacciones y apegos facilitadores del despliegue mental de este bebé tan desvalido y necesitado de figuras de sostén?
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¿Podrá contar el bebé con la capacidad de reverie materna suficiente, descrita por Bion (1972), para ser contenedora de las proyecciones de ansiedades tempranas tan desorganizantes de su bebé (elementos beta), y devolvérselas transformadas, suavizadas y desintoxicadas (elementos alfa) a fin de que pueda darles un lugar en su aparato mental? ¿Podrá posibilitarle la creación del aparato psíquico con la función de pensar?
¿Logrará la madre, ante este hijo que se le volvió extraño, el estado especial de preocupación maternal primaria descrita por Winnicott (1979) que le posibilite identificarse con él, y por lo tanto, poder captar sus necesidades y darles satisfacción en el momento oportuno? ¿Podrá ser el sostén protector que le permita al niño elaborar un sentimiento de existir, o faltará el sólido sostén y los confortables brazos que lo dejen dominado por angustias de desintegración?
¿Este hijo podrá ser vivido como quien le posibilite a la madre una experiencia de completud o, por el contrario, funcionará para ella como quien le reafirmará su sentimiento de incompletud?
El padre fuertemente impactado por el daño orgánico del hijo, ¿podrá cumplir su función de sostenedor y proveedor del entorno seguro que la madre requiere para consagrarse a los requerimientos que le demanda el establecimiento del vínculo temprano?
¿Necesariamente una discapacidad producirá un vínculo primario con alteraciones que consecuentemente lleven consigo a un desarrollo psíquico patológico del pequeño? Y si esto es así, ¿cómo explicamos la cantidad de niños que, pese a malas condiciones ambientales en estas etapas iniciales de su vida, no enferman y, por el contrario, tienen un desarrollo sin dificultades? ¿Cómo explicar estos hechos que no siguen las predicciones de síntomas o daños psíquicos aportados por muchas teorías tradicionales sobre la conducta humana?
El asociar la discapacidad necesariamente con conflicto, enfermedad o alteraciones vinculares, ¿no sería manejarnos con un modelo patológico que lleve a orientar nuestra mirada sobre el déficit de las funciones paternas y maternas? ¿No implicaría quedarnos en una teoría lineal que dé por sentado que un hijo con discapacidad equivale a una madre o un padre deficitarios en la asunción de sus funciones parentales? ¿No se hace necesario asumir un nuevo desafío que lleve a dirigir nuestra mirada a estos vínculos tempranos considerando los recursos y capacidades de sus protagonistas que es necesario alentar y promover para facilitar el despliegue del desarrollo lo más pleno posible?
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Por otra parte, aun cuando ocurran alteraciones vinculares en estas etapas precoces, esto no significa dar por sentado, siguiendo un modelo determinista de pensamiento, que en ese sujeto se producirán perturbaciones psíquicas.
Son muchas las investigaciones que demuestran que niños sometidos a grandes privaciones tempranas de figuras de apego, incluso ausencia de ellas, no necesariamente luego tienen trastornos psíquicos. Ya Burlingham y A. Freud (1944) señalaron que niños recogidos en la guardería de Hampstead, en el período después de la Segunda Guerra Mundial, muy perturbados, se convirtieron en adultos con un gran equilibrio psíquico.
También Dolto (1987) acuerda con esto: «Y sin embargo hay seres humanos a quienes el destino, o accidentes sobrevenidos en el curso de la infancia, privaron de la presencia de la madre, o de la madre y el padre. Su desarrollo puede ser tan sano, con características diferentes, pero tan sólido como el de los niños que tuvieron una estructura familiar completa».
Volviendo a la temática de los niños que presentan un trastorno discapacitante, nuestra experiencia nos ha permitido comprobar que no hay una relación directa entre un daño orgánico del niño y dificultades de interacción temprana. La clínica es reveladora de conflictos vinculares tempranos con un hijo sin discapacidad. Por el contrario, hay niños con severas discapacidades que pueden vivir relaciones primarias muy satisfactorias con sus figuras de apego.
De todos modos, podemos asegurar que hay un riesgo relacional; es decir, hay mayores posibilidades de aparición de modalidades vinculares disfuncionales cuando el hijo tiene algún déficit. Como ya referimos, para la madre y el padre la corroboración del daño implica la ruptura de todas las expectativas depositadas en él desde antes de su nacimiento. Este no es un hijo esperado.
Cuanto mayor sea la distancia entre la representación ideal del hijo y el hijo real, mayor será también el esfuerzo y trabajo psíquico que les demandará la acomodación a la situación.
Por otro lado, también los padres deberán procesar la desilusión por la imagen de madre y padre que ellos deseaban ser. Este acontecimiento que se vive es imposible que no tenga algún efecto sobre los padres, aunque, desde luego, la magnitud del impacto variará en función de las singularidades de cada caso. Muchos autores hablan de dificultades de identificación materna y paterna con este hijo diferente.
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El padre y la madre no llegan preparados para el encuentro con un hijo con diferencias motrices, mentales, sensoriales, o con daño neurológico, o con malformaciones. Es un hecho indiscutible que hay un hijo «inesperado» para la pareja parental, que se les volvió diferente y desigual.
Surge en ambos padres, en los momentos posteriores al diagnóstico, un sentimiento de extrañamiento ante él; vale decir, algo que es familiar se vuelve ajeno, raro.
Desaparece la búsqueda de parecidos: «tiene los ojos de papá», «la boca de mamá», «la nariz del abuelo». Sabemos que todo padre necesita reconocerse en su propio hijo para poder establecer un buen contacto con él. Nuestra experiencia clínica muestra que resulta difícil para los padres «adoptar» a ese niño con discapacidad como hijo. O sea, la etapa de la filiación que vive toda pareja con la aparición del hijo, se dará con interferencias iniciales y rodeos.
Este proceso de filiación familiar resulta más dificultoso cuando los padres se enfrentan con la discapacidad del hijo desde el momento mismo del nacimiento. Ese hijo es sentido como un extraño y resulta difícil para los padres «adoptarlo» como hijo, asignarle el nombre que se le había elegido, compartir con él los sueños y proyectos trazados desde antes de su nacimiento, etc.
Cuando el niño tiene una discapacidad con un diagnóstico más tardío, por ejemplo una sordera, se posibilita que pueda vivir una etapa previa de filiación familiar. Habitualmente los padres no saben cómo actuar ante el pequeño. Pueden mostrar hasta incapacidad para tocar al hijo, sentido como muy frágil, que reactiva recuerdos infantiles de propia indefensión, desamparo y fragilidad.
Se suceden un cúmulo de sentimientos ambivalentes: el dolor, la desilusión, la inseguridad, el temor a actuar mal, el pánico, la culpa. Los padres hasta parecen perder el sentido común. La confusión en la que están inmersos paraliza sus iniciativas. En algunos casos se comportan como si hubiesen olvidado toda la experiencia previa adquirida con hijos anteriores.
El rótulo médico que aparece, referido a la discapacidad, puede contribuir a estos sentimientos paternos. La intervención profesional dada desde el momento del diagnóstico se acompaña de una denominación desde la ciencia médica: «sordera bilateral», «ceguera», «Síndrome de Down»… Esta denominación médica puede aplastar el nombre asignado al niño y deja de llamarse, entonces, «Pablito» o «Juancito» para ser «el sordo», «el ciego», «el Down».
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Cuando el niño es visto solo a través de una óptica científica, se confirma a los padres que su hijo es distinto, extraño, ajeno, por lo cual se les dificulta reconocerlo como hijo y saber cómo asumir la función paterna.
Por otro lado, cuando al niño se lo reduce solo a un diagnóstico, a una enfermedad, a un objeto de estudio y a una técnica de especialistas, se lo mira de manera fragmentaria, perdiéndose como niño en su totalidad. El diagnóstico médico, por más preciso que sea, no basta para determinar la identidad del niño, su destino, su futuro, ni el de su familia. Este pequeño es como cualquier otro, no se puede saber lo que llegará a ser.
Además, cabe señalar que antes de arribar al diagnóstico el niño y su familia tienen que concurrir a diferentes lugares para la realización de interminables estudios médicos, a lo que se suman luego los efectos de innumerables técnicas de tratamiento y supertecnologías. Esto gravita, sin dudas, en el vínculo entre padres e hijo.
A todos estos factores presentes en este vínculo se agregan otros que parten del mismo niño. Éste no se conecta con los padres en la forma esperada por ellos, que no parecen recibir los estímulos provenientes de él y se sienten frustrados. El bebé con alguna discapacidad puede ser poco estimulador de sus adultos significativos y esto es motivador de un distanciamiento de él.
Una autora que ha profundizado en las alternativas del vínculo «madre-hijo retrasado» es Mannoni (1984). Ella marca las dificultades maternas para la identificación con este bebé diferente: «la enfermedad de un niño —sostiene— afecta a la madre en un plano narcisista: hay una pérdida brusca de toda señal de identificación y, como corolario, la posibilidad de conductas impulsivas. Se trata de un pánico ante una imagen de sí que ya no se puede reconocer ni amar».
Esta autora señala también que en este vínculo ante ese hijo extraño puede surgir en la madre deseos de muerte: «tendrá siempre un trasfondo de muerte, de muerte negada, disfrazada, la mayor parte del tiempo de amor sublime; a veces de indiferencia patológica; en ocasiones de rechazo consciente; pero las ideas de muerte están, en verdad, ahí, aunque todas las madres no puedan tomar conciencia de ello».
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La misma autora marca la estrecha relación de madre-hijo y la dificultad de inclusión de un tercero: «es una situación en la que madre e hijo no son más que uno. Toda ocasión en que se desprecia al niño es recibida por la madre como un ataque a su propia persona… la madre no puede admitir sin gran dificultad la intrusión de un tercero».
Nuestra experiencia clínica en este campo nos ofrece datos de observación coincidentes: una relación muy estrecha madre-hijo, siendo éste criado bajo la ley materna, dificultándose la entrada del padre. Hay un déficit de la función paterna de interdicción y, por lo tanto, de entrada en una relación triangular. Suele ocurrir que la madre no le dé lugar al padre, es decir que no admita la necesidad de poner un límite a su deseo de guardar al bebé para ella sola. Ese hijo queda ocupando, entonces, un lugar de niño eterno.
Mannoni (1984) refiere: «en respuesta a la demanda del niño, deberá proseguir de alguna forma, una gestación eterna… El niño está, por supuesto, alienado como sujeto autónomo, para devenir objeto a cuidar… Todo deseo de despertar del niño será combatido sobre la marcha, en forma sistemática, por la madre, hasta el punto de que aquél terminará por persuadirse de ‘que él no puede’. En todo caso, en tanto que él no puede, la madre se ocupa de él y lo quiere».
Estas trabas para el desprendimiento de la madre muestran las dificultades para la conquista de la separación-individuación del pequeño con déficit. Esta modalidad vincular que «sobreprotege» e impide el desprendimiento encubre una desprotección. Proteger en exceso al hijo es no ofrecerle las oportunidades para el despliegue de sus potencialidades y capacidades.
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La clínica aporta datos que muestran que muchas madres no solo carecen de capacidad de identificarse con su bebé e interpretar sus necesidades, sino que además exigen que éste haga una sumisión y acatamiento a los propios deseos maternos.
Madre y padre pueden vincularse con el hijo desde estas etapas iniciales haciéndole demandas excesivas de satisfacción de necesidades paternas; por ejemplo, que responda adecuadamente a un plan de «sobreestimulación» programado para él a fin de que logre pautas madurativas que exceden sus reales posibilidades, lo que encubre un deseo inconsciente de recuperar el hijo deseado sin fisuras. Es decir, le transmiten como modelo ideal de aspiración que «sea lo que no es» y «lo que nunca podrá llegar a ser».
Winnicott (1972) describe a estas madres como aquellas que en lugar de entender «el gesto del niño», ponen «su propio gesto». Este autor halla aquí los cimientos de un falso self.
Otras situaciones en las que la madre «pone su propio gesto» son aquellas en las cuales, ante las dificultades reales del pequeño para comunicarse, responde con falta de capacidad de espera y se anticipa a las demandas del niño, movida por ansiedades o fantasías.
Es función de los profesionales que intervienen en estas etapas tempranas el ayudar a los padres a observar, entender y encontrarse con ese hijo diferente, sosteniendo la función paterna y materna.
Vínculo temprano e imagen corporal
En la matriz de este entramado vincular temprano, todo bebé va construyendo la representación mental de su cuerpo, que es diferente de su cuerpo biológico. Dolto (1986) hace una diferenciación entre imagen del cuerpo y esquema corporal: «el esquema corporal es el mismo para todos los individuos… la imagen del cuerpo, por el contrario, es propia de cada uno: está ligada al sujeto y a su historia».
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Para esta autora, la imagen del cuerpo «es la síntesis viva de nuestras experiencias emocionales: interhumanas, repetitivamente vividas a través de sensaciones erógenas electivas, arcaicas o actuales». La imagen del cuerpo es relacional en la medida en que se constituye en la trama vincular con los adultos relevantes para el niño, y siempre es inconsciente.
Nos dice Fischbein (1977): «Todo cuerpo, sede de sensaciones, es estimulado desde los padres o sustitutos erogenizándose. Este es el cuerpo de la sexualidad, es el que accede al registro mental… Es único y diferente a todos los demás ya que marca la historia particular de esa relación niño-padres».
Entonces, son los anhelos de los objetos primarios uno de los factores determinantes de esta construcción de la imagen del cuerpo. Agrega Fischbein: «Lo deseable o indeseable en torno al cuerpo se inscribe desde el contacto con la madre que aceptará o rechazará ciertos rasgos de su hijo… La marca del deseo parental es el factor decisivo para lograr la propia imagen».
¿Qué entendemos por una imagen corporal sana en un niño con trastorno orgánico? Cuando la parte «dañada» es reconocida, y no negada, y pese a ello siente que es merecedor del amor de los otros y de sí mismo. El destino de la imagen del cuerpo se relaciona con el modo en que los padres y otros adultos relevantes se hayan vinculado con el cuerpo de ese niño.
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El niño tiende a conectarse y percibir su cuerpo como algo natural y normal; éste es el único cuerpo que tiene y conoce. Irá percibiendo el déficit y la anomalía a partir de las miradas, de las palabras, de las caricias de los otros, básicamente de sus padres, que se suelen conectar con ese cuerpo no tal cual es, sino tal cual debería ser para ellos.
Muchos padres se vinculan con ese cuerpo tratando permanentemente de «arreglarlo», por ejemplo, sometiéndolo a diferentes intervenciones quirúrgicas u otras maniobras, más allá de las necesidades reales, con la fantasía de recuperar el cuerpo deseado por ellos. En ese caso, el niño va construyendo su imagen corporal en base a no sentirse aceptado como es.
Desde la etapa diagnóstica, seguida de los tratamientos, el cuerpo de este niño está sujeto a muchas manipulaciones de profesionales diversos, y de los mismos padres que actúan desde un rol de rehabilitadores. Es frecuente que en muchos de estos contactos corporales se jerarquicen los aspectos técnicos y se dejen de lado los vinculados con lo lúdico y el placer. Así, las caricias y los juegos corporales aparecen reemplazados por «manipulaciones» en la búsqueda de «arreglar» ese cuerpo.
De este modo los padres pueden acompañar a su hijo en la construcción de una imagen sana del cuerpo, pese a su marca orgánica. Ese niño logrará tener un cuerpo preparado para el placer.
Discapacidad y déficit de «narcisización» en el vínculo temprano
Un aspecto del vínculo temprano sobre el cual queremos profundizar es el riesgo de déficit de narcisización del hijo con daño orgánico por parte de sus padres. Al estar éstos insatisfechos en su paternidad, pueden tener dificultades para satisfacer las necesidades narcisistas requeridas para su sano desarrollo.
Todo niño pequeño tiene necesidades básicas de alimentación, higiene y descanso, pero también tiene necesidades narcisistas: el amor, el reconocimiento, la admiración, la aprobación y la valoración por parte del otro.
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El enfrentamiento a la discapacidad del hijo es un ataque al narcisismo de la madre, y también del padre. Un niño que responde a las expectativas de los padres le confiere satisfacción narcisista. A su vez, estos padres gratificados ofrecerán a su bebé los suministros narcisistas que necesita para armar una representación de sí valorada.
¿Qué ocurre cuando el bebé nace con un déficit? El enfrentamiento a una deficiencia del hijo afecta siempre el equilibrio narcisista de la pareja parental. Pasado este período inicial, pueden sucederse varias situaciones:
- Muchos padres logran sobreponerse al impacto inicial y llegan a establecer un vínculo con «ese hijo tal cual es».
- Otros padres no logran recuperarse de la situación traumática. Sufren un estado prolongado de desequilibrio narcisista y no podrán ofrecer el reconocimiento y amor que su hijo necesita.
Una falta prolongada de satisfacción narcisista en el vínculo con el hijo repercutirá en el armado del aparato psíquico del niño.
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Las fallas de narcisización pueden asumir varias formas: a) una descalificación o rechazo; b) una ausencia o déficit de narcisización resultado de un estado depresivo de la madre que la lleva a actuar con indiferencia.
Las huellas mnémicas de esas experiencias de descalificación, rechazo o indiferencia van a integrar la representación de sí que vaya construyendo el niño.
Según los aportes de Bleichmar (1976, 1981), el apartamiento de la identificación con el ideal suele ser vivido como la caída en la identificación con el negativo del ideal, lo que equivale a no valer nada. Se funciona con una lógica binaria del todo o nada.
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A partir de la corroboración diagnóstica, los padres suelen mirar a ese hijo desde la óptica de la parte faltante. Ese rasgo deficitario parece funcionar como el prevalente que asume el significado de totalidad, que tapona la multiplicidad de los demás rasgos.
A estas primeras representaciones adquiridas por el niño en el vínculo temprano con sus padres, que constituyen el núcleo de la autoimagen, se irán sumando otras representaciones de sí provenientes de figuras significativas externas al núcleo familiar, como son los profesionales que lo asisten.
Los profesionales, en la medida en que intervienen tan tempranamente, son figuras muy significativas para el pequeño. Inciden, quiéranlo o no, en la construcción de los cimientos del psiquismo de este niño.
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Las intervenciones de los profesionales en esta etapa
Su incidencia en el vínculo temprano padres-hijo
Los profesionales, con sus intervenciones, pueden interferir este vínculo temprano niño-padres. La pareja paterna, al no saber cómo actuar frente a este hijo inesperado, se puede volver muy dependiente de un saber externo, el de los especialistas.
El sentimiento de impotencia paterna hace que deleguen en el profesional «el saber» y «el hacer». Esto trae como consecuencia un sentimiento de extrañamiento cada vez mayor frente a su hijo, que es sentido como quien no les pertenece a ellos, sino al profesional.
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Los expertos suelen cargar a la pareja paterna con un cúmulo de indicaciones y prescripciones. Insisten en el refuerzo reeducativo por parte de ellos. Desde el momento del diagnóstico se les dice que no se puede perder el tiempo. Los padres comienzan a recibir un bombardeo de informaciones totalmente desconocidas.
Un duelo requiere ser expresado. Acelerar ese tiempo por las exigencias que impone el inicio del tratamiento puede llevar a una reorganización precoz que se hace sobre la negación de lo que está sucediendo, más que sobre una elaboración. Esto puede desencadenar situaciones futuras de conflicto familiar.
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Los padres se llenan de culpa y reproches cuando no cumplen con las indicaciones que les impartieron. Esta actitud de gran demanda de los profesionales refuerza, generalmente, los miedos e inseguridades de la pareja parental en la interacción con su hijo.
Muchos padres terminan sintiendo que los logros o los fracasos en el cumplimiento de los ejercicios impartidos son la única expresión del desempeño de su función parental. Quedan circunscriptos a cumplir una función de reeducadores de sus hijos.
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El riesgo está dado cuando el padre queda ocupando el lugar de la ignorancia frente a un lugar de saber absoluto ocupado por el experto. Esto suele debilitar seriamente la asunción de su función paterna.
Al profesional le toca ofrecer a esos padres algunos instrumentos para destrabar el vínculo con ese hijo que se les volvió desconocido, pero siempre cuidando de no funcionar interfiriendo el mismo.
Si los padres logran recuperarse en su rol paterno, con el apoyo y acompañamiento del equipo de especialistas, se encontrarán con ese hijo y podrán ofrecerle las oportunidades para el despliegue de sus posibilidades.
Bibliografía
Contenido bibliográfico referenciado en el texto según normas citadas.