Conductas excesivas

Conformación del sujeto, desarrollo y sexualidad

COLEGIO IZAPA A.C 6TO SEMESTRE DE PREPARATORIA

                                                   Enrique Jiménez Gálvez

Desarrollo de la Identidad de Género Bajo Diferentes Paradigmas Psicológicos

La investigación psicológica ha tratado de explorar tanto los mecanismos como los factores por los cuales se da origen al desarrollo de una identidad de género, empero, esta tarea es relativamente reciente. Prácticamente, en los últimos treinta años, muchas corrientes de la Psicología: psicoanalíticas, conductuales y cognoscitivas (Chodorow, 1978; Gilligan, 1982; Martín & Halverson, 1981; Mischel, 1973) han hecho insistencia en el proceso de socialización familiar como uno de los aspectos básicos en la generación de la percepción diferencial entre los géneros e incluso del trato diferencial y la desigualdad que acompaña a hombres y a mujeres. La socialización supone la inscripción del individuo en el mundo social a través de la asunción de ciertos roles, carácterísticas y comportamientos, ligados a las funciones tradicionales valoradas como inherentes a su naturaleza sexual. De esta manera, el escenario se organiza sobre una serie de reglas que delimitan el comportamiento y caracterización de hombres y mujeres reflejándose en el trato diferencial que los padres y las madres dirigen hacia sus hijos e hijas en relación con su propio sexo, el sexo de sus hijos y otras carácterísticas involucradas con el género como es la identidad (Fernández, 1996; Rocha, 2004). Bajo la idea de la socialización como uno de los mecanismos básicos para el desarrollo de una identidad, encontramos diversas explicaciones teóricas que dan cuenta de este hecho.

Perspectiva Psicodinámica. La postura psicodinámica representada por Freud (1957) enfatiza el impacto de la dinámica familiar en el desarrollo de la identidad genérica del individuo. Bajo esta visión, particularmente dentro de la teoría de las relaciones objetales, las interacciones que se establecen entre el infante y el cuidador primario, determinan las primeras bases de la identidad de los individuos, influyendo en la manera cómo se perciben a sí mismos y entienden su interacción con otros. Durante la infancia, el niño o la niña incorpora en sí mismo la visión y carácterísticas del cuidador, adquiriendo no sólo roles, sino también estableciendo las bases para la estructura psíquica. La crianza de estos niños parte generalmente de una madre o padre “estereotipado”, quien establece relaciones diferenciales hacia los hijos y las hijas, por lo cual en ellos se desarrollan diferentes patrones y carácterísticas, dependiendo por supuesto del tipo de relación. El proceso de identificación transcurre de manera diferente para niñas y para niños, las niñas encuentran similitudes físicas y psicológicas con sus madres lo que lleva a que desarrollen, desde temprana edad, una identidad en la cual van internalizando parte de la madre en ellas mismas. En el caso de los niños el proceso es diferente, pues como sugiere Surrey (1983) mientras que las niñas definen su identidad dentro de una relación, los niños lo hacen fuera de ésta, es decir, el proceso parte del mismo punto, pero no puede llevarse a cabo una identificación plena en tanto no comparten el mismo sexo que la madre.

 De acuerdo con la postura psicodinámica convencional, la identificación del niño con el padre se realizaría por temor y la de la niña por amor. Algunos teóricos (Chodorow, 1978; Surrey, 1983) sugieren que los hombres presentan un reconocimiento primario de la diferencia física entre ellos y sus madres. Y de hecho, las madres enfatizan esta diferencia y se refleja en la interacción, ya que ellas suelen motivar y reforzar la independencia en los hijos e interactúan de manera menos cercana con ellos, conversan temáticas más impersonales y fomentan la autonomía en edades más tempranas. Bajo esta visión, los niños desarrollan su identidad diferenciando su “yo” de sus madres. En versiones más actualizadas sobre la postura psicodinámica y el desarrollo de la identidad de género, destaca el trabajo de Wood (1997) quien indica que los niños llegan a rechazar o negar a sus madres con el propósito de definirse, y de acuerdo con la autora, este proceso es enfatizado en algunas culturas, dentro de los ritos que presentan los adolescentes y posteriormente hay un rechazo al mundo femenino en general. La separación para lograr una identidad se refleja en la tendencia masculina a definirse de manera separada de los demás. El impacto de las relaciones tempranas en el desarrollo de la identidad es sólo el inicio de un amplio proceso de socialización que se transforma y crece a través de toda la vida en interacción con los otros y en el continuo monitoreo del propio ser. De esta manera como refiere Wood (1997) conforme los niños crecen como hombres, elaboran una identidad primaria forjada en la infancia, definiendo sus valores y vidas en términos de independencia, en tanto las niñas al crecer como mujeres elaboran su identidad en conexión con los otros, forjando sus valores y sus vidas en términos de las relaciones interpersonales. Las ideas que se tienen ahora del proceso de identificación difieren muchos de las de Freud (Grinder, 1998). En general, las propuestas se encaminan a reconocer la importancia del conocimiento, la motivación y disposición para identificarse con alguien y aprender un rol, dicho de otra forma, parece involucrar tanto un proceso de aprendizaje como un papel mucho más activo por parte de quien se identifica.

Perspectiva del Aprendizaje y el Aprendizaje Social. Algunas teorías psicológicas centran su atención en el papel que juega la comunicación en el desarrollo cognitivo y el aprendizaje de los individuos como base fundamental para el desarrollo de la identidad de género. Dentro de estas teorías se encuentra la teoría del aprendizaje social, desarrollada por Bandura y Walters (1963), Lynn (1965) y Mischel (1966). Esta postura teórica señala que los individuos aprenden a ser masculinos o femeninos a través de la comunicación y la observación, entre otras cosas, los niños observan a los que interactúan con ellos y los imitan, observan a sus padres, a sus amigos, la televisión y otros que están alrededor de ellos. Además, no es el sexo biológico la base de la diferenciación entre hombres y mujeres, sino el proceso de aprendizaje que se da entre los individuos. Por lo tanto es el proceso de interacción entre los adultos y los niños el que permite que éstos últimos adquieran y desarrollen los comportamientos y carácterísticas que son asociados a la masculinidad y a la feminidad, y conforme crecen, continúan imitando aquellas conductas que dan pauta a una comunicación e intercambio efectivo con los otros. Los padres juegan un papel muy importante, ya que de acuerdo con algunos autores (Beckwith, 1972; Cherry & Lewis, 1978), desde el inicio son ellos quienes enfatizan las habilidades sociales necesarias en las niñas y las habilidades físicas necesarias en los niños, generando un trato diferencial hacia estos. Dicho proceso de reforzamiento continuará a lo largo de la vida a través de mensajes que fortalecen la feminidad en las mujeres y la masculinidad en los hombres. A este respecto vale la pena indicar que en los últimos 20 años, la investigación psicológica se ha abocado al impacto que tiene el trato diferencial hacia niños y niñas para el desarrollo de la identidad, los hallazgos han sido trascendentales. De hecho, para autores como Bussey y Bandura (1992) los comportamientos que de manera diferente dirigen los padres y las madres hacia sus hijos e hijas, en función exclusivamente del sexo de éstos, resulta uno de los factores explicativos más importantes alrededor de cómo se adquieren y mantienen las conductas acordes a la identidad de género.

En un breve repaso de las áreas más importantes en las que se refleja el trato diferencial hacia niños y niñas por parte de padres y madres, Bussey y Bandura (1992) detectan que en Norte América una de las áreas principales que presentan una clara diferenciación es en la de la tipificación, es decir, que los padres y las madres favorecen en sus hijos e hijas el desarrollo de actividades estereotipadas genéricamente. De hecho, sugieren que los padres (varones) pueden llegar a tener un efecto más grande que las madres en el comportamiento diferencial hacia los hijos e hijas. Dentro de las áreas en las cuales se producen los mayores niveles de trato diferencial destacan aquellas vinculadas directamente a la tipificación social del género, la de la disciplina y la de expresión de afecto (ver Lytton & Romney, 1991). Asimismo estudios clásicos dentro del área (p.E. Fagot & Kavanagh, 1993; Smith & Daglish, 1977; Snow, Jacklin, & Maccoby, 1983), indican que en general existe un ejercicio de mayor presión sobre la conducta de los niños varones que sobre las niñas, esto es que existe un mayor control sobre los hijos que sobre las hijas. Aunado a ello, las mamás y papás muestran más reacciones negativas hacia los hijos del mismo sexo y son más permisivos (as) con los del sexo contrario (Noller, 1978). En términos de la interacción, se observa que en el núcleo familiar se produce un mayor número de interacciones con las hijas en comparación con los hijos e incluso, madres y padres tienen un mayor acercamiento hacia las hijas que hacia los hijos (Noller, 1978). También se observa que los padres varones suelen ser más dominantes, autoritarios y proporcionan mayor nivel de instrucción cuando se encuentran con un niño, mientras que hacia las niñas muestran menos atención, hay mayor frecuencia de precauciones, opiniones y propuestas (p.E. Bronstein, 1984). En el caso de las madres, éstas dirigen más afirmaciones de apoyo hacia las niñas y más afirmaciones de autoafirmación hacia los niños. Prácticamente los niños son percibidos como que necesitan recibir más motivación para ser independientes en tanto las niñas son percibidas en el sentido que necesitan mayor apoyo verbal, cercanía y dependencia (Leaper, 2000; Leaper, Anderson, & Sanders, 1998). Todos estos hallazgos han sido corroborados en un estudio realizado con población mexicana al analizar la interacción de padres y madres con hijos e hijas en diferentes situaciones de juego (Rocha, 2004). Finalmente, dentro las áreas de trato diferencial destaca el favorecimiento del juego tipificado encaminado a fomentar una identidad de género, ya que los patrones observados en las investigaciones indican que las madres suelen permitir más frecuentemente que las hijas jueguen con juguetes o en actividades “equivocadas” (en términos de su rol e identidad) y a la vez que los padres suelen reprender más a las niñas que a los niños por tocar los objetos “equivocados”, por ejemplo: correr o saltar (Langlois & Downs, 1980). En conjunto, padres y madres socializan a los hijos e hijas no sólo a través del reforzamiento o castigo de ciertos patrones conductuales y carácterísticas, sino también y de manera importante a través de la convivencia cotidiana. A este respecto en un estudio previo (Rocha, 2004) se encontró que un factor mediador entre la demanda de las situaciones tipificadas y las carácterísticas individuales de los niños y las niñas, es justamente el tipo de rasgos y estereotipos vinculados al rol de género que poseen padres y madres. De manera que como sugiere el interaccionismo simbólico, la identidad surge en el proceso de las relaciones sociales, en el cual se da un intercambio entre las respuestas que las otras personas ofrecen al comportamiento propio, así como los efectos que el comportamiento propio tiene en la conducta de los demás.

Perspectiva Cognitiva. Existe otro grupo importante de teorías que se abocan en la importancia del desarrollo cognoscitivo, enfatizando que en el proceso de adquisición y desarrollo de una identidad de género, la persona no juega un papel pasivo, como parecería lo deja entredicho la teoría anterior, por el contrario, el niño o la niña asumen un rol activo en el desarrollo de su propia identidad. De acuerdo con Wood (1997) los niños utilizan a los demás para definir su persona, pues tienen un enorme deseo de ser tan competentes como el resto, lo cual implica conocer la manera cómo se desempeñan cada uno dentro de la sociedad. Dentro de los teóricos que se han adentrado en este campo encontramos a Gilligan (1982) y Piaget (1965) quienes han ofrecido modelos de cómo los niños desarrollan una visión genérica de ellos mismos y de sus relaciones. Bajo tales posturas el niño o la niña reconoce su género y actúa con respecto a éste: (a) diferenciando los géneros; (b) asociando los comportamientos familiares y culturales que le son transmitidos; (c) reconociendo su propio género; actuando en función de ello.

Implicado en el proceso de internalización e identificación de los comportamientos y valores asociados al propio género aparece el lenguaje. Tal como Wood (1997) propone, la comunicación constituye una de las vías a través de las cuales los niños aprenden a discriminar entre lo que es apropiado y lo que no, atravesando por distintas etapas para desarrollar su identidad de género. Desde el primer año hasta los 2 o 2 años y medio, buscan etiquetas que otros usan y que a ellos les permiten describirse (p.E. ¡niño!, ¡niña!, etc.) después empieza un estado activo de imitación, en el cual los niños aprenden a usar su rudimentario entendimiento del género para jugar ciertos papeles y entablar una comunicación y una serie de conductas que piensan van de acuerdo a las etiquetas que han recibido y aprendido. A la edad de 3 años como lo menciona Campbell (1993) los niños desarrollan una constancia de género, es decir hay cierta comprensión por parte de los niños de que el género es relativamente permanente, de manera que tanto niños como niñas saben que el pertenecer al sexo femenino/ masculino o ser niñas/niños (biológicamente hablando), no puede variar. Por lo tanto, desarrollan una motivación interna muy grande por adquirir las carácterísticas necesarias que les permitan ser competentes entre el sexo que les corresponde. Buscan identificar las conductas y actitudes de los otros “masculinos” o “femeninos” para representarlas ellos mismos. Bajo dicha lógica la figura del modelo como tal se vuelve importante en esta transmisión de información acerca de ese género. Finalmente es en la interacción con los padres y las madres, que los niños y las niñas moldean su comportamiento y carácterísticas de acuerdo a los aspectos que culturalmente son valorados, enseñados y reforzados. Posteriormente su búsqueda será permanente y activa a lo largo de la vida.

Sin embargo, lejos de lo que durante mucho tiempo se asumíó, la socialización no solamente tienen cabida en la infancia, en realidad, los seres humanos enfrentan una socialización permanente y dinámica, cuyos objetivos fundamentales siguen siendo los mismos a través de toda la vida: homogeneizar y diferenciar. Homogeneizar en tanto se pretende que la persona desarrolle y ejecute las carácterísticas que le permitirán ubicarse dentro de un grupo determinado, y diferenciar, bajo el propósito de establecer la línea divisoria entre las carácterísticas y rasgos que configuran a una persona (grupo) en relación a otra (grupo).

La Teoría Multifactorial de la Identidad de Género. Finalmente una perspectiva teórica que ha sido acogida en las últimas décadas es la que deja entrever la complejidad y multifactorialidad de la identidad de género como un constructo psicológico. Hacia la década de los setenta surge una tendencia por explicar lo que podría englobarse bajo la denominación general de la tipificación sexual o de género. Dentro de tales aportaciones destaca la propuesta realizada por Block (1973) quien elabora un marco integrador de seis etapas, que van desde las vagas nociones de lo que puede significar la identidad de género durante la infancia, hasta las que suponen la idea estructurada de un rol que encaja con el concepto de androginia psicológica propuesto por Bem (1974). Este concepto, hace alusión a la posibilidad de poseer al mismo tiempo carácterísticas socialmente vinculadas a la feminidad y a la masculinidad lo cual rompe la visión de estas dimensiones como polos opuestos y excluyentes. En esta misma lógica, Pleck (1975) propone tres fases en el proceso de identificación genérica, estableciendo una primer fase caracterizada por la confusión del propio género, una segunda fase en las que los individuos muestran una aceptación de los parámetros sociales en tanto reglas y normas relacionados con cada sexo y finalmente, una tercera fase, centrada nuevamente en el concepto de androginia (Bem, 1974).

En la década de los ochenta, bajo el modelo del procesamiento de la información, algunos autores (Martín & Halverson, 1981; Martín, Wood, & Little, 1990) sugieren que la formación de los estereotipos “sexuales” es el mecanismo principal de lograr la identificación de cada individuo con un grupo determinado, formando parte cotidiana del desarrollo cognitivo de los individuos. Dentro de dicho planteamiento, aparece el concepto de “esquema” como una forma de explicar la manera en la cual toda esta información es almacenada y utilizada en el cerebro. Bajo tal perspectiva, Bem (1981) desarrolló la “teoría del esquema de género”, en la cual alude que las personas no sólo difieren en términos de las carácterísticas referidas a los aspectos deseables e indeseables en cada sexo (lo masculino y lo femenino), sino también en cuanto al tipo de estructuras cognoscitivas encargadas de codificar y procesar la información proveniente de la realidad de género. De esta manera, las personas que más rasgos socialmente deseables y congruentes a su sexo biológico poseen, es más factible que tengan un esquema mental rígido en tanto aquellas personas que no poseen rasgos estereotipados (indiferenciados) o bien tienen una mezcla tanto de lo femenino como de lo masculino (androginia) serán menos esquemáticas. De acuerdo con la autora, la androginia favorecería una mayor salud mental. A este respecto vale la pena mencionar que en México, Díaz-Loving, Rocha y Rivera (2007) realizaron un estudio en el que evaluaron el impacto de diferentes combinaciones de rasgos masculinos y femeninos en relación con diversos indicadores de salud mental, detectando que efectivamente la androginia constituye un mejor predictor de salud en relación a variables como depresión, ansiedad, soledad, trastorno de personalidad antisocial y disforia entre otros. No obstante, es necesario destacar que lo anterior es válido en la medida en la cual se hace referencia a una androginia positiva, esto es, cuando las personas incorporan como parte de su identidad de género, rasgos positivos de lo que socialmente se ha establecido como masculino y femenino, pues también puede existir una androginia negativa que recoge los lados oscuros de ambas dimensiones.

Hacia los años noventa surge una propuesta multifactorial como tal, en la que se arguye la pertinencia de un enfoque teórico que relacione los autoconceptos de masculinidad y feminidad con la identidad de género, tal teoría fue elaborada por Spence (1993) quien señala que en la medida que la identidad personal se hace consciente, necesita del ropaje de la masculinidad y la feminidad, pues dichos aspectos enfatizan aquello que socialmente se establece como pertinente y perteneciente a cada sexo. La identidad de género es vista como un constructo multifactorial en tanto obedece a múltiples variables a través de los individuos y las culturas. Implica un proceso de socialización continuo y permanente a través de la vida, en el cual se internalizan los estereotipos y los roles asignados socialmente a hombres y a mujeres, traducíéndose en la ejecución de un comportamiento diferencial y en la posesión de carácterísticas diferentes. De manera general, la identidad implicaría algo más que la posesión de carácterísticas diferenciales, incorporaría aspectos comportamentales, elementos cognitivos y motivacionales que en conjunto darían significado al sentido de sí mismo de cada persona en el contexto de una cultura dada. En México, Rocha (2004) realizó un estudio con hombres y mujeres adultos para corroborar de manera empírica la propuesta teórica multifactorial desarrollando un inventario culturalmente sensible (Inventario Multifactorial de Género, Rocha, 2004) integrado por cuatro variables fundamentales de la identidad de género (roles, rasgos de masculinidadfeminidad, estereotipos de género y actitudes hacia el rol de género) y explorando su interconexión. De manera sucinta puede rescatarse que dicho estudio hizo evidente la manera en la que se configuran diferentes conductas, cogniciones, motivaciones y rasgos para dar lugar a variadas formas de identificación de género, encontrando que no sólo en cuanto a rasgos, sino en términos de identidades las personas pueden ser más ó menos andróginas, positivas ó negativas, estereotipadas ó no estereotipadas en cuanto al tipo de rasgos y comportamientos que se atribuyen. Aunado a ello, se detectó la interdependencia que guardan todos estos componentes para dar lugar al sentido de congruencia y continuidad de las personas, aspecto fundamental en el proceso de identidad. Lo anterior, en tanto se observó la predominante consonancia entre el tipo de rasgos, conductas, motivaciones y cogniciones que las personas poseían más que en función del sexo biológico, en función de su propia autodefinición. Y finalmente se hizo evidente la relevancia del momento histórico y social, ya que tras realizar los procedimientos de validación de las escalas, las dimensiones o factores que fueron derivados de cada una y las puntuaciones obtenidas en las mismas por hombres y mujeres, hicieron énfasis en lo que otros investigadores han mencionado sobre la transición y el cambio en cuanto a la identidad de los hombres y las mujeres en el contexto de la cultura mexicana (Díaz-Guerrero, 2003; Díaz-Loving, Rivera, & Sánchez, 2001; Valdez, Díaz-Loving, & Pérez-Bada, 2005) y en diferentes culturas (p.E. Barbera & Moltó, 1994; Burín & Meler, 1998; Diekman & Eagly, 1999; Fernández, 1996).

Lo anterior tiene una relevancia vital en términos de comprender que el determinismo biológico no es suficiente para hablar del desarrollo de una identidad de género en las personas, pues en gran medida los estereotipos que matizan dichas identidades varían de cultura a cultura y, dentro de cada cultura, están sujetos a las transformaciones sociales. De esta forma, cuando se habla del desarrollo de una identidad genérica, no sólo debe pensarse en el proceso de socialización como eje fundamental de dicha identidad, sino también en otra serie de procesos que se vinculan directamente con la cultura. Uno de estos procesos que resulta fundamental en la adquisición de los estereotipos de género por parte de las personas es lo que se conoce como endoculturación, esto es, el proceso a partir del cual la gente absorbe la información sin darse cuenta por medio del lenguaje y otros símbolos. Tal como lo señaló Díaz-Guerrero (1972), el lenguaje y los símbolos que se congregan en los mitos, los refranes y el bagaje cotidiano – reflejo de la cultura – son cruciales en la conformación de las normas y reglas que rigen el comportamiento humano.

Sin embargo, pese a que la socialización y la endoculturación son dos vías fundamentales para transmitir la información que configura las identidades de género, existen otros factores fundamentales. Desde hace dos décadas, la psicología se ha interesado en los determinantes actitudinales de los comportamientos diferenciales entre hombres y mujeres (Deaux & Lewis, 1984; Sutherland & Veroff, 1985). Algunas pautas importantes han sido señaladas en relación con la permanencia de estereotipos y comportamientos estereotipados. A saber, la variable sexo tiene un impacto importante en relación con el grado de estereotipamiento y comportamiento estereotipado que presentan las personas, ya que en términos generales los hombres suelen tener una visión más estereotipada que las mujeres, incluso el estereotipo masculino es mucho más rígido que el femenino (Fernández, 1996). Lo anterior no es resultado de la biología, sino como lo refieren Burín y Meler (1998) resultado de la presión social que resulta diferencial para ambos géneros. Aunado a lo anterior, la edad resulta otro factor crucial, no como marcador biológico, sino como marcador social. De acuerdo con varios autores (Fernández, 1996; Galambos, Almeida, & Petersen, 1990; Ussher, 1991) es en función del ciclo vital, que los roles y estereotipos de género tradicionales parecen sufrir modificaciones importantes, lo que repercute directamente en el tipo de identidad de género que desarrollan las personas. En términos generales, conforme las personas avanzan en edad parecen volverse más flexibles en los roles que juegan, y las convicciones estereotipadas que tienen alrededor de los hombres y de las mujeres decrementan. Lo anterior se explica entre otras razones por las implicaciones sociales que se enfrentan al tener cierta edad; así cuando una mujer enfrenta cambios drásticos como la menopausia y cambios sociales que coinciden con ésta (Ussher, 1991) por ejemplo la independencia de los hijos (“nido vacío”), pueden implicar una transformación en el rol de la mujer como madre y cuidadora del hogar, lo que lleva a una revaloración de su identidad.

Existen además, otras consideraciones en torno al desarrollo de la identidad de género. De acuerdo con Rossan (1987) hay un conjunto de variables que impactan la manifestación de determinada identidad. En primer lugar hace referencia a las expectativas, indicando que una persona en relación con otra, puede evaluar de manera diferente el mismo conjunto de comportamientos y carácterísticas, dando prioridad a un tipo de identidad. Una siguiente variable es la de la comparación social. Como lo han indicado otros autores (p.E. Festinger, 1954; Rosenberg, 1982) el comparar nuestra conducta con la de otros puede generar modificaciones importantes en la misma. Por ejemplo, si una persona observa que un compañero de trabajo es empático, externa sus sentimientos, comparte la emoción de otros, etc., y esto promueve que todos se lleven bien con tal colega, la persona que evalúa tal situación puede comparar su conducta con dicho parámetro y evaluar qué es más benéfico. De esta manera, la identidad de género que desarrollan las personas puede verse editada en función de la comparación y evaluación de los costos y beneficios que se obtienen al poseer rasgos determinados y ejecutar conductas específicas. Seguidamente, una tercera variable que resulta importante, es la interpretación personal de los propios cambios físicos y fisiológicos que ocurren a través de diferentes momentos de la vida. Lo anterior en términos de que dichos cambios pueden tener diferentes significados acotados por el entorno sociocultural. Dependiendo del contexto, los significados y consecuencias de determinados rasgos y comportamientos pueden ser positivos o negativos, por lo que la cultura se vincula directamente con esta interpretación y evaluación. Por último, debe tomarse en consideración la influencia que tienen variables como la raza, el nivel educativo, el nivel socio-económico, la participación en la fuerza laboral, etc., pues se han detectado cambios importantes en la identidad de género de las personas en función de estas variables (p.E. Barbera, 1991; García & Oliveira, 1994; Katz, 1986).

En resumen el desarrollo de la identidad de género es un proceso complejo, dinámico y multifactorial, que involucra no una, sino múltiples variables tanto culturales, sociales e individuales. En gran medida, la socialización y la endoculturación juegan un papel muy importante pero no son los únicos factores que intervienen. La identidad no es una tarea de la infancia sino un proceso continuo y permanente, sujeto a los cambios que observamos en los otros, a los contextos sociales, a las experiencias individuales y por supuesto vinculadas también a los costos y ganancias que se desprenden de ésta.

Referencias

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