El príncipe de Maquiavelo ideas principales

Todos los Estados, todas las dominaciones que han ejercido y ejereen soberanía sobre los hombres, han sido y son repúblicas o principados. Los principados son, o hereditarios, cuando una misma farmilia ha reinado en ellos largo tiempo, o nuevos. Los nuevos, o lo son del todo, como lo fue Milán bajo Francisco Sforza, o son como rniembros agregados al Estado hereditario del príncipe que los adquiere, como es el reino de Nápoles para cl rey de España. Los dominios así adquiridos están acostumbrados a vivir bajo un príncipe o a ser libres; y se adquieren por las armas propias o por las ajenas, por la suerte o por la virtud.

Dejaré a un lado el discutir sobre las repúblicas porque ya en otra ocasión lo he hecho extensamente. Me dedicaré solo a los principados, para ir tejiendo la urdimbre de mis opiniones y establecer cómo pueden gobernarse y conservarse tales principados. En primer lugar, me parece que es más fácil conserver un Estado hereditario, acostumbrado a una dinastía, que uno nuevo, ya que basta con no alterar el orden establecido por los príncipes anteriores, y contemporizar después con los cambios que puedan producirse. De tal modo que, si el príncipe es de mediana inteligencia, se mantendrá siempre en su Estado, a menos que una fuerza arrolladora lo arroje de él; y aunque así sucediese, sólo, tendría que esperar; para reconquistarlo, a que el usurpador stifriera. El primer tropiezo. Tenemos en Italia, por ejemplo, al duque de Ferrara, que no resistió los asaltos de los venecianos en el 84 (1484) ni los del papa Julio en el 10 (1510), por motivos distintos de la antigüedad de su soberanía en el dominio. Porque el príncipe natural tiene menos razones y menor necesidad de ofender: de donde es lógico que sea más amado; y a menos que vicios excesivos le atraigan el odio, es razonable que le quieran con naturalidad los suyos. Y en la antigüedad y continuidad de la dinastía se borran los recuerdos y los motivos que la trajeron, pues un camibio deja siempre la piedra angular para la edificación de otro.

Pero las dificultades existen en los principados nuevas. Y si no es nuevo del todo, sino como miembro agregado a un conjunto anterior, que puede llamarse así mixto, sus incertidumbres nacen en primer lugar de una natural dificultad que se eneuentra en todos los principados nuevos. Dificultad que estriba en que los hombres cambian con gusto de Señor, creyendo mejorar; y esta creencia los impulsa a tornar las armas contra él; en lo cual se engañan, pues luego la experiencia les enseña que han empeorado. Esto resulta de otra necesidad natural y común que hace que el príncipe se vea obligado a ofender a sus nuevos súbditos, con tropas o con mil vejaciones que el acto de la conquista lleva consigo. De modo que tienes por enemigos a todos los que has ofendido al ocupar el principado, y no puedes. Conserver como amigos a los que te han ayudado a conquis- tarlo, porque no puedes satisfacerlos como ellos es- peraban, y puesto que les estás obligado, tampoco puedes emplear medicines fuertes contra ellos; porque siempre, aunque se descanse en ejércitos poderosísimos, se tiene necesidad de la colaberación de los “provincianos” para entrar en una provincia. Por estas razones, Luis XII, rey de Francia, ocupó rápidamente a Milán, y rápidamente lo perdió; y bastaron la primera vez para arrebatárselo las mismas fuerzas de Ludovico Sforza; porque los pueblos que le habían abierto las puertas, al verce defraudados en las esperanzas que sobre el bien futuro habían abrigado, no podían soportar con resignación las imposiciones del nuevo príncipe. Bien es cierto que los territorios rebelados se pierden con más dificultad cuando se conquistan por segunda vez, porque el señor, aprovechándose de la rebelión, vacila me- nos en asegurar su poder castigando a los delincuentes, vigilando a los sospechosos y reforzando las partes más débiles. De modo que, si para hacer perder Milán a Francia bastó la pri- mera vez un duque Ludovico que hiciese un poco de ruido en las fronteras, para hacércelo perder la segunda se necesitó que todo el mundo se concertase en su contra, y que sus ejérecitos fuesen aniquilados y arrojados de Italia, to cual se explica por las razones antedichas. Desde luego, Francia perdió a Milán tanto la primera conmo la segunda vez. Las razones generales de la primera ya han sido diseurridas; quedan ahora las de la segunda, y queda el ver los medios de que disponía o de que hubiese podido disponer alguien que se encontrara en cl lugar de Luis XII para conservar la conquista mejor que él. Estos Estados, que al adquirirse se agregan a uno más antiguo, o son de la misma provincia y de la misma lengua, o no to son. Cuando to son, es muy fácil conservarlos, sobre todo cuando no están acostumbrados a vivir libres, y para afianzarse en cl poder, basta con haber borrado la línea del príncipe que los gobernaba, porque, por lo demás, y siempre que se respeten sus costumbres y las ventaias de que gozaban, los hombres permanceen sosegados, como se ha visto en cl caso de Borgoñla, Bretaña, Gascuña y Normandía, que están sujetas a Francia desde hace tanto tiempo; y aun cuando hay alguna diferencia de idioma, sus costumbres son parecidas y pueden convivir en buena armonía. Y quien los adquiera, si desea conservarlos, debe tener dos cuidados: primero, que la descendencia del anterior príncipe desaparezca; después, que ni sus leyes ni sus tributos sean alterados. Y se verá que en brevisimo tiempo el principal adquirido pasa a constituir un solo y mismo cuerpo con el principado conquistador. Pero cuando se adquieren Estados en una provincia con idioma, costumbres y organización diferentes, surgen entonces las dificultades y se hace precisa mucha suerte y mucha habilidad para conservarlos; y uno de los Señores y más eficaces remedios sería que la persona que los adquiera fuese a vivir en ellos. Esto haría más segura y más duradera la posesión. Como ha heeho cl Turco con Grecia; ya que, a despecho de todas las disposiciones tomadas para conserver aquel Estado, no habría conseguido retenerlo si no hubiese ido a establecerse allí. Porque, de esta manera, se ven nacer los desórdenes y se los puede reprimir con prontitud; pero, residiendo en otra parte, se entera uno cuando ya son grandes y no tienen remedio. Además, los representantes del príncipe no pueden saquear la provincia, y los súbditos están mis satisfechos porque pueden recurrir a él fácilmente y tienen más oportunidades para amarlo, si quieren ser buenos, y para temerlo, si quieren proceder de otra manera. Los extranjeros que desearan apoderarse del Estado tendrían mis respeto; de modo que, habitando en él, solo con muchísima dificultad podrá perderlo. Otro buen remedio es mandar colonias a uno o dos lugares que sean come llaves de aquel Estado; porque es precise hacer esto o mantener numerosas tropas. En las colo- nías no se gasta mucho, y con esos pocos gastos se las gobierna y conserva, y sólo se perjudica a aquellos a quienes se arrebatan los campos y las casas para darlos a los nuevos habitantes, que forman una mínima parte de aquel Estado. Y come los damnificados son pobres y andan dispersos, jamás pueden significar peligro; y en cuanto a los demás, como por una parte no tienen motivos para considerarse perjudicados, y por la otra temen incurrir en falta y exponerse a que les suceda lo que a los despojados, se quedan tranquilos. Concluyo que las colonias no cuestan, que son mis fieles y entrañan menos peligro; y que los damnificados no pueden causar molestias, porque son pobres y están aislados, come ya he dicho. Ha de notarse, pues, que a los hombres hay que conquistarlos o elirninarlos, porque si se vengan de las ofensas leves, de las graves no pueden; así que la ofensa que se ha- ga al hombre debe ser tal, que le resulte imposible vengarse. Si en vez de las colonias se emplea la ocupaci6n militar, el gasto es mucho mayor, porque el mantenimiento de la guardia absorbe las rentas del Estado y la adquisición se convierte en pérdida, y, además, se perjudica e incomoda a todos con el frecuente cambio del alojamiento de las tropas. Incomodidad y perjuicio que todos sufren, y por los cuales todos se vuelven enemigos; y son enemigos que deben temerse, aun cuando permanezcan encerrados en sus casas. La ocupación militar es, pues, desde cualquier punto de vista, tan inúitil como útiles son las colonias. El príncipe que anexe una provincia de costumbres, lengua y organización distintas a las de la suya, debe también convertirse en paladín y defensor de los vecinos menos po- derosos, ingeniarse para debilitar a los de mayor poderío y cuidarse de que, bajo ningún pretexto, entre en su Estado un extranjero tan poderoso como él. Porque siempre su- cede que el recién llegado se pone de parte de aquellos que, por ambición o por miedo, están descontentos de su gobierno, como ya se vio cuando los etolios llamaron a los romanos a Grecia: los invasores entraron en las demás provincias llamados por sus propios habitantes. Lo que ocurre comúnmente es que, no bien un extranjero poderoso entra en una provincia, se le adhiren todos los que sienten envidia del que es más fuerte entre ellos, de modo que el extranjero no necesita gran fatiga para ganarlos a su causa, ya que en seguida y de buena gana forman un bloque con el Estado invasor. Sólo tiene que preocuparse de que después sus aliados no adquieran demasiada fuerza y autori- dad, cosa que puede hacer fácilmente con sus tropas, que abatirán a los poderosos y lo dejarán árbitro único de la provincia. El que, en lo que a esta parte so refie- re, no gobierne bien perderá muy pronto lo que hubiere conquistado, y aun cuando lo conserve, tropezará con infinitas dificultades y obstáculos. Los romanos, en las provinces do las cuales se hicieron dueños, observaron perfectamente estas reglas. Establecieron colonias, respetaron a los menos poderosos sin aumentar su poder, avasallaron a los poderosos y no permitieron adquirir influencia on el país a los extranjeros poderosos. Y quiero que me baste lo sucedido en la provincia do Grecia como ejemplo. Fueron respetados acayos y etolios, fue sometido el reino de los macedonios, fue expulsado Antíoco, y nunea los méritos que hicieron acayos o etolios los llevaron a permitirles expansión alguna, ni las palabras do Filipo los indujeron a tenerlo como amigo sin someterlo, ni el poder do Antíoco pudo hacer que consintiesen en darle ningún Estado en la provincia. Los romanos hicieron en estos casos lo que todo príncipe prudente debe hacer, lo cual no consiste sim- plemente en preocuparse de los desórdenes presentes, sino también de los futuros, y de evitar los primeros a cualquier precio. Porque previnidndolos a tiempo so pueden remediar con facilidad; pero si se espera que progresen, la medicina llega a doshora, pues la enfermedad se ha vuelto incurable. Sucede lo que los médicos dicen del tísico: que al principio su mal es difícil do conocer, pero fácil de curar, mientras que, con el transcurso del tiempo, al no haber sido conocido ni atajado, se vuelve ficil de conocer, pero difícil do curar. Así pasa en las cosas del Estado: los males que nacen on él, cuando se los descubre a tiempo, lo que sólo es dado al hombre sagaz, se los cura pronto; pero ya no tienen remedio cuando, por no haberlos advertido, se los deja crecer hasta el punto de que todo el mundo los ve. Pero como los romanos vieron con tiempo los inconvenientes, los remediaron siempre, y jamás les dejaron seguir su curso por evitar una guerra, porque sabían que una guerra no se evita, sino que se difiere para provecho ajeno. La declaración, pues, a Filipo y a Antioco en Grecia, para no verse obligados a sostenerla en Italia; y aunque entonces podían evitaría tanto en una como en otra parte, no lo quisieron. Nunca fueron partidarios de ese consejo, que está en boca de todos los sabics de nuestra época: hay que esperarlo todo del tiempo”; prefirieron confiar en su prudencia y en su valor, no ignorando que el tiempo puede traer cualquier cosa consigo, y que puede engendrar tanto el bien como el mal, y tanto el mal como el bien. Pero volvamos a Francia y examinemos si se ha hecho algo de lo dicho. Hablaré, no de Carlos, sino de Luis, es decir, de aquel que, por haber dominado más tiempo en Ita- liá, nos ha permitido apreciar major su conducta. Y se verá cómo ha hecho to contrario de lo que debe hacerse para conserver un Estado de distinta nacionalidad. El rey Luis fue llevado a Italia por la ambición de los venecianos, que querían, gracias a su intervención, conquistar la mitad de Lombardía. Yo no pretendo censurar la decisión tomada por el rey, porque si tenia cl propósito de empezar a introducirse en Italia, y carecía de amigos, y todas las puertas se le cerraban a causa de los desmanes del rey Carlos, no podía menos que aceptar las amistades que se le ofrecían. Y habría triunfado en su designio si no hubiese cometido error alguno en sus medidas posteriores. Conquistada, pues, la Lombardía, el rey pronto recobró para Francia la reputación que Carlos le babía hecho perder. Génova cedió; los florentinos le brindaron su amistad; el marqués de Mantua, cl duque de Ferrara, los Bentivoglio, la señora de Furli, los señores de Faenza de Pésaro, de Rímini, de Camerino y de Piombino, los luqueses, los paisanos y los sieneses, todos trataron de convertirse en sus amigos. Y entonces pudieron comprender los venecianes la temeridad de su ocurrencia: para apo- derarse de dos ciudades de Lombardía, hicieron al rey dueño de las dos terceras partes de Italia. Considérese ahora con qué facilidad el rey podía conserver su influencia en Italia, con tal de haber observado las reglas enunciadas y defendido a sus amigos, que, por ser numerosos y débiles, y temer unos a los venecianos y otros a la Iglesia, estaban siempre necesitados de su apoyo; y por medio de ellos contener sin dificultad a los pocos enemigos grandes que quedaban. Pero pronto obró al revés en Milán, al ayudar al papa Alejandro para que ocupase la Romaña. No advirtió de que con esta medida perdía a sus amigos y a los que se habían puesto bajo su protección, y al par que debilitaba sus propias fuerzas, engrandecía a la Iglesia, añadiendo tanto poder temporal al espiritual, que ya bastante autoridad le daba. Y cometido un primer error, hubo que seguir por el mismo camino; y para pener fin a la ambición de Alejandro e impedir que se convir- tiese en señor de Toscana, se vio obligado a volver a Italia. No le bastó haber engrandecido a la Iglesia y perdido a sus amigos, sino que, para gozar tranquilo del reino de Nápoles, lo compartió con cl rey de España; y donde éi era antes árbitro único, puso un compañero para que los ambiciosos y descontentos de la provincia tuviesen a quien recurrir; y donde podía haber dejado a un rey tributario, llamó a alguien que podía echarlo a él. El ansia de conquista es, sin duda, un sentimiento muy natural y común, y siempre que lo hagan los que pueden, antes serán alabados que censurados; pero cuando intentan hacerlo a toda costa los que no pueden, la censura es lícita. Si Francia podía, pues, con sus fuerzas apoderarse de Nápoles, debía hacerlo., y si no podía, no debía dividirlo. Si el reparto que hizo de Lombardía con los venecianos era excusable porque le permitió entrar en Italia, lo otro, que no estaba justificado por ninguna necesidad, es reprobable. Luis cometió, pues, cinco faltas: aniquiló a los débiles, aumentó el poder de un poderoso de Italia, introdujo en ella a un extranjero más poderoso aún, no se estableció en et territorio conquistado y no fundó colonias. Y, sin embargo, estas faltas, por lo menos en vida de él podían no haber traído consecuencias desastrosas si no hubiese co- rnetido la sexta, la de despojar de su Estado a los venecianos. Porque, en vez de hacer fuerte a la lgiesia y de poner a España en Italia, era muy razonable y hasta necesario que las sometiese; pero cometido el error, nunca debió consentir en la ruina de los venecianos, pues poderosos como eran, habrían mantenido a los otros siempre distantes de toda acción contra Lombardía, ya porque no lo hubiesen permitido sino para ser ellos mismos los dueños, ya porque los otros no hubiesen querido arrebatársela a Francia para dársela a los venecianos, y para atacar a ambos a la vez les hubiera faltado audacia. Y si alguien dijese que el rey Luis cedió la Romaña a Alejandro Nápoles a España para evitar la guerra, contestaría con las razones arriba enunciadas: que para evitar una guerra nunca se debe dejar que un desorden siga su curso, porque no se la evita, sino se la posterga en perjuicio propio. Y si otros alegasen que el rey había prometido al papa ejecutar la empresa en su favor para obtener la disolución de su matrimonio y el capelo de Ruán, respondería con lo que más adelante se dirá acerca de la fe de los príncipes y del modo de observarla. El rey Luis ha perdido, pues, la Lombardía por no haber seguido ninguna de las normas que siguieron los que conquistaron provincias y quisieron conservarlas. No se trata de milagro alguno, sino do un hecho muy natural y lógico. Así se lo dije en Nantes cl cardenal de Ruán mientras que “el Valentino” como era llamado por el pueblo César Borgia, hijo del papa Alejandro, ocupaba la Romaña. Como me dijera el cardenal de Ruán que los italianos no entendían nada do las cosas de la guerra, yo tuve que contestarle que los franceses entendían menos de las que se refieren al Estado, porque de lo contrario no hubiesen dejado que la lgiesia adquiriese tanta influencia. Y ya se ha visto cómo, después de haber contribuido a crear la grandeza de la Iglesia y de España en Italia, Francia fue arruinada por ellas. De lo cual se infiere una regla general que rara vez o nunca falla: que el que ayuda a otro a hacerse poderoso causa su propia ruina. Porque es natural que el que se ha vuelto poderoso recele de la misma astucia o de la misma fuerza gracias a las cuales se lo ha ayudado.

Consideradas las dificultades que encierra el conserver un Estado recientemente adquirido, alguien podría preguntarse con asombro a qué se debe que, hecho Alejandro Magno dueño do Asía en pocos años, y muerto apenas ocupada, sus sucesores, en circunstancias en que hubiese sido muy natural que el Estado se rebelase, lo retuvieron on sus manos, sin otros obstáculos que los que por ambición surgieron entre ellos. Contesto que todos los principados de que se guarda memoria han sido gobernados de dos modes distintos: o por un príncipe que elige de entre sus siervos, que lo son todos, los ministros que lo ayudarán a gobernar, o per un príncipe asistido por nobles que, no a la gracia del señrr, sino a la antigüedad de su linaje, deben la posición que ocupan. Estos nobles tienen Estados y súbditos propios, que los reconocen per señores y les tienen natural afección. Mientras que, en los Estados gobernados por un príncipe asistido por siervos, el príncipe goza de mayor autoridad: porque en toda la provincia no se reconoce soberano sine a él, y si se obedece a otro, a quien además no se tienen particular amor, sólo se lo hace per tratarse de un ministro y magistrado del príncipe. Los ejemplos de estas dos clases de gobierno se hallan hoy en el Gran Turco y en el rey de Francia. Toda Turquía esta gobernada per un solo señor, del cual los demás habitantes son siervos; un señor que divide su reino en sanjacados, nombra sus administradores y los cambia y reemplaza a su antojo. En cambio, el rey de Francia está rodeado por una multitud de antiguos nobles que tienen sus prerrogativas, que son reco- nocidos y amados por sus súbditos y que son dueñlos de un Estado que el rey no puede arrebatarles sin exponerse. Así, si se examina uno y otro gobierno, se verá que hay, en efecto, dificultad para conquistar el Estado del Turco, pero que, una vez conquistado, es muy fácil conservarlo. Las razones de la dificultad para apoderarse del reino del Turco residen en que no se puede esperar ser llamado por los príncipes del Estado, ni confiar en que su rebelión facilitará la empresa. Porque, siendo esclavos y deudores del príncipe, no es nada ficil sobornarlos., y aunque se lo consiguiese, de poca utilidad sería, ya que, por las razones enumeradas, los traidores no podrían arrastrar consigo al pueblo. De donde quien piense en atacar al Turco reflexione antes en que hallará el Estado unido, y confíe mas en sus propias fuerzas que en las intrigas ajenas. Pero una vez vencido y derrotado en campo abierto de manera que no pueda rehacer sus ejércitos, ya no hay que tomer sino a la familia del príncipe; y extinguida ésta, no queda nadie que signifique peligro, pues nadie goza de crédito on el pue- blo; y como antes de la victoria el vencedor no podía esperar nada do los ministros del príncipe, nada debe temer después do ella. Lo contrario sucede on los reinos organizados como el de Francia, donde, si to atraes a algunos de los nobles, que siempre existen descontentos y amigos do las mudanzas, fácil te será entrar. Estos, por las razones ya dichas, pueden abrirte cl camino y facilitarte la conquista; pero si quires mantenerla, tropezarás después con infinitas dificultades y tendrás que luchar contra los que te han ayudado y contra los que has oprimido. No bastará que extermines la raza del príncipe: quedarán los nobles, que se harán cabe- cillas do los nuevos movimientos, y como no podrás conformarlos ni matarlos a todos, perderás el Estado en la primera oportunidad que se les presente Ahora, si se medita sobre la naturaleza del gobierno do Darío s advertirá que se parecía mucho al del Turco. Por eso fue preciso que Alejandro fuera a su encuentro y le derribara en campada. Después de la victoria, y muerto Darío, Alejandro quedó dueño tranquilo del Estado, por las razones discurridas. Y si los sucesores hubiesen perma- necido unidos, habrían podido gozar en paz de la conquista, porque no hubo on el reino otros tumultos que los que ellos mismos suscitaron. Pero es impossible gozar con tanta seguridad do un Estado organizado como el de Francia. Por ejernplo, los numerosos principados que había on España, Italia y Grecia explican las frecuentes revueltas contra los romanos; y mientras perduró el recuerdo de su existencia, los romanos nunca estuvieron seguros de su conquista; pero una vez el recuerdo borrado, se convirtieron, gracias a la duración y al poder de su Imperio, en sus seguros dominadores. Y así después pudieron, peleándose entre sí, sacar la parte que les fue posible en aquellas provincias, de acuerdo con la autoridad que tenían en ellas; porque, habiéndose extinguido la familia de sus anti- guos señores, no se reconocían otros dueños que los ro- manos. Considerando, pues, estas cosas, no se asombrará nadie de la facilidad con que Alejandro conservó el Imperio de Asía, y de la dificultad con que los otros conservaron lo adquirido, como Pirro y muchos otros. Lo que no depende de la poca o mucha virtud del conquistador, sino de la naturaleza de lo conquistado.

Hay tres modos de conservar un Estado que, antes de ser adquirido, estaba acostumbrado a regirse por sus propias leyes y a vivir en libertad: primero, destruirlo., después, radicarse en él; por último, dejarlo regir por sus leyes, obligarlo a pagar un tributo y establecer un gobierno compuesto por un corto número de personas, para que se encargue de velar por la conquista. Como ese gobierno sabe que nada puede sin la amistad y poder del príncipe, no ha de reparar en medios para conservarle el Estado. Porque nada hay mejor para conserver -si se la quiere conservar- una ciudad acostumbra- da a vivir libre que hacerla gobernar por sus mismos ciudadanos. Ahí están los espartanos y romanos corno ejemplo de ello. Los espartanos ocuparon a Atenas y Tebas, dejaron en ambas ciudades un gobierno oligárquico, y, sin embargo, las perdicron. Los romanos, para conserver a Capua, Cartago y Numancia, las arrasaron, y no las perdieron. Quisieron conserver a Grecia como lo habían hecho los espartanos, dejándole sus leyes y su libertad, y no tuvicron éxito: de modo que se vieron obligados a destruir muchas ciudades de aquelia provincia para no perderla. Porque, en verdad, el único medio seguro de dominar una ciudad acostumbrada a vivir libre es destruirla. Quien se haga dueño de una ciudad así y no la aplaste, espere a ser aplastado por ella. Sus rebeliones siempre tendrán por baluarte el nombre de libertad y sus antiguos estatutos, cuyo hábito nunca podrá hacerle perder el tiempo ni los beneficios. Por mu- cho que se haga y se prevea, si los habitantes no se separan ni se dispersan, nadie se olvida de aquel nombre ni de aquellos estatutos, y a ellos inmediatamente recurren en cualquier contingencias, como hizo Pisa luego de estar un siglo bajo cl yugo florentino. Pero cuando las ciudades o provincias están acostumbradas a vivir bajo un príncipe, y por la extinción de éste y su linaje queda vacante el gobierno, como por un lado los habitantes estfán habituados a obedecer y por otro no tienen a quién, y no se ponen de acuerdo para elegir a uno de entre ellos, ni saben vivir en libertad, y por último tampoco se deciden a tomar las armas contra el invasor, un príncipe puede fácilmente conquistarlas y retenerlas. En las repúblicas, en cambio, hay más vida, más odio, más ansias de venganza. El recuerdo de su antigua libertad no les concede, no puede concederles un solo momento de reposo. Hasta tal punto que el mejor camino es destruirlas o radicarse en ellas.

Nadie se asombre de que, al hablar de los principados de nueva creación y de aquellos en los que sólo es nuevo el príncipe, traiga yo a colación ejemplos ilustres. Los hombres siguen casi siempre cl carnino abierto por otros y se empeñan en imitar las acciones de los demás. Y aunque no es posible seguir exactamente el mismo camino ni alcanzar la perfección del modelo, todo hombre prudente debe entrar en el camino seguido por los grandes e imitar a los que han sido excelsos, para que, si no los iguala en virtud, por lo menos se les acerque; y hacer como los arqueros experimentados, que, cuando tienen que dar en blanco muy lejano, y dado que conocen el alcance de su arma, apuntan por sobre él, no para llegar a tanta altura, sino para acertar donde se lo proponían con la ayuda de mira tan elevada. Los principados de nueva creación, donde hay un príncipe nuevo, son más o menos difíciles de conservar según que sea más o menos hábil el príncipe que los adquiere. Y dado que el hecho de que un hombre se convierta de la nada en príncipe presupone necesariamente talento o suerte, es de creer que una u otra de estas dos cosas allana, en parte, muchas dificultades. Sin embargo, el que menos ha confiado en el azar es siempre el que más tiempo se ha conservado en su conquista. También facilita enormemente las cosas el que un príncipe, al no poseer otros Estados, se vea obligado a establecerse en el que ha adquirido. Pero quiero referirme a aquellos que no se convir- tieron en príncipes por cl azar, sino por sus virtudes. Y digo entonces que, entre ellos, loa más ilustres han sido Moisés, Ciro, Rómulo, Teseo y otros no menos grandes. Y aunque Moisés sólo fue un simple agente de la voluntad de Dios, merece, sin embargo, nuestra admiración, siquiera sea por la gracia que lo hacia digno de hablar con Dios. Pero también son admirables Ciro y todos los demás que han adquirido o fundado reinos; y si iuzgamos sus hechos y su gobierno, hallaremos que no deslucen ante los de Moisés, que tuvo tan gran preceptor. Y si nos detenemos a estudiar su vida y sus obras, descubriremos que no deben a la fortuna sino el haberles proporcionado la ocasión propicia, que fue el material al que ellos dieron la forma conveniente. Verdad es que, sin esa ocasión, sus méritos de nada hubicran valido; pero también es cierto que, sin sus méritos, era inútil que la ocasión se presentara. Fue, pues,. Necesario que Moisés hallara al pueblo de Israel esclavo y oprimido por los egipcios para que ese pueblo, ansioso de salir de su sojuzgamiento, se dispusiera a seguirlo. Se hizo menester que Rómulo no pudiese vivir en Alba y estuviera expuesto desde su nacimiento, para que llegase a ser rey de Roma y fundador de su patria. Ciro tuvo que ver a los persas des- contentos de la dominación de los medas, y a los medas flojos e indolentes como consecuencia de una larga paz. No habría podido Teseo poner de manifestó sus virtudes si no hubiese sido testigo de la dispersión de los atenienses. Por lo tanto, estas ocasiones permiticron que estos hombres realizaran felizmente sus designios, y, por otro lado, sus méritos permiticron que las ocasiones rindieran provecho, con lo cual llenaron de gloria y de dicha a sus patrias. Los que, por caminos semejantes a los de aquéllos, se convierten en príncipes adquieren el principado con dificultades, pero lo conservan sin sobresaltos. Las dificultades nacen en parte de las nuevas leyes y costumbres que se ven obligados a im- plantar para fundar el Estado y proveer a su seguridad. Pues debe considerarse que no hay nada más difícil de emprender, ni mis dudoso de hacer. Triunfar, ni más peligroso de manejar, que el introducir nuevas leyes. Se explica: el innovator se transforma en enemigo de todos los que se beneficiaban con las leyes antiguas, y no se granjea sino la amistad tibia de los que se beneficiarán con las nuevas. Tibieza en éstos, cuyo origen es, por un lado, el temor a los que tienen de su parte a la legislación antigua, y por otro, la incredulidad de los hombres, que nunca fían en las cosas nuevas hasta que ven sus frutos. De donde resulta que, cada vez que los que son enemigos tienen oportunidad para atacar, lo hacen enérgicamente, y aquellos otros asumen la defensa con tibieza, de modo que se expone uno a caer con ellos. Por consiguiente, si se quiere analizar bien esta par- te, es preciso ver si esos innovadores lo son por si mismos, o si dependen de otros; es decir, si necesitan recurrir a ta súplica para realizar su obra, o si pue- den imponerla por la fuerza. En cl primer caso, fracasan siempre, y nada queda de sus intenciones, pero cuando sólo dependen de sí mismos y pueden actuar con la ayuda de la fuerza, entonces rara vez dejan de conseguir sus propósitos. De donde se explica que todos los profetas armados hayan triunfado, y fracasado todos los que no tenían armas. Hay que agregar, además, que los pueblos son tornadizos; y que, si es fácil convencerlos de algo, es difícil mantenerlos fieles a esa convicción, por lo cual conviene estar preparados de tal manera, que, cuando ya no crean, se les pueda hacer creer por la fuerza. Moisés, Ciro, Teseo y Rómulo no habrían podido hacer respetar sus estatutos durante mucho tiempo si hubiesen estado desarmnados. Como sucedió en nuestros a Fray Jerónimo Savonaro- la, que fracasó en sus innovaciones en cuanto la gente empezó a no creer en ellas, pues se encontró con que carecía de medios tanto para mantener fieles en su creencia a los que habían creído como para hacer creer a los incrédulos. Hay que reconocer que estos revolucionarios tropiezan con serias dificultades, que todos los peligros surgen en su camino y que sólo con gran valor pueden superarlos; pero vencidos los obstáculos, y una vez que han hecho desaparecer a los que tenían envidia de sus virtudes, viven poderosos, seguros, honrados y felices. A tan excelsos ejemplos hay que agregar otro de menor jerarquía, pero que guarda cierta proporción con aquéllos y que servirá para todos los de igual clase. Es el de Hierón de Siracusa, que de simple ciudadano llegó a ser príncipe sin tener otra deuda con el azar que la ocación; pues los siracusanos, oprimidos, lo nombraron su capitán, y fue entonces cuando hizo méritos suficientes para que lo eligieran príncipe. Y a pesar de no ser noble, dio pruebas de tantas virtudes, que quien ha escrito de él ha dicho: “quod nihil illi deerat ad regnandum praeter regnum”. Licenció el antiguo ejército y creó uno nuevo; dejó las amistades viejas y se hizo de otras; y así, rodeado por soldados y amigos adictos, pudo construir sobre tales cimientos cuanto edificio quiso; y lo que tanto le había costado adquirir, poco le cósto conservar.

Los que sólo por la suerte se convierten en príncipes poco esfuerzo necesitan para llegar a serlo, pero no se mantienen sino con muchísimo. Las dificultades no surgen en su camino, porque tales hombres vuelan, pero se presentan una vez instalados. Me refiero a los que compran un Estado o a los que lo obtienen como regalo, tal cual suce- dió a muchos en Grecia, en las ciudades de Jonia y del Helesponto, donde fueron hechos príncipes por Dario a fin de que le conservasen dichas ciudades para su seguri- dad y gloria; y como sucedió a muchos emperadores que llegaban al trono corrompiendo los soldados. Estos príncipes no se sostienen sino por la voluntad y la fortuna –cosas ambas mudables e inseguras– de quienes los elevaron; y no saben ni pueden conserver aquella dignidad. No saben porque, si no son hombres de talento y virtudes superiores, no es presumible que conozean cl arte del mando, ya que han vivido siempre como simples ciudadanos; no pueden porque carecen de fuerzas que puedan serles adictas y fieles. Por otra parte, los Estados que nacen de pronto, como todas las cosas de la naturaleza que brotan y crecen precozmente, no pueden tener raíces ni sostenes que los defiendan del tiempo adverso; salvo que quienes se han convertido en forma tan súibita en príncipes se pongan a la altura de lo que la fortuna ha depositado en sus manos, y sepan prepararse inmediatamente para conservarlo, y echen los cimientos que cualquier otro echa antes de llegar al principado. Acerca de estos dos modos de llegar a ser príncipe –por méritos o por suerte–, quiero citar dos ejemplos que perduran en nuestra memoria: el de Francisco Sforza y cl de César Borgia. Francisco, con los inedios que correspondían y con un gran talento, de la nada se convirtió en duque de Milán, y conservó con poca fatiga lo que con mil afanes había conquistado. En cl campo opuesto, César Borgia, llamado duque Valentino por el vulgo, adquirió el Estado con la fortuna de su padre, y con la de éste lo perdió, a pesar de haber empleado todos los medios imaginables y de haber hecho todo lo que un hombre prudente y hábil debe hacer para arraigar en un Estado que se ha obtenido con armas y apoyo ajenos. Porque, como ya he dicho, el que no coloca los cimientos con anticipación podría colocarlos luego si tiene talento, aun con riesgo de disgustar al arquitecto y de hacer peligrar el edificio. Si se examinan los progresos del duque, se verá que ya había echado las bases para su futura grandeza; y creo que no es superfluo hablar de ello, porque no sabría qué mejores consejos dar a un príncipe nuevo que el ejemplo de las medidas tomadas por él. Que si no le dieron el resultado apetecido, no fue culpa suya, sino producto de un extraordinario y extremado rigor de la suerte. Para hacer poderoso al duque, su hijo, tenía Alejandro VI que luchar contra grandes dificultades presences y futuras. En primer lugar, no veía manera de hacerlo señor de algún Estado que no fuese de la Iglesia; y sabía, por otra parte, que ni el duque de Milán ni los venecianos le consentirían que desmembrase los territories de la Iglesia, porque ya Faenza y Rímini estaban bajo la protección de los venecianos. Y después veía que los ejércitos de Italia, y especialmente aquellos de los que hubiera podido servirse, estaban en manos de quienes debían temer el engrandecimiento del papa; y mal podía fiarse de tropas mandadas por los Orsini, los Colonna y sus aliados. Era, pues, necesario remover aquel estado de cosas y desorganizar aquellos territorios para apoderarse sin riesgos de una parte de ellos. Lo que le fue fácil, porque los venecianos, movidos por otras razones, habían invitado a los franceses a volver a Italia; lo cual no sólo no impidió, sino facilitó con la disolución del primer matrimonio del rey Luis. De suerte que cl rey entró en Italia con la ayuda de los venecianos y el consentimiento de Alejandro. Y no había llegado aún a Milán cuando el papa obtuvo tropas de aquél para la empresa de la Romaña, a la que nadie se opuso gracias a la autoridad del rey. Adquirida, pues, la Romaña por el duque, y derrotados los Colonna, se presentaban dos obstáculos que impedían conservarla y seguir adelante. Uno, sus tropas, que no le parecían adictas; el otro, la voluntad de Francia. Temía que las tropas de los Orsini, de las cuales se había valido, le faltasen en el momento preciso, y no sólo le impidiesen conquistar más, sino que le arrebatasen lo conquistado; y otro tanto temía del rey. Tuvo una prueba de lo que sospechaba de los Orsini cuando, después de la toma de Faenza, asaltó a Bolonia, en cuyas eircunstancias los vio batirse con friaidad. En lo que respecta al rey, descubrió sus intenciones cuando, ya dueño del ducado de Urbino, so vió obligado a renunciar a la conquista de Toscana por su intervención. Y entonces decidió no depender más de la fortuna y las armas ajenas. Lo primero que hizo fue debilitar a los Orsini y a los Colonna on Roma, ganándose a su causa a cuantos nobles les eran adictos, a los cuales señaló crecidos sueldos y honró de acuerdo con sus méritos con mandos y administraciones, de modo que en pocos meses el afecto que tenían por aquéllos se volvió por entero hacia el duque. Después de lo cual, y dispersado que, hubo a los Colonna, esperó la ocasión de terminar con los Orsini. Oportunidad que se presentó bien y que él aprovechó mejor. Los Orsini, que muy tarde habían comprendido que la grandeza del duque y de la Iglesia generaba su ruina, celebraron una reunión en Magione, en el territorio de Perusa, de la que nacieron la rebelión de Urbino, los tumultos de Romaña y los infinitos peligros por los cuales atravesó el duque; pero éste supo conjurar todo con la ayuda de los franceses. Y restaurada su autoridad, el duque, que no podía fiarse do los franceses ni de los demás fuerzas extranjeras, y que no se atrevía a desafiarlas, recurrió a la astucia; y supo disimular tan bien sus propósitos, que los Orsini, por intermedio del señor Paulo -a quien el duque colmó de favores para conquistarlo, sin escatimarle dinero, trajes ni caballos-, se reconciliaron inmediatamente, hasta tal punto, que su candidez los llevó a caer en sus manos en Sinigaglia. Exterminados, pues, estos jefes y convertidos los partidarios de ellos en amigos suyos, el duque tenia construidos sólidos cimientos para su poder futuro, mixime cuando poseía toda la Romaña y el ducado de Urbino y cuando se había ganado la buena voluntad de esos pueblos, a los cuales empezaba a gustar el bienestar de su gobierno. Y porque esta parte es digna de mención y de ser imitada por otros, conviene no pasarla por alto. Cuando el duque se encontró con que la Romaña conquistada estaba bajo el mando de señores ineptos que antes despojaban a sus súbditos que los gobernaban, y que más les daban motivos de desunión que de unión, por lo cual se sucedían continuamente los robos, las riñas y toda clase de desórdenes, juzgó necesario, si se quería pacificarla y volverla dócil a la voluntad del príncipe, dotarla de un gobierno severo. Eligió para esta misión a Ramiro de Orco, hombre cruel y expeditivo, a quien dio plenos poderes. En poco tiempo impuso éste su autoridad, restableciendo la paz y la unión. Juzgó entonces el duque innecesaria tan excesiva autoridad, que podía hacerse odiosa, y creó en el centro de la provincia, bajo la presidencia de un hombre virtuosísimo, un tribunal civil en el cual cada ciudadano tenia su abogado. Y como sabía que los rigores pasados habían engendrado algún odio contra su persona, quiso demostrar, para aplacar la animosidad de sus súbditos y atraérselos, que, si algún acto de crueldad se había cometido, no es debía a él, sino a la salvaje naturaleza del ministro. Y llegada la ocasión, una mañana lo hizo exponer en la plaza de Cesena, dividido en dos pedazos clayados en un palo y con un cuchillo cubierto de sangre al lado. La ferocidad de semejante especticulo dejó al pueblo a la vez satisfecho y estupefacto. Pero volvamos al punto de partida. Encontrábase el duque bastante poderoso y a cubierto en parte de todo peligro presente, luego de haberse armado en la necesaria medida y de haber aniquilado los ejércitos que encerraban peligro inmediato, pero le faltaba, si quería continuar sus conquistas, obtener el respeto del rey de Francia, pues sabía que el rey, aunque advertido tarde de su error, trataría de subsanarlo. Empezó por ello a buscarse amistades nuevas, y a mostrarse indeciso con los franceses cuando estos se dirigieron al reino de Nápoles para luchar contra los españoles que sitiaban a Gaeta. Y si Alejandro hubiese vivido aún, su propósito de verse libre de ellos no habría tardado en cumplirse. Este fue su comportamiento en lo que se refiere a los hechos presentes. En cuanto a los futuros, tenía sobre todo que evitar que el nuevo sucesor en el Papado fuese enemigo suyo y le quitase lo que Alejandro le había dado. Y pensó hacerlo por cuatro medios distintos: primero, exterminando a todos los descendientes de los señores a quienes había despojado, para que el papa no tuviera oportunidad de restablecerlos. Segundo, atrayéndose a todos los nobles de Roma, para oponerse, con su ayuda, a los designios del papa. Tercero, reduciendo el Colegio a su voluntad, hasta donde pudiese. Cuarto, adquiriendo tanto poder, antes que el papa muriese, que pudiera por sí mismo resistir un primer ataque. De estas cuatro cosas, ya había realizado tres a la muerte de Alejandro, la cuarta estaba concluida. Porque señores despojados mató a cuantos pudo alcanzar, y muy pocos se salvaron; y contaba con nobles romanos ganados a su causa; y en el Colegio gozaba de gran influencia. Y por lo que toca a las nuevas conquistas, tramaba apoderarse de Toscana, de la cual ya poseía a Perusa y Piombino, aparte de Pisa, que se había puesto bajo su protección. Y en cuanto no tuviese que guardar mis miramientos con los franceses (que de hecho no tenia por qué guardárselos, puesto que ya los franceses habían sido despojados del Reino por los españoles, y que unos y otros necesitaban comprar su amistad), se echaría sobre Pisa. Después de lo cual Luca y Siena no tardarían en ceder, primero por odio contra los florentinos, y después por miedo al duque; y los florentinos nada podrían hacer. Si hubiese logrado esto (aunque fuera el mismo año de la muerte de Alejandro), habría adquirido tanto poder y tanta autoridad, que se hubiera sostenido por sí solo, y no habría dependido más de la fortuna ni de las fuerzas ajenas, sino de su poder y de sus méritos. Pero Alejandro murió cinco años después de que el hijo empezara a desenvainar la espada. Lo dejaban con tan sólo un Estado afianzado: el de Romaña, y con todos los demás en el aire, entre dos poderesos ejércitos enemigos, y enfermo de muerte. Pero había en el duque tanto vigor de alma y de cuerpo, tan bien sabía cómo se gana y se pierde a los hombres, y los cimientos que echara en tan poco tiempo eran tan sólidos, que, a no haber tenido dos ejércitos que lo rodeaban, o simplemente a haber estado sano, se hubiese sostenido contra todas las dificultades. Y si los cimientos de su poder eran seguros o no, se vio en seguida, pues la Romaña lo esperó más de un mes: y, aunque estaba medio muerto, nada se intentó contra él, a pesar de que los Baglioni, los Vitelli y los Orsini habían ido allí con ese propósito; y si no hizo papa a quien quería, obtuvo por lo menos que no lo fuera quien él no quería que lo fuese. Pero todo le hubiese sido fácil a no haber estado enfermo a la muerte de Alejandro. El mismo me dijo, el dia en que elegido Julio II, que había previsto todo lo que podía suceder a la muerte de su padre, y para todo preparado remedio; pero que nunca había pensado que en semejante circunstancia él mismo podía hallarse moribundo. No puedo, pues, censurar ninguno de los actos del duque; per el contrario, me parece que deben imitarlos todos aquellos que llegan al trono mediante la fortuna y las armas ajenas. Porque no es posible conducirse de otro modo cuando se tienen tanto valor y tanta ambición. Y si sus propósitos no se realizaron, tan sólo fue por su enfermedad y por la brevedad de la vida de Alejandro. El príncipe nuevo que crea necesario defenderse de enemigos, conquistar amigos, vencer por la fuerza o por el fraude, hacerse amar o temer de los habitantes, respetar y obedecer por los soldades, matar a los que puedan perjudicarlo, reemplazar con nuevas las leyes antiguas, ser severo y amable, magnánimo y liberal, disolver las milicias infieles, crear nuevas, conserver la amistad de reyes y príncipes de modo que lo favorezcan de buen grado o lo ataquen con recelos; el que juzgue indispensable hacer todo esto, digo, no puede hallar ejemplos más recientes que los actos del duque. Sólo se lo puede criticar en lo que respecta a la elección del nuevo pontífice, porque, si bien no podía hacer nombrar a un papa adicto, podía impedir que lo fuese este o aquel de los cardenales, y nunea debió consentir en que fuera elevado al Pontificado alguno de los cardenales a quienes había ofendido o de aquellos que, una vez papas, tuviesen que temerle. Pues los hombres ofenden por miedo o por odio. Aquellos a quienes había ofendido eran, entre otros, el cardenal de San Pedro, Advíncula, Colonna, San Jorge y Ascanio; todos los demás, si llegados al solio, debían temerle, salvo el cardenal de Ambaise dado su poder, que nacía del de Francia, y los españoles ligados a él por alianza y obligaciones reciprocas. Por consiguiente, el duque debía tratar ante todo de un- gir papa a un español, y, a no serle posible, aceptar al cardenal de Arnboise antes que el de San Pedro Advíncula. Pues se engaña quien cree que entre personas eminentes los beneficios nuevos hacen olvidar las ofensas antiguas. Se equivocó el. Duque en esta elección, causa última de su definitive ruina.

Pero puesto que hay otros dos modos de llegar a príncipe que no se pueden atribuir enteramente a la fortuna o a la virtud, corresponde no pasarlos por alto, aunque sobre ellos se discurra con más detenimiento donde se trata de las repúblicas. Me refiero, primero, al caso en que se asciende al principado por un camino de perversidades y delitos; y después, al caso en que se llega a ser príncipe por el favor de los conciudadanos. Con dos ejemplos, uno antiguo y otro contemporeánno, ilustraró el primero de estos modos, sin entrar a profundizar demasiado en la cuestión, porque creo que bastan para los que se hallan en la necesidad de imitarlos. El siciliano Agátocles, hombre no só1o de condición oscura, sino baja y abyecta, se convirtió en rey de Siracusa. Hijo de un alfarero, llevó una conducta reprochable en todos los períodos de su vida; sin embargo, acompafió siempre sus maldades con tanto ánimo y tanto vigor físico que entrado en la milicia llegó a ser, ascendiendo grado por grado, pretor de Siracusa. Una vez elevado a esta dignidad, quiso ser príncipe y obtener por la violencia, sin debérselo a nadie, lo que de buen grado le hubiera sido concedido. Se puso de acuerdo con cl cartaginés Amílcar, que se hallaba con sus ejércitos en Sicilia, y una mañana reunió al pueblo y al Senado, como si tuviese que deliberar sobre cosas relacionadas con la república, y a una señal convenida sus soldados mataron a todos los senadores y a los ciudadanos mis ricos de Sira- cusa. Ocupó entonces y supo conservar como príncipe aquella ciudad, sin que se encendiera ninguna Guerra Civil por su causa. Y aunque los cart.Tgineses lo sitiaron dos veces y lo derrotaron por último, no sólo pudo defender la ciudad, sino que, dejando parte de sus tropas para que contuvieran a los sitidores, con cl resto invadió el África; y en poco tiempo levantó el sitio de Siracusa y puso a los cartagineses en tales aprietos, que se vieron obligados a pactar con él, a conformarse con sus posesiones del África y a dejarle la Sicilia. Quien estudie, pues, las acciones de Agátocles y juzgue sus méritos muy poco o nada encontrará que pueda atribuir a la suerte; no adquirió la soberanía por el favor de nadie, como he dicho más arriba, sino merced a sus grados militares, que se había ganado a costa de mil sacrificios y peligros; y se mantuvo en mérito a sus enérgicas y temerarias medidas. Verdad que no se puede llamar virtud el matar a los conciudadanos, el traicionar a los amigos y el carecer de fe, de piedad y de religión, con cuyos medios se puede adquirir poder, pero no gloria. Pero si se examinan el valor de Agátocles al arrastrar y salir triunfante de los peligros y su grandeza de alma para soportar y vencer los acontecimientos adversos, no se explica uno por qué tiene que ser considerado inferior a los capitanes más famosos. Sin embargo, su falta de humanidad, sus crueldades y maldades sin número, no consienten que se lo coloque entre los hombres ilustres. No se puede, pues, atribuir a la fortuna o a la virtud lo que consiguió sin la ayuda de una ni de la otra. En nuestros tiempos, bajo el papa Alejandro VI, Oliverotto da Fermo, huérfano desde corta edad, fue educado por uno de sus tíos maternos, llamado Juan Fogliani, y confiado después, en su primera juventud, a Pablo Vitelli, a fin de que llegase, gracias a sus ensceñanzas, a ocupar un grado elevado en las armas. Muerto Pablo, pasó a militar bajo Vitellozzo, su hermano., y en poco tiempo, como era inteligente y de espí- ritu y cuerpo gallardos, se convirtió en el primer hombre de su ejéreito. Pero como le pareció indigno servir a los demás, pensó apoderarse de Fermo con el consentimiento de Vitellozzo y la ayuda de algunos habitantes de la ciudad a quienes era más cara la esclavitud que la libertad de su patria. Escribió a Juan Fogliani diciéndole que, luego de tantos años de ausencia, deseaba ver de nuevo a su patria y a él, y, en parte, también conocer el estado de su patrimonio; y que, como no se había fatigado sino por conquistar gloria, quería, para demostrar a sus compatriotas que no había perdido el tiempo, entrar con todos los honores y acompañado por cien caballeros, amigos y servidores suyos. Rogábale, pues, que tratase de que los ciudadanos de Fermo lo acogiesen de un modo honroso, que con ello no sólo lo hoitraba a él, sino que se honraba a sí mismo, ya que había sido su maestro. No olvidó Juan ninguno de los honores debidos a su sobrino, y lo hizo recibir dignamente por los ciudadanos de Fermo, en cuyas casas se alojó con su comitiva. Transcurridos algunos días, y preparado todo cuanto era necesario para su premeditado crimen, Oliverotto dio un banquete solemne al que invitó a Juan Fogliani y a los principales hombres de Ferno. Después de consumir los manjares y de concluir con los entretenimientos que son de use en tales ocasiones, Oliverotto, deliberadamente, hizo recaer la conversación, dando ciertos peligrosos argumentos, sobre la grandeza y los actos del papa Alejandro y de César, su hijo; y come a esos argumentos contestaron Juan y los otros, se levantó de pronto diciendo que convenéa hablar de semejantes temas en lugar más seguro, y se retiró a una habitación a la cual lo siguieron Juan y los demás ciudadanos. Y aún éstos no habían tomado asiento cuando de algunos escondrijos salieron soldados que dieron muerte a Juan y a todos los demás. Consumado el crimen, montó Oliverotto a caballo, atravesó la ciudad y sitió en su palacio al magistrado supremo. Los ciudadanos no tuvieron entonces más remedio que someterse y constituir un gobierno del cual Oliverotto se hizo nombrar jefe. Muertos todos los que hubieran podido significar un peligro para él, se preocupó por reforzar su poder con nuevas leyes civiles y militares, de manera que, durante el año que gobernó, no sólo estuvo seguro en Fermo, sino que se hizo temer por todos los vecinos. Y habría sido tan difícil de derrocar como Agátocles si no se hubiese dejado engañar por César Borgia y prender, junto con los Orsini y los Vitelli, en Sinigaglia, donde, un año después de su parricidio, fue estrangulado en compañía de Vitellozzo, su maestro en hazañas y crímenes. Podría alguien preguntarse a qué se debe que, mientras Agátocles y otros de su calaña, a pesar de sus traiciones y rigores sin número, pudieron vivir durante mucho tiempo y a cubierto de su patria, sin temer conspiraciones, y pudieron a la vez defenderse de los enemigos de afuera, otros, en cambio, no sólo mediante medidas tan extremas no lograron conserver su Estado en épocas dudosas de guerra, sino tampoco en tiempos de paz. Creo que depende del bueno o mal uso que se hace de la crueldad. Llamaría bien empleadas a las crueldades (si a lo malo se lo puede llamar bueno) cuando se aplican de una sola vez por absoluta necesidad de asegurarse, y cuando no se insiste en ellas, sino, por el contrario, se trata de que las primeras se vuelvan todo lo beneficiosas posible para los súbditos. Mal empleadas son las que, aunque poco graves al principio, con el tiempo antes crecen que se extinguen. Los que observan el primero de estos procedimientos pueden, como Agátocles, con ]a ayuda de Dios y de los hombres, poner, algún remedio a su situación, los otros es imposible que se conserven en sus Estados. De donde se concluye que, al apoderarse de un Estado, todo usurpador debe reflexionar sobre los crímenes que le es preciso cometer, y ejecutarlos todos a la vez, para que no tenga que renovarlos dia a dia y, al no verse en esa necesidad, pueda conquistar a los hombres a fuerza de beneficios. Quien procede de otra mancra, por timidez o por haber sido mal aconsejado, se ve siempre obligado a estar con el cuchillo en la mano, y mal puede contar con súbditos a quienes sus ofensas continuas y todavía recientes llenan de descoufianza. Porque las ofensas deben inferirse de una sola vez para que, durando menos, hieran menos; mientras que los beneficios deben proporcionarse poco a poco, a fin de que se saboreen mejor. Y, sobre todas las cosas, un príncipe vivirá con sus súbditos de manera tal, que ningún acontecimiento, favorable o adverso, lo haga variar; pues la necesidad que se presenta en los tiempos difíciles y que no se ha previsto, tú no puedes remediarla; y el bien que tú hagas ahora de nada sirve ni nadie te lo agradece, porque se considera hecho a la fuerza.

Trataremos ahora del segundo caso: aquel en que un ciudadano. No por crímenes ni violencia. Sino gracias al favor de sus compatriotas, se convierte en príncipe. El Estado así constituido puede llamarse principado civil. El llegar a él no depende por completo de los méritos o de la suerte; depende, más bien, de una cierta habilidad propiciada por la fortuna, y que necesita, o bien del apoyo del pueblo, o bien del de los nobles. Porque en toda ciudad se encuentran estas dos fuerzas contrarias, una de las cuales lucha por mandar y oprimir a la otra, que no quiere ser mandada ni oprimida. Y del choque de las dos corrientes surge uno de estos tres efectos. O principado, o libertad, o licencia. El principado pueden implantarlo tanto el pueblo como los nobles, según que la ocasión se presente a uno o a otros. Los nobles, cuando comprueban que no pueden resistir al pueblo, concentran toda la autoridad en uno de ellos y lo hacen príncipe, para poder, a su sombra, dar rienda sucita a sus apetitos. El pueblo, cuando a su vez comprueba que no puede hacer frente a los grandes, cede su autoridad a uno y lo hace príncipe para que lo defienda. Pero el que llega al principado con la ayuda de los nobles se mantiene con más dificultad que el que ha llegado mediante el apoyo del pueblo, porque los que lo rodean se consideran sus iguales, y en tal caso se le hace difícil mandarlos y manejarlos como quisiera. Mientras que el que llega por el favor popular es única autoridad, y no tiene en derredor a nadie o casi nadie que no esté dispuesto a obedecer. Por otra parte, no puede honradamente satisfacer a los grandes sin lesionar a los demás; pero, en cambio, puede satisfacer al pueblo, porque la la finalidad del pueblo es más honesta que la de los grandes, queriendo éstos oprimir, y aquél no ser oprimido. Agréguese a esto que un príncipe jamás podrá dominar a un pueblo cuando lo tenga por enemigo, porque son muchos los que lo forman; a los nobles, como se trata de pocos, le será fácil. Lo peor que un príncipe puede esperar de un pueblo que no lo ame es el ser abandonado por él; de los nobles, si los tiene por enemigos, no sólo debe temer que lo abandonen, sino que se rebelen contra él; pues, más astutos y clarividentes, siempre están a tiempo para ponerse en salvo, a la vez que no dejan nunca de congratularse con el que esperan resultará vencedor. Por último, es una necesidad para el príncipe vivir siempre con el mismo pueblo, pero no con los mismos nobles, supuesto que puede crear nuevos o deshacerse de los que tenía, y quitarles o concederles autoridad a capricho. Para aclarar mejor esta parte en lo que se refiere a los grandes, digo que se deben considerar en dos aspectos principales: o proceden de tal rnanera que se unen por completo a su suer- te, o no. A aquellos que se unen y no son rapaces, se les debe honrar y amar; a aquellos que no se unen, se les tiene que considerar de dos maneras: si hacen esto por pusilanimidad y defecto natural del ánimo, entonces tú debes servirte en especial de aquellos que son de buen criterio, porque en la prosperidad te honrarán y en la adversidad no son de temer, pero cuando no se unen sino por cálculo y por ambición, es señal de que piensan más en sí mismos que en ti, y de ellos se debe cuidar cl prín- cipe y temerles como si se tratase de enemigos declarados, porque esperarán la adversidad para contribuir a su ruina. El que llegue a príncipe mediante el favor del pueblo debe esforzarse en conservar su afecto, cosa fácil, pues el pueblo sólo pide no ser oprimido. Pero el que se convierta en príncipe por el favor do los nobles y contra el puebio procederá bien si so empeña ante todo en conquistarlo, lo que sólo le será fácil si lo toma bajo su protección. Y dado que los hombres se sienten más agradecidos cuando reciben bien de quien sólo esperaban mal, se somete el pueblo más a su bienhcehor que si lo hubiese conducido al principado por su voluntad. El príncipe puede ganarse a su pueblo do muchas maneras, que no mencionaré porque es impossible dar reglas fijas sobre algo que varía tanto según las circunstancias. Insistiré tan sólo on que un príncipe necesita contar con la amistad del pueblo, pues de lo contrario no tiene remedio en la adversidad. Nabis, príncipe de los espartanos, resistió el ataque de toda Grecia y de un ejército romano invicto, y le bastó, surgido el peligro, asegurarse de muy pocos para defender contra aquéllos su patria y su Estado, que si hubiese tenido por enemigo al pueblo, no le bastara. Y que no so pretenda desmentir mi opinión con el gastado proverbio de que quien confía en el pueblo edifica sobre arena; porque el proverbio sólo es verdadero cuando se trata do un simple ciudadano que confía en cl pueblo como si el pueblo tuvie- se el deber de liberarlo cuando los enemigos o las autoridades lo oprimen. Quien así lo interpretara se engañaría a menudo, como los Gracos en Roma y Jorge Scali en Florencia. Pero si es un príncipe quien confía on é1, y un príncipe valiente que sabe mandar, que no se acobarda en la adversidad y mantiene con su ánimo y sus medidas el ánimo de todo su pueblo, no só1o no se verá nunca defraudado, sino que se felicitará de haber depositado on é1 su confianza. Estos principados peligran, por lo general, cuando quieren pasar de principado civil a principado absoluto; pues estos príncipes gobiernan por sí mismos o por intermedio de magistrados. En cl último caso, su permanencia es más insegura y peligrosa, porque depende de la voluntad de los ciudadanos que ocupan el cargo de magistrados, los cuales, y sobre todo en, épocas adversas, pueden arrebatarle muy fácilmente el poder, ya dejando de obedecerle, ya sublevando al puebio contra ellos. Y el príncipe, rodeado de peligros, no tiene tiempo para asumir la autoridad absoluta, ya que los ciudadanos y los súbditos, acostumbrados a recibir órdenes nada más que de los magistrados, no están en semejantes trances dispuestos a obedecer las suyas. Y no encontrará nunca, en los tiempos dudosos, gentes en quien poder confiar, puesto que tales príncipes no pueden tomar como ejemplo lo que sucede en tiempos normales, cuando los ciudadanos tienen necesidad del Estado, y corren y prometen y quieren morir por él, porque la muerte está lejana; pero en los tiempos adversos, cuando el Estado tiene necesidad de losciudadanos, hay pocos que quieran acudir en su ayuda. Y esta experiencia es tanto más peligrosa cuanto que no puede intentarse sino una vez. Por ello, un príncipe hábil debe hallar una manera por la cual sus ciudadanos siempre y en toda ocasión tengan necesidad del Estado y de él. Y así le serán siempre fieles.

Conviene, al examinar la naturaleza de estos principados, hacer una consideración más, a saber; si un príncipe posee un Estado tal que pueda, en caso necesario, sostenerse por sí misma, o sí tiene, en tal caso, que recurrir a la ayuda de otros. Y para aclarar mejor este punto, digo que considero capaces de poder sostenerse por sí mismos a los que, o por abundancia de hombres o de dinero, pueden levantar un ejército respetable y presentar batalla a quien quiera que se atreva a atacarlos; y considero que tienen siempre necesidad de otros a los que no pueden presentar batalla al enemigo en campo abierto, sino que se ven obligados a refugiarse dentro de sus muros para defenderlos. Del primer caso ya se ha hablado, y se agregará más adelante lo que sea oportuno. Del segundo caso no se puede decir nada, salvo aconsejar a los príncipes que fortifiquen y abastezcan la ciudad en que residen y que se despreocupen de la campaña. Quien tenga bien fortificada su ciudad, y con respecto a sus súbditos se haya conducido de acuerdo con lo ya expuesto y con lo que expondré más adelante, difícilmente será asaltado; porque los hombres son enemigos de las empresas demasiado arriesgadas, y no puede reputarse por fácil el asalto a alguien que tiene su ciudad bien fortificada y no es odiado por el pueblo. Las ciudades de Alemania son libérrimas; tienen poca campaña, y obedecen al empe- rador cuando les place, pues no le temen, así como no temen a ninguno de los poderosos que las rodean. La razón es simple: están tan bien fortificadas que no puede menos de pensarse que el asedio sería arduo y prolongado. Tienen muros y fosos adecuados, tanta artillería como necesitan, y guardan en sus almacenes lo necesario para beber, comer y encender fuego durante un año; aparte de lo cual, y para poder mantener a los obreros sin que ello sea una carga para el erario público, disponen siempre de trabaio para un año en esas obras que son el nervio y la vida de la ciudad. Por último, tienen en alta estima los ejercicios militares, que reglamentan con infinidad de ordenanzas. Un príncipe, pues, que gobierne una plaza fuerte, y a quien el pueblo no odie, no puede ser atacado; pero si lo fuese, el atacante se vería obligado a retirarse sin gloria, porque son tan variables las cosas de este mundo que es impossible que alguien permanezca con sus ejércitos un año sitiando ociosamente una ciudad. Y al que me pregunte si el pueblo tendrí paciencia, y el largo asedio y su propio interés no le harán olvidar al príncipe, contesto que un príncipe poderoso y valiente superará siempre estas dificultades, ya dando esperanzas a sus súbditos de que el mal no durará mucho, ya infundiéndoles terror con la amenaza de las vejaciones del enemigo, o ya asegurándose diestramente de los que le parezcan demasiado osados. Añadiremos a esto que es muy probable que el enemigo devaste y saquee la comarca a su llegada, que es cuando los ánimos están mis caldeados y más dispuestos a la defensa; momento propicio para imponerse, porque, pasados algunos días, cuando los ánimos se hayan enfriado, los daños estarán hechos, las desgracias se habrán sufrido y no quedará ya remedio alguno. Los súbditos so unen por ello más estrechamente a su príncipe, como si el haber sido incendiadas sus casas y devastadas sus posesiones en defensa del señor obligará a éste a protegerlos. Está en la naturaleza de los hombres el quedar reconocidos lo mismo por los beneficios que hacen que por los que reciben. De donde, si se considera bien todo, no sorá difícil a un príncipe sabio mantener firme el ánimo de sus ciudadanos durante el asedio, siempre y cuando no carezean de víveres ni de medios de la defensa.