Jeremy bentham aritmética de los placeres

El hedonismo de Epicuro
Epicuro (341-270 a.C.) sostuvo que la felicidad es el fin último de la vida y que ella misma consiste en el placer (hedoné). La tesis básica de su teoría ética es que la finalidad de la vida humana consiste en buscar el placer y huir del dolor.
Ahora bien, no todos los placeres son igualmente deseables, y ni siquiera deseables en todo momento y en cualquier circunstancia. Por eso, dice Epicuro, es preciso tener un conocimiento adecuado de los deseos y de sus objetos (que son los placeres) para saber a qué deseo conviene dar satisfacción en cada situación y para saber a qué tipo de placeres hay que dar prioridad frente al resto.
Pero para escoger adecuadamente los placeres es necesario un arte de calcular. Se trata de ser inteligente en la búsqueda de los placeres y en evitar los dolores. Es necesaria una cierta “aritmética de los placeres”, un cálculo entre las ventajas y desventajas para conseguir un máximo de placer y un mínimo de dolor.
Pese a que Epicuro considera que los placeres que proporciona el alma son superiores a los de cuerpo, también afirma rotundamente que los primeros en ser atendidos deben ser estos.
Por ello, hay que eliminar antes el dolor físico para poder disfrutar de otros placeres superiores.
Hay tres tipos de deseos:
1) Deseos naturales y necesarios. Son aquellos que causan dolor si no son atendidos de inmediato, mientras que su satisfacción produce placer.
2) Deseos naturales y no necesarios. No producen dolor si no son satisfechos.
3) Deseos no naturales y no necesarios. Aquí habría que incluir cuestiones como el ansia de poder, la fama, la gloria, el reconocimiento público, etc.

El emotivismo de David Hume
El filósofo escocés David Hume, desde el punto de vista de la ética, el que aquí nos interesa, Hume emprende un estudio de la moral que se aleja de la visión racionalista predominante en la filosofías anteriores, y se centra más en las emociones o pasiones y los sentimientos como fundamentos de la vida moral. Por ello hablamos de “emotivismo” en Hume.
No en vano, el mismo Hume afirma que en temas morales “la razón es, y sólo debe ser, esclava de las pasiones, y no puede pretender otro oficio que el de servirlas y obedecerlas”. La razón es la facultad que nos permite discernir la verdad y la falsedad de una proposición, pero no puede nunca por sí misma, sin la intervención de alguna pasión, dirigir nuestra voluntad.

El utilitarismo de Jeremy Bentham y John Stuart Mill
Según Jeremy Bentham (1748-1832), lo bueno, moralmente hablando, sería buscar aquello que diera mayor placer a la mayor cantidad de gente (sin importar su pertenencia social).
El placer y el dolor son los encargados de dirigir nuestro comportamiento y, a través de ellos, es posible distinguir entre el bien y el mal. De ello deduce Bentham su “principio de utilidad” según el cual la felicidad consistirá en maximizar el placer y minimizar el dolor. Este principio permite introducir nuevamente (ya lo había hecho Epicuro) una “aritmética de los placeres” según la cual es necesario calcular en cada acción o decisión que tomemos la cantidad de placer y de dolor que nos proporcionará. Sin embargo, hay que tener en cuenta también que el ser humano es por naturaleza un animal social, es decir, un ser abocado a vivir en sociedad, por lo que este cálculo debe realizarse en relación con la utilidad colectiva. De ahí el principio utilitarista por excelencia: “Una acción es buena cuando produce la mayor felicidad para el mayor número de individuos”

Esto, que a simple vista es fácil de entender, suscitó una serie de problemas:
1) Primero, cómo calcular el grado de placer de cada individuo de modo objetivo y claro, siendo como es la vivencia del placer algo tan personal.
2) Otro problema importante era el relacionado con la posible calidad de los tipos de placeres. Aunque Bentham no se pronunció sobre ello explícitamente, parecía claro que aún considerando valioso por igual el placer de todas las personas, sin distinción de clases, los seres humanos dan culturalmente más valor social y/o moral a unos placeres que a otros, por tanto, tal vez debería hacerse una clasificación lo más objetiva posible.

En la solución de este problema de las calidades de los placeres destacó el filósofo, político y economista inglés John Stuart Mill.
Su contribución personal al utilitarismo es su argumento para la separación cualitativa de los placeres. Mientras que Jeremy Bentham trata a todas las formas de felicidad como iguales, John Stuart Mill sostiene que los placeres intelectuales y morales son superiores a las formas más físicas de placer.
Stuart Mill distingue, pues, entre “felicidad” y “satisfacción” y afirma que la primera tiene mayor valor que la segunda.

La consecuencia inmediata de esta doctrina es que ninguna actuación puede ser considerada “buena” o “mala” en sí misma. Todo depende de la “opinión” de los sujetos particulares que la juzgan.

El eudemonismo de Aristóteles
El eudemonismo de Aristóteles (384-322 a.C.) se fundamenta en la concepción teleológica de la naturaleza defendida por este filósofo. Según esta concepción, todos los seres naturales tienden a un fin que les es propio de acuerdo con su naturaleza. Por ejemplo, el “fin” natural de una semilla es convertirse en un árbol, mientras que el “fin” natural del niño es convertirse en un hombre adulto.


Para Aristóteles, la felicidad sea el único fin que se basta a sí mismo. Por tanto, en consonancia con su concepción teleológica, la felicidad para los seres humanos se alcanza cuando estos se perfeccionan como tales, es decir, cuando desarrollan la facultad que es más específicamente humana: la razón. El hombre que quiere ser feliz debe vivir de acuerdo con la razón.
Por ello, Aristóteles considera que la vida plena de felicidad es la vida teórica, la vida contemplativa, siendo la sabiduría la virtud que proporciona al ser humano la verdadera felicidad. No obstante, la sabiduría deberá ser conjugada con el resto de virtudes.

La virtud como término medio
Ahora bien, no somos solo razón y, como advierte oportunamente Aristóteles, no podríamos vivir según la razón sin dar, al mismo tiempo, cierta satisfacción a las demandas del cuerpo y a las pasiones del alma.
Aristóteles identifica la “virtud” (areté) con el “hábito” (héksis) de actuar según el “justo término medio” entre dos actitudes extremas a las cuales denomina “vicios”. De este modo, decimos que un ser humano es virtuoso cuando su voluntad ha adquirido el “hábito” de actuar “rectamente”, de acuerdo con un “justo término medio” que evite tanto el exceso como el defecto. Ahora bien, la actuación de acuerdo con el “justo término medio” o conforme a la “virtud” requiere de un cierto tipo de sabiduría práctica a la que Aristóteles llama “prudencia”.