San Agustín: El Problema de Dios
Para San Agustín, el ser humano busca la felicidad y el bien supremo, que identifica con Dios. Él sostiene que la existencia de Dios es demostrable mediante varios argumentos:
- El cosmológico, que parte del orden observable en el mundo para deducir un Ser Supremo.
- El del consenso, basado en la creencia religiosa generalizada entre los pueblos.
- El epistemológico, que afirma que las verdades eternas y las ideas no pueden provenir de lo cambiante, sino de un ser inmutable y eterno.
- El psicológico, que sostiene que Dios se encuentra en el alma humana.
Conocer la existencia de Dios no equivale a conocer su naturaleza, la cual se revela parcialmente en nuestro interior. Dios, objeto de la teología y la metafísica, es el ser absoluto, inmutable y eterno. San Agustín entiende a Dios en términos de esencia: único, simple, perfecto, bien en sí mismo, principio y fuente de todo, luz inteligible y verdad esencial en la que se fundamenta todo ser y verdad. Dios es creador de todos los seres y creó el mundo de la nada, por un acto libre, sin materia previa.
San Agustín defiende la doctrina del ejemplarismo, según la cual las esencias de las cosas creadas estaban en la mente de Dios como modelos o ejemplares eternos. Además, complementa esta idea con la teoría de las razones seminales, semillas depositadas en la materia que, bajo las condiciones adecuadas, generan nuevos seres. A diferencia del Demiurgo platónico, Dios no está condicionado por nada, pues las ideas están en Él y la materia también es creada por Él.
En resumen, Dios es un ser infinito, incomprensible en su naturaleza, pero conocemos algunos de sus atributos: es inmutable, eterno, el ser y la bondad supremos, y una Trinidad de personas (Padre, Hijo y Espíritu Santo) que comparten la misma naturaleza.
El Problema de la Ética y la Moral en San Agustín
Un problema relevante al que se enfrenta Agustín de Hipona es el del mal: si Dios es bondadoso, ¿por qué existen el mal y el sufrimiento en el mundo? Al estar tan estrechamente unida al cuerpo, el alma del hombre se halla en una condición oscilante y ambigua entre la luz (Dios, el bien) y la oscuridad (el mal, el pecado). Pero Agustín no responsabiliza a Dios del mal que hay en el mundo. El mal no es ser, no es creación, sino defecto o ausencia de ser y de bien: todo lo creado es bueno por su origen. Aunque el cuerpo no es malo, sí puede ser un obstáculo para la salvación a consecuencia del pecado original.
La salvación del alma es el fin último del ser humano y se logra con la búsqueda y reencuentro con Dios, para lo cual hay que apartarse de los efectos moralmente negativos del pecado original sobre el cuerpo. El libre albedrío es la posibilidad de elegir voluntariamente el bien o el mal. Dios nos dotó de libre albedrío para poder elegir hacer el bien, y esa es la razón de que se castigue con justicia al que lo usa para pecar. Como consecuencia del pecado original y por estar el hombre sujeto al dominio del cuerpo, es difícil que elija dejar de pecar. Así que solo la libertad, entendida como una gracia divina que nos empuja a hacer exclusivamente el bien, puede redimirlo de su condición y hacerlo merecedor y capaz de buenas obras.
Así, la ética agustiniana considera la conquista de la felicidad como fin último de la conducta humana y ese fin es la salvación, que solo podrá ser alcanzada en la otra vida. Para salvarse, hay que practicar la virtud: consistirá en darle primacía al alma sobre el cuerpo. La virtud se logra con el amor a Dios, del cual surge el amor a nuestros semejantes (caridad) y con el esfuerzo permanente de la razón por alcanzar las verdades eternas. Además, para alcanzar la virtud se necesita la ayuda de la gracia divina, un don sobrenatural que Dios otorga gratuitamente a cambio de una fe auténtica.
En resumen y a modo de conclusión, respecto al problema de la procedencia del mal y por qué Dios lo permite: Dios no puede haber creado algo malo; Dios solo crea cosas buenas, así que lo que llamamos mal físico es simplemente una carencia o privación de ser, es decir, el mal no constituye una realidad. Respecto al mal moral, el que el hombre hace, el pecado, es la consecuencia del libre albedrío, del que ya hemos hablado anteriormente. San Agustín muestra un claro pesimismo moral, pues desde el pecado original de Adán y Eva los seres humanos no podemos dejar de pecar. Solo la gracia de Dios, como don orientado a fortalecer nuestra débil voluntad para resistirnos al pecado, puede ayudar al ser humano a orientarse hacia la virtud, hacia el amor orientado al bien.
El Problema de la Política y la Sociedad en San Agustín
En cuanto a la sociedad y a la política, San Agustín expone sus reflexiones en la obra La Ciudad de Dios, obra que escribió para defender al cristianismo de las acusaciones paganas que lo culpaban de la decadencia y desaparición del Imperio Romano. Agustín trata de explicar esos hechos partiendo de la concepción de la historia como el resultado de la lucha entre dos ciudades: la del Bien (la Ciudad de Dios) y la del Mal (la Ciudad Terrenal).
Al igual que Platón, San Agustín comienza con un análisis de la naturaleza humana: el ser humano está compuesto de cuerpo y alma; en consecuencia, hay en el hombre unas tendencias e intereses terrenales y materiales, unidos al cuerpo, y unos intereses espirituales y sobrenaturales, propios del alma. La historia de la humanidad, sus sucesivas civilizaciones y Estados, siempre ha estado dominada por este conflicto de intereses que San Agustín expresa con la metáfora de las dos ciudades:
- En primer lugar, la Ciudad Terrenal, donde predominan los intereses mundanos, hombres que se aman exclusivamente a sí mismos y desprecian a Dios.
- En segundo lugar, la Ciudad de Dios: predominan los intereses espirituales, formada por hombres que aman a Dios por encima de sí mismos. Está representada por la Iglesia visible (jerarquía eclesiástica), la Iglesia invisible (comunidad de fieles) y culmina con el imperio cristiano.
La lucha entre las dos ciudades continuará hasta el final de los tiempos, en que la Ciudad de Dios triunfará sobre la terrenal –San Agustín se basa en los textos del Apocalipsis–. Además, se apoya en el providencialismo: tesis que entiende el desarrollo de la historia como un proceso en el que el hombre es movido por Dios para conseguir el bien universal. Es decir, mantiene la idea de que Dios ha previsto la victoria final del bien sobre el mal, asegurando la paz eterna y la resurrección de los justos, así como el eterno castigo de los demás.
San Agustín no separa política y religión, ya que si un Estado aspira a la justicia social debe convertirse en un Estado cristiano porque solo el cristianismo hace buenos a los hombres. La Iglesia es la única comunidad perfecta en la que debe inspirarse el Estado.