Para evitar una nueva regencia tras la inestabilidad y división política de los propios liberales durante la regencia de María Cristina (1833-1840) y la del general Espartero (1840-1843), Isabel II fue proclamada mayor de edad con tan solo trece años. Durante los primeros diez años, los moderados, encabezados por Narváez, estuvieron en el poder, configurando un estado liberal de acuerdo con los intereses de la oligarquía terrateniente y financiera y dentro de los principios del liberalismo moderado. Para ello, contaron con el respaldo de la reina, de la mayoría de la oficialidad del ejército y de las clases altas. Esta primera etapa se denominó Década Moderada y abarcó desde 1844 hasta 1854.
La Constitución de 1845
El cambio político fundamental de la Década Moderada se recoge en la Constitución de 1845, que reforzó los aspectos más conservadores de la de 1837. En ella se suprimió la soberanía nacional y se estableció la soberanía compartida entre las Cortes y la Corona. Se daban enormes atribuciones a la Corona, ya que, además de poder nombrar a los ministros y disolver las Cortes, le otorgaba la facultad de nombrar el Senado. Ampliaba los poderes del Gobierno y disminuía las atribuciones de las Cortes, que estaban formadas por dos cámaras: Congreso y Senado. Los miembros del Senado eran nombrados por la reina con carácter vitalicio, mientras que el Congreso era elegido por sufragio censitario muy restringido (1%). Se establecía la exclusividad de la religión católica y los Ayuntamientos y Diputaciones quedaban sometidos al poder central.
Reformas y Concordato
En esta etapa se realizaron algunas reformas político-administrativas importantes, todas ellas de tendencia centralizadora, como:
- La creación de la Guardia Civil
- La promulgación de un nuevo Código Penal
- El Plan de Estudios de Pidal
- La reforma fiscal
Además, aumentó el poder de los gobernadores civiles y se puso a los ayuntamientos bajo el control del poder central. Los políticos moderados también intentaron un acercamiento a la Iglesia, enemistada con el régimen liberal desde la desamortización de 1836. En este sentido, se firmó el Concordato con la Santa Sede (1851), por el que la Iglesia recuperaba muchos de sus privilegios y era autorizada para intervenir en la enseñanza.
El Bienio Progresista (1854-1856)
En 1854, las prácticas dictatoriales de los gobiernos moderados provocaron que incluso un sector del moderantismo dejara de apoyarlos; se trataba de los llamados «puritanos», quienes protagonizaron un pronunciamiento militar en Vicálvaro, encabezado por el general O’Donnell, que contó con el apoyo de los progresistas. El fracaso inicial del pronunciamiento llevó a la redacción del Manifiesto de Manzanares, mediante el cual los militares sublevados pretendían atraerse el apoyo de las clases populares prometiendo una reforma electoral, la reducción de los impuestos y la restauración de la Milicia Nacional. Tras la difusión del Manifiesto y el crecimiento de las movilizaciones en muchas ciudades, la reina se vio obligada a aceptar el cambio y nombró presidente del gobierno al general Espartero. Se iniciaba así una nueva etapa denominada Bienio Progresista (1854-1856).
Desarrollo Económico y Conflictos Sociales
En estos dos años se comenzó a redactar una nueva constitución que no se llegó a publicar; se reanudó la desamortización, obra de Pascual Madoz, que supuso la incautación de los bienes propios y comunales de los municipios, y se restauró la autonomía municipal. En 1855 se aprobó también la ley de Ferrocarriles, que planificó la red ferroviaria. Coincidió con un buen momento de la economía española, caracterizado por las exportaciones de productos agrícolas e industriales de todo tipo. La razón de esta bonanza económica fue la guerra de Crimea, en la que Turquía, Francia y Reino Unido lucharon contra el imperio ruso. El final de la guerra vino acompañado por un empeoramiento de las condiciones de vida de las clases populares, lo que generó un clima de grave conflictividad social. En 1856, la situación fue aprovechada por O’Donnell para obligar a dimitir a Espartero, nombrándole la reina nuevo jefe del Gobierno.
Alternancia Política y Crisis del Moderantismo
Esta nueva etapa, protagonizada por la alternancia entre la Unión Liberal, partido centrista creado por O’Donnell, y los moderados, perduró hasta el final del reinado de Isabel II (1856-1868). Desde entonces, los liberales más radicales quedaron marginados del gobierno, mientras se producía el predominio de tres sectores sociales: los terratenientes, los militares conservadores y la Iglesia. En el terreno político se realizó una labor que reflejaba claramente las ideas moderadas. Así, se restauró la Constitución de 1845, se suprimió la desamortización eclesiástica y se le reconocieron a la Iglesia muchas de sus prerrogativas y privilegios. Además, se anuló la libertad de imprenta, se llevó a cabo una dura represión contra las revueltas campesinas llevadas a cabo por la Guardia Civil y, por último, se establecieron prácticas electorales que tuvieron como resultado la corrupción del sistema político y la creación de un sistema de caciques locales que, a cambio de cargos y otros beneficios, controlaban las elecciones.
Política Exterior y Revolución de 1868
También, en esta etapa cobró mucha importancia la política exterior. Los objetivos de esta política exterior eran desviar la atención de los problemas internos y fomentar una conciencia nacional y patriótica, así como contentar a importantes sectores del Ejército y reafirmar la presencia de España en las relaciones internacionales. Se desarrollaron acciones como la expedición a Indochina, la intervención en México y la más importante en Marruecos, donde la victoria de Wad-Ras permitió a España la conquista de Tetuán y la ampliación de la plaza de Ceuta.
A partir de 1866, el moderantismo estaba acosado por tres graves problemas: la demanda social de participación política, la corrupción y el descrédito de la corte de Isabel II, y el malestar provocado por una gravísima crisis económica y financiera desencadenada como consecuencia del fin del ciclo expansivo del ferrocarril. Ante esta situación, la oposición se fortaleció. La protesta de los estudiantes por la destitución de Castelar y otros catedráticos demócratas terminó en un enfrentamiento armado entre los estudiantes y las fuerzas de orden en la llamada matanza de la noche de San Daniel. Además, hubo nuevos pronunciamientos progresistas, alentados por el general Prim, que fueron reprimidos con gran dureza (fusilamiento de los sargentos del cuartel de San Gil).
Como consecuencia de todo ello, la oposición decidió intentar una revolución para poner en práctica las reformas que creían necesarias. En agosto de 1866, los dirigentes progresistas y demócratas se reunieron en la ciudad belga de Ostende. Allí acordaron unir sus esfuerzos para llevar Cortes constituyentes elegidas por sufragio universal. Tras la muerte de O’Donnell, el general Serrano, nuevo jefe de la Unión Liberal, decidió adherirse al pacto. Esto aseguró el apoyo de buena parte de la cúspide del Ejército al movimiento revolucionario y facilitó su triunfo. La revolución se produjo, por fin, en septiembre de 1868 al grito de «Viva España con honra» y triunfó sin apenas derramamiento de sangre, formándose juntas revolucionarias en muchos puntos del país. El ejército leal a la reina fue derrotado en Alcolea, por Serrano. Tras el triunfo de la revolución, Isabel II abandonó España y se estableció un Gobierno provisional, que encabezó Serrano y convocó elecciones a Cortes Constituyentes por sufragio universal.