I. El Antiguo Régimen y las Bases del Liberalismo
En los siglos XVIII y XIX, Europa experimentó una profunda transformación que supuso el tránsito del Antiguo Régimen hacia el liberalismo. Este cambio no fue inmediato, sino el resultado de un proceso en el que las ideas ilustradas cuestionaron las estructuras políticas, sociales y económicas heredadas de la Edad Media.
Características del Antiguo Régimen
- Política: Monarquía absoluta, donde el rey concentraba todos los poderes bajo el principio del derecho divino.
- Sociedad: Desigualdad jurídica de la sociedad estamental, con privilegios reservados a la nobleza y al clero. La Iglesia ejercía una notable influencia moral a través de instituciones como la Inquisición.
- Economía: Estructura agraria basada en el sistema señorial, con fuerte intervencionismo estatal y restricciones al comercio mediante gremios e impuestos aduaneros.
La Ilustración y el Liberalismo
Frente a este modelo, la Ilustración defendió la razón como motor del progreso, promoviendo la educación, la ciencia y la tolerancia. Filósofos como Montesquieu, Rousseau o Voltaire sentaron las bases del liberalismo al reivindicar la libertad y la igualdad de todos los ciudadanos.
De este modo, el liberalismo propuso principios fundamentales como la soberanía nacional, la separación de poderes, la igualdad jurídica y fiscal, el derecho a la propiedad y la existencia de una Constitución que garantizara los derechos individuales. Finalmente, la Revolución Francesa de 1789 consolidó estas ideas y, gracias a la expansión napoleónica, las difundió por Europa y América, marcando el inicio de una nueva era política y social.
II. La Crisis del Antiguo Régimen (1788-1833)
El Reinado de Carlos IV y la Guerra de la Independencia (1788-1813)
Durante el reinado de Carlos IV (1788-1808), España vivió una etapa convulsa marcada por la influencia de la Revolución Francesa, cuyas ideas de libertad e igualdad amenazaban al Antiguo Régimen español, basado en la monarquía absoluta y los privilegios de la nobleza y el clero. Temiendo la expansión de dichas ideas, España se unió a otras potencias europeas para combatir a la Francia revolucionaria en la Guerra de la Convención (1793-1795), aunque la derrota obligó a firmar la Paz de Basilea. A partir de entonces, el ministro Manuel Godoy orientó la política española hacia la alianza con Napoleón, lo que condujo al desastre de Trafalgar (1805) y al Tratado de Fontainebleau (1807), que permitió el paso de tropas francesas por territorio español.
Sin embargo, la presencia militar francesa provocó un fuerte descontento que culminó con el Motín de Aranjuez (1808), la caída de Godoy y la abdicación de Carlos IV en su hijo Fernando VII. Napoleón aprovechó el conflicto dinástico para imponer en el trono a su hermano José I Bonaparte, lo que desencadenó la Guerra de la Independencia (1808-1813). La resistencia popular comenzó con el levantamiento del 2 de mayo en Madrid, y, pese al dominio francés inicial, la guerra cambió de rumbo tras la derrota napoleónica en Rusia. Finalmente, el Tratado de Valençay (1813) restituyó el trono a Fernando VII.
Las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812
Paralelamente, las Cortes de Cádiz (1810-1812) emprendieron una profunda renovación política. En ausencia del monarca, proclamaron la soberanía nacional y aprobaron la Constitución de 1812, conocida como La Pepa, que sentó las bases del liberalismo español mediante la división de poderes, la igualdad jurídica y una amplia declaración de derechos.
El Reinado de Fernando VII: Absolutismo y Liberalismo (1814-1833)
El reinado de Fernando VII (1814-1833) fue un periodo de gran conflictividad política y social, marcado por la restauración del absolutismo, la represión del liberalismo y la pérdida del imperio americano. Tras el Tratado de Valençay, Fernando VII regresó a España en medio de un fuerte apoyo popular. Sin embargo, en lugar de mantener las reformas liberales impulsadas por las Cortes de Cádiz, el monarca decidió abolir la Constitución de 1812 y restaurar el Antiguo Régimen, reinstaurando instituciones como la Inquisición, los señoríos y los gremios. Esta política absolutista vino acompañada de una intensa represión contra los liberales, muchos de los cuales fueron encarcelados, ejecutados —como Torrijos o Mariana Pineda— o forzados al exilio.
El Trienio Liberal y la Década Ominosa
En el ámbito interno, la tensión entre absolutistas y liberales se mantuvo constante. El pronunciamiento de Rafael del Riego (1820) dio inicio al Trienio Liberal (1820-1823), durante el cual se restableció la Constitución de 1812, aunque la oposición de la Iglesia, la nobleza y los campesinos realistas desembocó en su fracaso. En 1823, la intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis restauró el absolutismo.
En los últimos años, surgió un ultrarrealismo que se oponía incluso a las leves reformas del rey, y que se agrupó en torno a Carlos María Isidro, su hermano. A la muerte del monarca en 1833, este conflicto dinástico desembocó en la Primera Guerra Carlista, símbolo de la profunda división política del país.
La Independencia de las Colonias Americanas
Paralelamente, el reinado estuvo marcado por la independencia de las colonias americanas, liderada por la burguesía criolla, que aspiraba a controlar el poder político y económico de los territorios. Aunque Fernando VII envió tropas para sofocar las insurrecciones, las campañas de Simón Bolívar y José de San Martín consolidaron la emancipación de la mayoría de las colonias. Con la batalla de Ayacucho (1824) se puso fin a la presencia española en la América continental, quedando solo Cuba y Puerto Rico bajo dominio español.
III. La Construcción del Estado Liberal (1833-1874)
La Primera Guerra Carlista (1833-1840)
La Primera Guerra Carlista (1833-1840) fue un conflicto civil que tuvo su origen en la crisis sucesoria tras la muerte de Fernando VII. La abolición de la Ley Sálica mediante la Pragmática Sanción permitió que su hija Isabel II heredara el trono, hecho que fue rechazado por su tío Carlos María Isidro, quien defendía el absolutismo y dio inicio a la guerra. Este enfrentamiento fue, en esencia, una lucha ideológica:
- Carlistas: Defensores del Antiguo Régimen, la religión y los fueros tradicionales (apoyados por el clero, la nobleza rural y los campesinos de Provincias Vascas y Navarra).
- Liberales (Isabelinos): Partidarios de la monarquía constitucional y las reformas modernizadoras (apoyados por la regente María Cristina, la burguesía urbana y los liberales).
El conflicto tuvo especial intensidad en Navarra, el País Vasco, Cataluña y el Maestrazgo. En los primeros años, el liderazgo de Zumalacárregui otorgó a los carlistas importantes victorias, pero su muerte durante el asedio de Bilbao (1835) marcó el inicio del declive del movimiento. Finalmente, el Convenio de Vergara (1839), firmado entre los generales Maroto y Espartero, puso fin al conflicto en el norte, garantizando la amnistía y el respeto a los fueros.
Consecuencias en Navarra
En Navarra, las consecuencias fueron notables. La Ley de Confirmación y Modificación de Fueros (1839) y la posterior Ley Paccionada de 1841 transformaron el antiguo reino en provincia, suprimiendo gran parte de sus instituciones históricas. No obstante, se mantuvieron ciertos privilegios fiscales y administrativos, como la gestión del cupo, símbolo del carácter pactado de la autonomía navarra.
El Reinado de Isabel II: El Liberalismo Moderado (1833-1868)
Durante el reinado de Isabel II (1833-1868), España vivió un proceso de implantación del liberalismo moderado, un modelo político de carácter conservador, centralista y autoritario. Aunque durante este período se sentaron las bases del desarrollo del capitalismo moderno, la etapa estuvo marcada por una profunda inestabilidad política, resultado de la confrontación entre los partidos Moderado y Progresista.
La reina intervino activamente en la vida política, favoreciendo sistemáticamente a los moderados, liderados por figuras como Narváez, mientras que los progresistas, excluidos del poder, recurrieron con frecuencia a los pronunciamientos militares, como la Vicalvarada de 1854, que dio paso al Bienio Progresista. Esta continua participación del Ejército, encabezado por “espadones” como Espartero, O’Donnell o el propio Narváez, convirtió al militarismo en un rasgo estructural del sistema y obstaculizó la consolidación de un régimen parlamentario estable.
La Constitución de 1845 y el Centralismo
El modelo moderado alcanzó su máxima expresión con la Constitución de 1845, que sustituyó la de 1837 y plasmó los principios conservadores del régimen. En ella se establecía una soberanía compartida entre la Corona y las Cortes, otorgando a la monarquía amplios poderes: el nombramiento de ministros, la disolución de las Cortes y el veto legislativo. El sufragio censitario, reservado a menos del 1% de la población, consolidó el dominio político de las élites.
Por otra parte, se impulsó un fuerte centralismo administrativo que uniformizó la organización territorial del país. La creación de la Guardia Civil (1844) y la designación de gobernadores civiles y alcaldes dependientes del gobierno reforzaron el control desde Madrid. Incluso los territorios forales, como Navarra y el País Vasco, se vieron obligados a adaptar sus regímenes al marco constitucional.
Además, el régimen moderado buscó reforzar su alianza con la Iglesia Católica mediante el Concordato de 1851, que reconocía la religión católica como oficial y garantizaba su financiación estatal.
En definitiva, el liberalismo moderado consolidó un Estado centralizado y autoritario que, lejos de estabilizar el país, generó descontento y oposición. Su incapacidad para abrir el sistema político y su dependencia del ejército y la Corona condujeron finalmente a la Revolución de 1868, conocida como “La Gloriosa”, que puso fin al reinado de Isabel II y abrió el camino al Sexenio Democrático.
El Sexenio Democrático (1868-1874)
Los últimos años del reinado de Isabel II estuvieron marcados por la crisis política y económica, la corrupción de la corte y el autoritarismo de los gobiernos moderados. Todo ello generó un amplio descontento social que desembocó en la Revolución de 1868, conocida como “La Gloriosa”, liderada por los generales Topete, Prim y Serrano y respaldada por amplios sectores urbanos. Este movimiento pretendía acabar con el régimen isabelino e instaurar un sistema más libre y democrático basado en el sufragio universal y en la eliminación de impuestos injustos como el de consumos.
La Monarquía Democrática y la Primera República
Tras el triunfo de la revolución y el exilio de la reina, se formó un Gobierno Provisional que convocó elecciones a Cortes Constituyentes por sufragio universal masculino. El resultado fue la Constitución de 1869, considerada la más avanzada del siglo XIX español. En ella se proclamaba la soberanía nacional, se reconocían amplias libertades individuales —como las de culto, reunión y asociación—, y se limitaban los poderes de la monarquía.
Siguiendo lo establecido en la Constitución, las Cortes eligieron como monarca a Amadeo I de Saboya (1871-1873), quien representaba una monarquía de carácter democrático. Sin embargo, su reinado fracasó por la falta de apoyos políticos y sociales, la oposición de la Iglesia, y la grave inestabilidad provocada por conflictos como la guerra de Cuba o la Tercera Guerra Carlista. Ante tal situación, Amadeo abdicó y las Cortes proclamaron la Primera República (1873-1874).
Durante la República se intentó profundizar en la democratización con un proyecto de Constitución federal y reformas sociales, pero las divisiones internas y los conflictos simultáneos (cantonal, carlista y colonial) precipitaron su caída. Finalmente, el golpe del general Pavía (1874) y el posterior pronunciamiento de Martínez Campos restauraron la monarquía borbónica con Alfonso XII, poniendo fin al Sexenio Democrático.