Las manos

Era yo niño aún cuando me alejaron de la casa paterna para que diera principio a mis estudios en el colegio del doctor Lorenzo María Lleras, establecido en Bogotá hacía pocos años, y famoso en toda la República por aquel tiempo. En la noche víspera de mi viaje, después de la velada, entró a mi cuarto una de mis hermanas, y sin decirme una sola palabra cariñosa, porque los sollozos le embargaban la voz, cortó de mi cabeza unos cabellos: cuando salíó, habían rodado por mi cuello algunas lágrimas suyas. Dábamos ya la vuelta a una de las colinas de la vereda en las que solían divisarse desde la casa viajeros deseados; volví la vista hacia ella buscando uno de tantos seres queridos: María estaba bajo las enredaderas que adornaban



Pasados seis años, los últimos días de un lujoso Agosto me recibieron al regresar al nativo valle.
El cielo tenía un tinte azul pálido: hacia el Oriente y sobre las crestas altísimas de las montañas, medio enlutadas aún, vagaban algunas nubecillas de oro, como las gasas del turbante de una bailarina esparcidas por un aliento amoroso.
Cruzaba planicies de verdes gramales, regadas por riachuelos cuyo paso me obstruían hermosas vacadas, que abandonaban sus sesteaderos para internarse en las lagunas o en sendas abovedadas por florecidos písamos e higuerones frondosos.
Cuando en un salón de baile, inundado de luz, lleno de melodías voluptuosas, de aromas mil mezclados, de susurros de tantos ropajes de mujeres seductoras, encontramos aquella con quien hemos soñado a los dieciocho años, y una mirada fugitiva suya quema nuestra frente, y su voz hace enmudecer por un instante toda otra voz para nosotros, y sus flores dejan tras sí esencias desconocidas;
Pero cuando, refrescada la mente, vuelve ella a la memoria horas después, nuestros labios murmuran en cantares su alabanza, y es esa mujer, es su acento, es su mirada, es su leve paso sobre las alfombras, lo que remeda aquel canto, que el vulgo creerá ideal.
Cuando traté de reconocer en las mujeres que veía, a las hermanas que dejé niñas, María estaba en pie junto a mí, y velaban sus ojos anchos párpados orlados de largas pestañas.
A las ocho fuimos al comedor, que estaba pintorescamente situado en la parte oriental de la casa. Desde él se veían las crestas desnudas de las montañas sobre el fondo estrellado del cielo. Las auras del desierto pasaban por el jardín recogiendo aromas para venir a juguetear con los rosales que nos rodeaban. Aquella naturaleza parecía ostentar toda la hermosura de sus noches, como para recibir a un huésped amigo. Vestía un traje de muselina ligera, casi azul, del cual sólo se descubría parte del corpiño y la falda, pues un pañolón de algodón fino color de púrpura, le ocultaba el seno hasta la base de su garganta de blancura mate. Ya en el salón, mi padre para retirarse, les besó la frente a sus hijas. Las cortinas del lecho eran de gasa blanca atadas a las columnas con cintas anchas color de rosa; y cerca de la cabecera, por una fineza materna, estaba la Dolorosa pequeña que me había servido para mis altares cuando era niño. Después que mi madre me abrazó, Emma me tendíó la mano, y María, abandonándome por un instante la suya, sonrió como en la infancia me sonreía: esa sonrisa hoyuelada er



Dormí tranquilo, como cuando me adormecía en la niñez uno de los maravillosos cuentos del esclavo Pedro. Soñé que María entraba a renovar las flores de mi mesa, y que al salir había rozado las cortinas de mi lecho con su falda de muselina vaporosa salpicada de florecillas azules. Cuando desperté, las aves cantaban revoloteando en los follajes de los naranjos y pomarrosos, y los azahares llenaron mi estancia con su aroma tan luego como entreabrí la puerta. Las hijas núbiles de los patriarcas no fueron más hermosas en las alboradas en que recogían flores para sus altares. Mi madre quería verme y oírme sin cesar. Un frondoso y corpulento naranjo, agobiado de frutos maduros, formaba pabellón sobre el ancho estanque de canteras bruñidas: sobrenadaban en el agua muchísimas rosas: seme



Habían pasado tres días cuando me convidó mi padre a visitar sus haciendas del valle, y fue preciso complacerlo; por otra parte, yo tenía interés real a favor de sus empresas. Mi madre se empeñó vivamente por nuestro pronto regreso. Los esclavos, bien vestidos y contentos, hasta donde es posible estarlo en la servidumbre, eran sumisos y afectuosos para con su amo. ¿Compraste todo lo que necesitabas para ella y para ti con el dinero que mandé darte? Quedó mi padre satisfecho de mi atención durante la visita que hicimos a las haciendas; mas cuando le dije que en adelante deseaba participar de sus fatigas quedándome a su lado, me manifestó, casi con pesar, que se veía en el caso de sacrificar a favor mío su bienestar, cumplíéndome la promesa que me tenía hecha de tiempo atrás, de enviarme a Europa a concluir mis estudios de medicina, y que debía emprender viaje, a más tardar dentro de cuatro meses. ¡



¿Qué había pasado en aquellos cuatro días en el alma de María? Iba ella a colocar una lámpara en una de las mesas del salón cuando me acerqué a saludarla; y ya había extrañado no verla en medio del grupo de la familia en la gradería donde acabábamos de desmontarnos. Parecíáme ligeramente pálida, y alrededor de sus ojos había una leve sombra, imperceptible para quien la hubiese visto sin mirarla. La crucecilla de coral esmaltado que había traído para ella, igual a las de mis hermanas, la llevaba al cuello pendiente de un cordón de pelo negro. Estuvo silenciosa, sentada en medio de las butacas que ocupábamos mi madre y yo. Noble orgullo de sentirnos amados: sacrificio dulce de todo lo que antes nos era caro a favor de la mujer querida: felicidad que comprada para un día con las lágrimas de toda una existencia, recibiríamos como un don de Dios: perfume para todas las horas del porvenir: luz inextinguible del pasado: flor guardada en el alma y que no es dado marchitar a los desengaños: único tesoro que no puede arrebatarnos la envidia de los hombres: delirio delicioso… Inspiración



Cuando hizo mi padre el último viaje a las Antillas, Salomón, primo suyo a quien mucho había amado desde la niñez, acababa de perder su esposa. Muy jóvenes habían venido juntos a Sur-América; y en uno de sus viajes se enamoró mi padre de la hija de un español, intrépido capitán de navío, que después de haber dejado el servicio por algunos años, se vio forzado en 1819 a tomar nuevamente las armas en defensa de los reyes de España, y que murió fusilado en Majagual el veinte de Mayo de 1820. La madre de la joven que mi padre amaba exigíó por condición para dársela por esposa que renunciase él a la religión judaica. Mi padre lo encontró desfigurado moral y físicamente por el dolor, y entonces su nueva religión le dio consuelos para su primo, consuelos que en vano habían buscado los parientes para salvarlo. Mi madre la cubríó de caricias, y mis hermanas la agasajaron con ternura, desde el momento que mi padre, poniéndola en el regazo de su esposa, le dijo:
«ésta es la hija de Salomón, que él te envía». Hablaba bien nuestro idioma, era amable, viva e inteligente. La cabellera abundante, todavía de color castaño claro, suelta y jugueteando sobre su cintura fina y movible; los ojos parleros; el acento con algo de melancólico que no tenían nuestras voces; tal era la im



A prima noche llamó Emma a mi puerta para que fuera a la mesa. Me bañé el rostro para ocultar las huellas de las lágrimas, y me mudé los vestidos para disculpar mi tardanza. No estaba María en el comedor, y en vano imaginé que sus ocupaciones la habían hecho demorarse más de lo acostumbrado. Notando mi padre un asiento desocupado, preguntó por ella, y Emma la disculpó diciendo que desde esa tarde había tenido dolor de cabeza y que dormía ya. Pero todo fue inútil: mi padre estaba más fatigado que yo, y se retiró temprano; Emma y mi madre se levantaron para ir a acostar los niños y ver cómo estaba María, lo cual les agradecí, sin que me sorprendiera ya ese mismo sentimiento de gratitud. Aquél había solicitado inútilmente de mi madre permiso para acompañarme al día siguiente a la montaña, por lo cual se retiró descontento. Consideréme indigno de poseer tanta belleza, tanta inocencia. En mi locura



Levantéme al día siguiente cuando amanecía. Los resplandores que delineaban hacia el Oriente las cúspides de la cordillera central, doraban en semicírculo sobre ella algunas nubes ligeras que se desataban las unas de las otras para alejarse y desaparecer. Las verdes pampas y selvas del valle se veían como al través de un vidrio azulado, y en medio de ellas, algunas cabañas blancas, humaredas de los montes recién quemados elevándose en espiral, y alguna vez las revueltas de un río. La cordillera de Occidente, con sus pliegues y senos, semejaba mantos de terciopelo azul oscuro suspendidos de sus centros por manos de genios velados por las nieblas. Tomé la escopeta: hice una señal al cariñoso Mayo, que sentado sobre las piernas traseras, me miraba fijamente, arrugada la frente por la excesiva atención, aguardando la primera orden; y saltando el vallado de piedra, cogí el camino de la montaña. Las trenzas de sus cabellos, gruesas y de color de azabache, les jugaban sobre las espaldas, al más leve movimiento de los pies desnudos, cuidados e inquietos. El único cubierto del menaje estaba cruzado sobre mi plato blanco y orillado de azul. Púsele al buen viejo en la cintura el cuchillo de monte que le había traído del reino, al cuello de Tránsito y Lucía, preciosos rosarios y en manos de Luisa un relicari



A mi regreso, que hice lentamente, la imagen de María volvíó a asirse a mi memoria. Aquellas soledades, sus bosques silenciosos, sus flores, sus aves y sus aguas, ¿por qué me hablaban de ella? Y aspiraba el perfume del ramo de azucenas silvestres que las hijas de José habían formado para mí, pensando yo que acaso merecerían ser tocadas por los labios de María: así se habían debilitado en tan pocas horas mis propósitos heroicos de la noche. Mi madre se manifestó regocijada por mi vuelta; pues sobresaltados en casa con la demora, habían enviado a buscarme en aquel momento. Mas me deleitaba imaginando cuán bella quedaría una de mis pequeñas azucenas sobre sus cabellos de color castaño luciente. Para ella debían ser, porque habría recogido durante la mañana azahares y violetas para el florero de mi mesa. Y de ese ramo que había traído para ella, ¿qué podía yo hacer? Lo llevé a mis labios como para des



Hice esfuerzos para mostrarme jovial durante el resto del día. En la mesa hablé con entusiasmo de las mujeres hermosas de Bogotá, y ponderé intencionalmente las gracias y el ingenio de P***. Mi padre se complacía oyéndome: Eloísa habría querido que la sobremesa durase hasta la noche. María estuvo callada; pero me parecíó que sus mejillas palidecían algunas veces, y que su primitivo color no había vuelto a ellas, así como el de las rosas que durante la noche han engalanado un festín. Soportó hasta el fin; mas tan luego como me puse en pie, se dirigíó ella con el niño al jardín. Había en su rostro bellísimo tal aire de noble, inocente y dulce resignación, que como magnetizado por algo desconocido hasta entonces para mí en ella, no me era posible dejar de mirarla. Niña cariñosa y risueña, mujer tan pura y seductora como aquéllas con quienes yo había soñado, así la conocía; pero resignada ante mi desdén, era nueva para mí. Acababa de confesar mi amor a María; ella me había animado a confesárselo, humillándose como una esclava a recoger aquellas flores. Me repetí con deleite sus úl



La luna, que acababa de elevarse llena y grande bajo un cielo profundo sobre las crestas altísimas de los montes, iluminaba las faldas selvosas, blanqueadas a trechos por las copas de los yarumos, argentando las espumas de los torrentes y difundiendo su claridad melancólica hasta el fondo del valle. Las plantas exhalaban sus más suaves y misteriosos aromas. Aquel silencio, interrumpido solamente por el rumor del río, era más grato que nunca a mi alma. Apoyado de codos sobre el marco de mi ventana, me imaginaba verla en medio de los rosales entre los cuales la había sorprendido en aquella mañana primera: estaba allí recogiendo el ramo de azucenas, sacrificando su orgullo a su amor. María con la frente infantilmente grave y los labios casi risueños, abandonaba a las mías alguna de sus manos aristocráticas sembradas de hoyuelos, hechas para oprimir frentes como la de Byron; y su acento, sin dejar de tener aquella música que le era peculiar, se hacía lento y profundo al pronunciar palabras suavemente articuladas que en vano probaría yo a recordar hoy; porque no he vuelto a oírlas, porque pronunciadas por otros labios no son las mismas, y escritas en estas páginas aparecerían si



Las páginas de Chateaubriand iban lentamente dando tintas a la imaginación de María. Tan cristiana y llena de fe, se regocijaba al encontrar bellezas por ella presentidas en el culto católico. Una tarde, tarde como las de mi país, engalanada con nubes de color de violeta y lampos de oro pálido, bella como María, bella y transitoria como fue ésta para mí, ella, mi hermana y yo, sentados sobre la ancha piedra de la pendiente, desde donde veíamos a la derecha en la honda vega rodar las corrientes bulliciosas del río, y teniendo a nuestros pies el valle majestuoso y callado, leía yo el episodio de Atala, y las dos, admirables en su inmovilidad y abandono, oían brotar de mis labios toda aquella melancolía aglomerada por el poeta para «hacer llorar al mundo». La cabeza pálida de Emma descansaba sobre mi hombro. Mi alma y la de María no sólo estaban conmovidas por aquella



Pasados tres días, al bajar una tarde de la montaña, me parecíó notar algún sobresalto en los semblantes de los criados con quienes tropecé en los corredores interiores. Mi hermana me refirió que María había sufrido un ataque nervioso; y al agregar que estaba aún sin sentido, procuró calmar cuanto le fue posible mi dolorosa ansiedad. Olvidado de toda precaución, entré a la alcoba donde estaba María, y dominando el frenesí que me hubiera hecho estrecharla contra mi corazón para volverla a la vida, me acerqué desconcertado a su lecho. Mi madre estaba allí; pero no levantó la vista para buscarme, porque, sabedora de mi amor, me compadecía como sabe compadecer una buena madre en la mujer amada por su hijo, a su hijo mismo. Esta idea se adueñó de todo mi ser para quebrantarlo. Al despedirme de ella, reteñíéndome un instante la mano, «hasta mañana», me dijo, y acentuó esta última palabra como solía hacerlo siempre que int



Cuando salí al corredor que conducía a mi cuarto, un cierzo impetuoso columpiaba los sauces del patio; y al acercarme al huerto, lo oí rasgarse en los sotos de naranjos, de donde se lanzaban las aves asustadas. Relámpagos débiles, semejantes al reflejo instantáneo de un broquel herido por el resplandor de una hoguera, parecían querer iluminar el fondo tenebroso del valle. Recostado en una de las columnas del corredor, sin sentir la lluvia que me azotaba las sienes, pensaba en la enfermedad de María, sobre la cual había pronunciado mi padre tan terribles palabras. ¡Mis ojos querían volver a verla como en las noches silenciosas y serenas que acaso no volverían ya más! No sé cuánto tiempo había pasado, cuando algo como el ala vibrante de un ave vino a rozar mi frente. Después de un cuarto de hora hallábame apercibido para marchar. Mi padre me hacía las últimas indicaciones sobre los síntomas de la enfermedad, mientras el negrito Juan Ángel aquietaba mi caballo retinto, impaciente y asustadizo. Los bosques que más cercanos creía, parecían alejarse cuanto avanzaba hacia ellos. Eran las dos de la madr



En la tarde del mismo día se despidió de nosotros el doctor, después de dejar casi completamente restablecida a María y de haberle prescrito un régimen para evitar la repetición del acceso, y prometíó visitar a la enferma con frecuencia. Mi madre estaba pálida, pero sin hacer el menor esfuerzo para mostrarse tranquila, me dijo al sentarse a la mesa: -No me había acordado de decirte que José estuvo esta mañana a vernos y a convidarte para una cacería; mas cuando supo la novedad ocurrida, prometíó volver mañana muy temprano. Al levantarnos de la mesa, se acercó a mí para decirme: -Tu madre y yo tenemos que hablar algo contigo; ven luego a mi cuarto. No soy yo quien debe decirte que ella, después de haberte amado desde niña, te ama hoy de tal manera, que emociones intensas, nuevas para ella, son las que según Mayn, han hecho aparecer los síntomas de la enfermedad: es decir que tu amor y el suyo necesitan precauciones, y que en adelante exijo me prometas, para tu bien, puesto que tanto así la amas, y para bien de ella, que seguirás los consejos del doctor, dados por si llegaba este caso. Debes saber también mi opinión sobre tu matrimonio con ella, si su enfermedad persistiere después de tu regreso a este país… Mas si ella muere antes de casarse, debe pasar aquél a manos de su abuela materna, que está en Kingston. Mi padre se paseó algunos momentos por el cuarto. -Está bien -le respondí. Mía o de la muerte, entre la muerte y yo, un paso más para acercarme a ella, sería perderla; y dejarla llorar en abandono, era un suplicio superior a mis fuerzas. En breve las montañas desaparecieron bajo el velo ceniciento de una lluvia nut



Diez días habían pasado desde que tuvo lugar aquella penosa conferencia. No sintiéndome capaz de cumplir los deseos de mi padre sobre la nueva especie de trato que según él debía yo usar con María, y preocupado dolorosamente con la propuesta de matrimonio hecha por Carlos, había buscado toda clase de pretextos para alejarme de la casa. Nada habían llegado a ser para mí delante de aquella propuesta los fatales pronósticos del doctor sobre la enfermedad de María; nada la necesidad de separarme de ella por muchos años. -Yo no quiero, ni por un instante, darle motivo a usted para un disgusto como el que me deja conocer. Dígame qué debo hacer para remediar lo que ha encontrado usted reprobable en mi conducta. -Así debe ser. -¿Podré, pues, volver a ser con ella como antes? -Bien -me dijo levantándose para irse-; ¿sales hoy? -Vente a comer a



Ya estaba yo listo para partir cuando Emma entró a mi cuarto. Extrañó verme con semblante risueño. -Ya sé para qué es. -No hay inconveniente: me está esperando para que vayamos a coger flores que han de servir para reemplazar éstas -dijo señalando las del florero de mi mesa-; y si yo fuera ella no volvería a poner ni una más ahí. Mi padre, que me llamaba desde su cuarto, interrumpíó aquella conversación, que continuada, habría podido frustrar lo que desde mi última entrevista con mi madre me había propuesto llevar a cabo. Sin dejarme tiempo para darle las gracias, añadió: -¿Vas a casa de Emigdio? Di a su padre que puedo preparar el potrero de guinea para que hagamos la ceba en compañía; pero que su ganado debe estar listo, precisamente, el quince del entrante. -Lo he pisado -respondíó bajando la cabeza para buscarlo. Se inclínó entonces para tomarlo y me lo entregó sin mirarme. Entretanto Emma fingía completa distracción colocando las flores nuevas. Alzó los ojos para verme con la más arrobadora expre



Había hecho yo algo más de una legua de camino, y bregaba ya por abrir la puerta de golpe que daba entrada a los mangones de la hacienda del padre de Emigdio. La casa, grande y antigua, rodeada de cocoteros y mangos, destacaba su techumbre cenicienta y álicaída sobre el alto y tupido bosque del cacaotal. No se habían agotado los obstáculos para llegar, pues tropecé con los corrales rodeados de tetillal; y ahí fue lo de rodar trancas de robustísimas guaduas sobre escalones desvencijados. Me apresuré a descargarlo de todo, aprovechando un instante para mirar severamente a Carlos, quien tendido en una de las camas de nuestra alcoba, mordía una almohada llorando a lágrima viva, cosa que por poco me produce el desconcierto más inoportuno. Estaba por no contarles. Unas copas de vino y algunos cigarros ratificaron nuestro armisticio. No hay nada como las muchachas de nuestra tierra; aquí no hay sino peligros. -le pregunté después de nuestros saludos. No sirve ya sino para cuidar los caballos. Emigdio fue a ponerse una chaqueta blanca para sentarse a la mesa; pero antes nos presentó una negra engalanada el azafate pastuso con aguamanos, llevando pendiente de uno de los brazos una toalla primorosamente bordada. -En tu casa como que viven con mucho tono; y se me figura que una de esas niñas criadas entre holán, como las de los cuentos, necesita ser tratada como cosa bendita. ¿Y Carlos tiene noticia de t



Mi madre y Emma salieron al corredor a recibirme. Mi padre había montado para ir a visitar los trabajos. A poco rato se me llamó al comedor, y no tardé en acudir, porque allí esperaba encontrar a María; pero me engañé; y como le preguntase a mi madre por ella, me respondíó: -Como esos señores vienen mañana, las muchachas están afanadas porque queden muy bien hechos unos dulces; creo que han acabado ya y que vendrán ahora. Madrugue mucho mañana, porque la cosa está segura. -Yo tengo muy buenos ojos para buscar cosas chiquitas -respondíó-; a ver la cajita. Alargó el brazo para recibirla, exclamando al verla: -¡Ay! -Porque como esa cacería es peligrosa, se me figura que errar un tiro sería terrible, y conozco por la cajita que éstos son los que el doctor te regaló el otro día, diciendo que eran ingleses y muy buenos… -No, porque yo no puedo aconsejarte a ti, ni saber siempre si lo que pienso es lo mejor; además, tú sabes lo que voy a decirte, antes que te lo diga. Ind



Al día siguiente al amanecer tomé el camino de la montaña, acompañado de Juan Ángel, que iba cargado con algunos regalos de mi madre para Luisa y las muchachas. Manso de carácter, apuesto, e infatigable en el trabajo, era un tesoro para José y el más adecuado marido para Tránsito. ¡los perros más arriba! Braulio y Lucas se presentaron saliendo del cañaveral sobre el peñón, pero un poco más distantes de la fiera que nosotros. El tigre lo buscaba. Tiburcio estaba de color de aceituna. José disparó: el tigre rugíó de nuevo tratando como de morderse el lomo, y de un salto volvíó instantáneamente sobre Braulio. Sólo mi escopeta estaba disponible: disparé; el tigre se sentó sobre la cola, tambaleó y cayó. -Aquí tengo yo buen cuchillo para desollar -le advirtió Tiburcio. El agua estaba helada. Deténíase de vez en cuando para recalcar sobre alguno de los lances de la partida o para echarte alguna nueva maldición a Lucas. -decía la señora Luisa-: todos están como tristes. José siguió refiriendo con pormenores la historia de la expedición, mientras hacía remedios a los



Las instancias de los montañeses me hicieron permanecer con ellos hasta las cuatro de la tarde, hora en que después de larguísimas despedidas, me puse en camino con Braulio, que se empeñó en acompañarme. Me escuchaba en silencio, pero sonriendo de manera que estaba por demás hacerlo hablar. -le preguntó Braulio riendo. La vida que hasta entonces había llevado no era la adecuada para dar suelta a su carácter, pues mediaban motivos para mimarlo. Carlos habrá pasado un día de enamorado, en ocasión propicia para admirar a su pretendida. Ella había puesto ya a mi alcance todo lo que yo podía necesitar para el baño y cambio de vestidos; y a tiempo que entornaba la puerta después de haber salido, le advertí que no dijera todavía que yo había regresado. Carlos y mi padre dejaron también sus asientos. Mi padre sacudíó con precaución el saco, y viendo rodar la cabeza sobre las baldosas, dio un paso atrás; don Jerónimo, otro; y apoyando las manos en las rodillas, prorrumpíó: -¡Monstruoso! -La escopeta del amito. -¿Conque la escopeta del amito? -preguntó intranquilo mi padre, mirando a María. En este momento regresaba mi madre al comedor. -preguntó don Jerónimo a mi padre, acercando el braserillo para encender un cigarro-; ¿es de creerse que usted permita esto a Efraín? -¡Yo que pensaba instarle para que hiciésemos mañana una cacería de venados, y preparándome para esto vine con mi escopeta inglesa! María estaba allí. -Bueno -me dijo, luego como la examiné-. -¿Qué tan lejos estabas cuando disparaste sobre el tigre? -Me alegro de ello,



Carlos y yo nos presentamos en el comedor. Cumplíame señalarle a Carlos cuál de los dos asientos vacantes debía ocupar. No obstante, ofrecí a Carlos la silla que ella me brindaba y me senté al lado de Emma. Proyectos para el porvenir… No hay como volver a ver un condiscípulo querido. No acuse usted a Carlos por tanta demora, pues él fue capaz hasta de proponerme venirse solo. Estaba bella más que nunca, así ligeramente pálida. Presentéle a Carlos la guitarra de mi hermana, pues sabía que él tocaba bastante bien ese instrumento. La guitarra estaba templada y Carlos tocó una contradanza que él y yo teníamos motivos para no olvidar. -Y debes confesarme que triunfé, pues te cedí mi puesto -replicó Carlos riendo. Insistíó mi madre en que Carlos cantara. Emma estaba pronta. En una de aquellas noches de verano en que los vientos parecen convidarse al silencio para escuchar vagos rumores y lejanos ecos; en que la luna tarda o no aparece, temiendo que su luz importune; en que el alma, como una amante adorada que por unos momentos nos deja, se desase de nosotros poco a poco y sonriendo, para tornar más que nunca amorosa; en una noche así, María, Emma y yo estábamos en el corredor del lado del valle, y después de haber arrancado la última a la guitarra algunos acordes melancólicos, concertaron ellas sus voces incultas pero vírgenes como la naturaleza que cantaban. María los repitió; mas al llegar a la última



Llegó la hora de retirarnos, y temiendo yo que me hubiesen preparado cama en el mismo cuarto que a Carlos, me dirigí al mío: de él salían en ese momento mi madre y María. -Yo podré dormir solo aquí, ¿no es verdad? -Al oratorio, porque como no ha habido tiempo hoy para poner otras allá… Le agradecí sobremanera la fineza de no permitir que las flores destinadas por ella para mí, adornasen esa noche mi cuarto y estuviesen al alcance de otro. Que me ha preferido para su madrina. Esa noche no solamente estaba conmigo la imagen de María; los ángeles de la casa dormían cerca de mí: al despuntar el sol vendría ella a buscarlos para besar sus mejillas y llevarlos a la fuente, donde les bañaba los rostros con sus manos blancas y perfumadas como



Despertóme al amanecer el cuchicheo de los niños, que en vano se estimulaban a respetar mi sueño. Los azahares, albahacas y rosas daban al viento sus delicados aromas, al recibir las caricias de los primeros rayos del sol, que se asomaba ya sobre la cumbre de Morrillos, esparciendo hasta el zenit azul pequeñas nubes de rosa y oro. Al pasar por frente a la ventana de Emma, oí que hablaban ella y María, interrumpíéndose para reír. -dijo el señor de M***-, madruga usted como un buen hacendado. Carlos y su padre no disimularon bien la extrañeza que les causó mi cortesía para con el montañés. -Creo debe hacerse lo que mi padre disponga. Confíe usted en mí: ¿no es verdad que hay imposibilidad para hacer lo que mi padre desea? Mi madre guardó silencio unos instantes, y luego sonriendo de la manera más cariñosa, dijo: -Bueno; pero con tal que no olvides que no debes prometerle sino aquello que puedas cumplir. Si no estoy engañado, las primeras palabras de usted le harán experimentar una impresión dolorosa, pues que ellas le darán motivo para temer que usted y mi padre se opongan decididamente a nuestro enlace. -¿Y para qué valerte de ese engaño? -Sí será, si usted lo desea. -Yo le ruego a usted que no se oponga. -Pero ¿no estás viendo que hacer lo que pretendes, si ella llega a saberlo, es como prometerle yo una cosa que por desgracia no sé si pueda cumplirle, puesto que en caso de aparecer nuevamente la enfermedad, tu padre se opondrá a vuestro matrimonio, y tendría yo que hacer lo mismo? Mas ¿ha olvidado usted lo que dijo el médico? -Oiga usted su voz; ya están aquí. Si usted hubiera tomado un baño… -¿Él le ha mandado a usted que me lo diga? -¿Pero usted por qué me lo dice? Levantando luego pálido el rostro y rociado por una lluvia de lágrimas: -Bueno -dijo-; ya usted cumplíó: todo lo sé ya. Mi madre era menos fuerte que ella pensaba. María respondíó a mi madre: -Pero entonces, ¿por qué me propone usted esto? ¿condición para qué? -Sí -le res



Impuesta mi madre de nuestro proyecto de caza, hizo que se nos sirviera temprano el almuerzo a Carlos, a Braulio y a mí. Carlos decía: -Braulio responde de que la carga de mi escopeta está perfectamente graduada; pero continúa ranchado en que no es tan buena como la tuya, a pesar de que son de una misma fábrica, y de haber disparado él mismo con la mía sobre una cidra, logrando introducirle cuatro postas. Carlos, Juan Ángel y yo nos desplegamos en la falda. Carlos y yo echamos pie a tierra para poder ayudar a Braulio en el fondo de la vega. Hízolo así, y cuando el venado se esforzaba, fatigado ya, por brincar el vallado del huerto, disparó sobre él: el venado siguió; Carlos se quedó atónito. Braulio llegó en ese momento, y yo salté del caballo, botándole las bridas a Juan Ángel. Braulio siguió de cerca al venadito, evitando así que los perros lo despedazasen. Y no sé qué hacer para que lo sepa: usted debe decírselo. -Adiós -dijo tendíéndome francamente la mano, sin dejar por eso de toc



Hasta entonces había conseguido que Carlos no me hiciera confidencia alguna sobre las pretensiones que en mala hora para él lo habían llevado a casa. Mas luego que nos encontramos solos en mi cuarto, donde me llevó pretextando deseo de descansar y de que leyésemos algo, conocí que iba a ponerme en la difícil situación de la cual había logrado escapar hasta allí a fuerza de maña. Se acostó en mi cama, quejándose de calor; y como le dije que iba a mandar que nos trajeran algunas frutas, me observó que le causaban daño desde que había sufrido intermitentes. Le ofrecí álcali para que absorbiera. Y me puse a hojear un libro que estaba abierto sobre la mesa. Ella, con la cabeza ligeramente echada hacia atrás, parecía estar viendo al niño: habiéndosele caído de las manos el linón que cosía, descansaba sobre la alfombra. -En el cuarto de papá. Salíó para volver momentos después a ocupar su asiento, junto al cual había colocado yo el mío. Estaba ella arreglando los utensilios de su caja de costura, que había desordenado Juan, cuando le dije: -¿Has hablado con mi madre hoy sobre cierta propuesta de Carlos? -Ésas que usted aprobó que ella me dijera. Miróme entonces fijamente sin responderme. -¿Y para qué así? Y poniéndose a escuchar: -Es mamá que viene -continuó, poniendo una mano suya en las mías, para dejarla tocar de mis labios, como solía hacerlo cuando quería hacer completa, al separarnos, mi felicidad de algunos minutos. -Y las naranjas cuando estés allá. -Hombre, su hijo de usted vive aquí



Aquella tarde, antes de que se levantasen las señoras a preparar el café, como lo hacían siempre que había extraños en casa, traje a conversación las pescas de los niños y referí la causa por la cual les había ofrecido presenciar aquel día la colocación de los anzuelos en la quebrada. Se aceptó mi propuesta de elegir tal sitio para paseo. Como yo había tomado ya las frutas para dárselas al niño, ella me dijo al recibírmelas: -¿Qué hago para no volver con ese señor? -y al decirle esto, mi padre le pasó la mano derecha por la frente para conseguir que lo mirase-. -¿Conque tienes secretos para tu papá? Mi padre guardó silencio por un rato. Las indicaciones recibidas de mi padre para manejar ese asunto eran tales, que bien podía sincerarme con ellas. Bello resultado: pesadumbres para tu familia, remordimiento para mí, y la pérdida de tu amistad. -¿Y tu padre lo ignora? -¿Conque todo, todo lo arrostras? Estas últimas palabras me hicieron estremecer de dolor: ellas, pronunciadas por boca de un hombre a quien no otra cosa que su afecto por mí podía dictárselas; por Carlos, a quien ninguna alucinación engañaba, tenían una solemnidad terrible, más terrible aún que el sí con el cual acababa yo de contestarlas. Me separé de él abrumado de tristeza, pero libre ya del remordimiento que me humillaba cuando



La llegada de los correos y la visita de los señores de M*** habían aglomerado quehaceres en el escritorio de mi padre. Trabajamos todo el día siguiente, casi sin interrupción; pero en los momentos que nos reuníamos con la familia en el comedor, las sonrisas de María me hacían dulces promesas para la hora de descanso: a ellas les era dable hacerme leve hasta el más penoso trabajo. A las ocho de la noche acompañé a mi padre hasta su alcoba, y respondiendo a mi despedida de costumbre, añadió: -Hemos hecho algo, pero nos falta mucho. Conque hasta mañana temprano. -¿Lo quieres como cuando estabais ambos en el colegio? Pero tú no le habrás contado nada. -Carlos te agradecerá tanto como yo ese deseo. -¿Conque te separaste de él como de costumbre? -Tan contento como era posible conseguirlo. -¿A qué horas viene? Hasta mañana. María no comprendía que ese pañuelo perfumado era un tesoro pa



En la mañana siguiente, mi padre dictaba y yo escribía, mientras él se afeitaba, operación que nunca interrumpía los trabajos empezados, no obstante el esmero que en ella gastaba siempre. Su cabellera riza, abundante aún en la parte posterior de la cabeza, y que dejaba inferir cuán hermosos serían los cabellos que llevó en su juventud, le parecíó un poco larga. -Ven tú, María -le contestó a tiempo que yo le presentaba algunas cartas concluidas para que las firmase-. Puede ser que el señor A*** escriba algo sobre su viaje en este correo: ya se demora en avisar para cuándo debes estar listo. Ella entró dándonos los buenos días. Sea que hubiese oído las últimas palabras de mi padre sobre mi viaje, sea que no pudiese prescindir de su timidez genial delante de éste, con mayor razón desde que él le había hablado de nuestro amor, se puso algo pálida. Ella sonrió también al responderle: -Sí, señor. -Pues recórtalo un poco -y tomó para entregárselas las tijeras de un estuche que estaba abierto sobre una de las mesas-. Voy a sentarme para que puedas hacerlo mejor. -le preguntó él, volviendo la cabeza para verla. -Que voy a peinarlos para recortar mejor. Iba ella a alzarla, pero mi padre la había tomado ya. Detuvo a María, que se mostraba deseosa de reti