Machado olmo seco

“Hoy es siempre todavía…” Así, con ilusión perpetua y coraje inexpugnable encaraba la vida
Antonio Machado. Y es que, aún en los tiempos más difíciles, la esperanza se aferraba al corazón de este poeta… O, tal vez, era al revés… Sin lugar a dudas, su obra entera es un homenaje a la esperanza, como se evidencia a “A un olmo seco“, uno de los poemas más íntimos y personales del gran literato sevillano. Se incluye, a su vez, en su obra más emblemática: Campos de Castilla. 

Antonio Machado constituye uno de los poetas más influyentes en la España del Siglo XX y, junto con Juan Ramón Jiménez, representa el punto álgido de la lírica nacional a principios del siglo. En la trayectoria poética de Machado se distinguen tres etapas, en las que evoluciona desde el inconformismo modernista, simbolista e introspectivo de Soledades pasando por el regeneracionismo inherente a la generación del 98 que eclosiona en Campos de Castilla, hasta la adopción de una actitud de avanzada conciencia social en Nuevas canciones.

Campos de Castilla (1912) significa el encuentro con el paisaje de las tierras altas de Castilla, donde el poeta proyectará su estado de ánimo, ahondando en la realidad colectiva e histórica de España, con una actitud crítica que refleja su preocupación patriótica. Hay también en este libro nostálgicos recuerdos personales, así como reflexiones sobre los grandes temas de la existencia humana: el amor, la vida, la muerte.
.. Y es que, por entonces, Antonio Machado se encuentra en Soria con Leonor, su joven esposa, que muere poco después de la publicación de Campos de Castilla. Posteriormente, esta obra se va ampliando con composiciones nuevas hasta su edición definitiva en 1917.

En apariencia, el tema que vertebra esta pieza lírica alude a un viejo olmo que revive gracias a la llegada de la primavera. No obstante, esta obra se puede entender desde cuatro perspectivas fundamentales: en primer lugar, la esperanza de superación de vicisitudes personales, como la enfermedad de Leonor; en segundo lugar, el anhelo de la regeneración de España, a todos los niveles (social, cultural, etc.), subrayando el contraste entre un pasado glorioso y un presente desolador;  en tercer lugar, una visión de la naturaleza, (basada en la premisa de Heráclito que, a su vez, retoma Bergson, su maestro), que propugna el cambio permanente de la esencia de las cosas: la inconsistencia temporal que implica que todo varía constante e inevitablemente, culminando en una mutación. Finalmente, se puede inferir una analogía de la existencia humana, con su juventud, madurez y la vejez que causa el inevitable paso del tiempo. En conclusión, el texto se erige en una alegoría lírica sobre el tiempo que se percibe como un proceso, continuo e incesante, de nacimiento y destrucción al que nada escapa. Ello genera una angustia permanente que se concibe como condición connatural a la propia vida. 

A nivel estructural, la configuración externa del poema consta de 30 versos endecasílabos y heptasílabos, de rima consonante, y distribuidos según el gusto del poeta. Dicho criterio estructural se basa en dos esquemas métricos fundamentales que, combinados, generan un contraste muy melódico: inicialmente, las cuatro primeras estrofas corresponden a una sucesión de serventesios polimétricos. Posteriormente, a partir del verso
15, destaca la silva. Este esquema compositivo confiere a Machado una amplia libertad poética, reflejo de la experimentación formal heredada del magisterio modernista de Rubén Darío. Su implícita tendencia antiestrófica constituye una forma de transición hacia el verso libre moderno.

A nivel comunicativo o textual, la disposición gráfica del texto y la musicalidad de la métrica nos permiten identificarlo como un poema lírico, lo cual nos prepara para escuchar una confesión íntima que, a pesar de todo, alberga una significación universal, válida para cualquier ser humano. La cohesión interna del texto se aprecia, principalmente, en: el autor, que se manifiesta través de la primera persona singular (el yo poético), tanto verbalmente (quiero) como anafóricamente, como el determinante posesivo (mi); el receptor, que también está presente metafóricamente como el olmo personificado, al que Machado apostrofa (a partir del verso 15) y en quien vuelca sus sentimientos en una suerte de desdoblamiento y con quien, finalmente, llegará a identificarse la propia voz poética; y la contextualización, que está señalada tanto por la temporalidad con la que se percibe el árbol, en relación al pasado (“…Le han salido…”), presente (“…Lame…Espera…”) y futuro (“no será…”). Así como por la localización, ya que el olmo está anclado a un paisaje real, “la colina que lame el Duero”. 

En el nivel léxico-semántico, los campos asociativos actúan como eje vertebrador de diversas imágenes, metafóricas o simbólicas. Y es que, la estética machadiana se muestra proclive al cultivo de isotopías relacionadas con lo gastado, lo viejo o lo deteriorado por el paso del tiempo Así, la concisa adjetivación del poema se aglutina en los primeros versos; se genera, de este modo, un efecto acumulativo:
campo asociativo de lo descolorido y marchito (amarillento, blanquecina, grises); campo asociativo de lo antiguo (viejo, centenario); y campo asociativo de lo desvitalizado y mortecino (podrido, hendido, carcomido, polvoriento). Además, destaca la divinidad lingüística del autor que es capaz de entretejer ideas y sentimientos profundos empleando un léxico sencillo y cotidiano. Y es que, probablemente, si se hubiera decantado por la selección de un vocabulario más culto, habría saturado de artificios una carga emocional tan abrumadora.

Ahondando en los recursos estilísticos, formalmente, se aprecia una gran cohesión mediante paralelismos (“antes que te derribe… Antes que te descuaje…”). Machado sopesa así diversos destinos para el olmo viejo, como una herramienta, un instrumento, leña o un tronco a la deriva…, ya que la naturaleza es imprevisible. Ciertas estructuras bimembres matizan el ritmo, dotándolo de serenidad (“…Hacia la luz y hacia la vida…”). Otros elementos rítmicos son: la abundancia de encabalgamientos, sobre todo suaves, lo que imprime armónía al tono emotivo que destinan los versos; algunas aliteraciones, principalmente de fonemas nasales y vibrantes que intensifican la sensación de podredumbre. En ocasiones, con el propósito de destacar algún elemento, emerge el hipérbaton, emulando así el carácter culto de la lengua latina (“… algunas hojas verdes le han salido…”).

Algunas imágenes, que potencian la personificación de elementos naturales (“lame el Duero… álamos cantores que guardan…”), proyectan sobre la naturaleza comportamientos animados. El olmo centenario, a su vez, se erige en símbolo personificado de la enfermedad y la degradación; en claro contraste, las hojas verdes y el río, simbolizan la renovación y la vida. También la metáfora sirve como vía para llegar a la prosopopeya (“… El soplo de las sierras blancas”), aludiendo al vaivén sibilante del serrucho que cercena el hálito de vida.

A partir del verso 15 surge un apóstrofe, (“… antes que te derribe, olmo del Duero…”), que sugiere posibles destinos del olmo, dispuestos en una gradación decreciente (objeto, leña, abandono) hasta compartir, en el verso 24, el destino del hombre (“… Antes que el río hasta la mar te empuje…”). El mar, enlaza aquí con la tradición medieval que lo asociaba al peligro y a la muerte. Así, por ejemplo, el mar como símbolo mortecino, adquiere una dimensión suprema en las célebres Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique. Y es que, la simbología machadiana, plena de imágenes y sensaciones, imprime un marcado carácter descriptivo: camino (la vida en su devenir; transcurso del tiempo como peregrinaje y búsqueda); primavera (juventud, nueva vida). Especial mención merecen los siguientes símbolos de raíz Manriqueña: el río (inexorable fluir del tiempo y de la vida) y el mar (la muerte: agua quieta, donde desemboca el río). 
En conclusión, verso a verso, con un tono confesional de reminiscencias modernistas, Antonio Machado nos va descubriendo una muerte inexorable, de la carne y del espíritu. Aun así, el tiempo, que todo lo cambia, puede jugar a favor o en contra de las aspiraciones del hombre. Y es este punto de inflexión el que motiva la esperanza y otorga sentido a la vida.