Conceptos Filosóficos Clave: Marx, Nietzsche y Arendt

Marx: Alienación e Ideología

El marxismo entiende el término de alienación en el contexto de la acción productivo-transformadora propia de la naturaleza humana. Marx considera que el ser humano no tiene naturaleza fija, sino que la única que la hace posible es la historia, y esta consiste en la humanización de la naturaleza a través del trabajo. El trabajo es una característica definitoria de lo humano, ya que implica varias posibilidades que lo hacen posible, como la apertura del hombre a la naturaleza (la realidad), pues el ser humano transforma la naturaleza y, a la vez, se humaniza a sí mismo. Afirma que el ser humano es genérico universal, por lo que niega la naturaleza utilizando el trabajo para afirmarse a sí mismo.

Otra posibilidad importante es que, como sabemos, el ser humano es un ser social, por lo que la sociedad y la división del trabajo definen su existencia. Como también es un ser histórico, el ser humano se realiza dialécticamente a través de la historia, ya que Marx la concibe como la sucesión de los diversos modos de producción. El desarrollo propio del ser humano en sus potencialidades hace que este sea un ser activo productivo, lo que quiere decir que tiene como única actividad el trabajo, en el que refuerza su fuerza física y su racionalidad.

Sin embargo, en la sociedad capitalista, la principal alienación es la económica, y de esta derivan las demás. La alienación económica en el capitalismo: el trabajador es expropiado del producto de su trabajo, el cual se convierte en una mercancía que no le pertenece. Como resultado, el trabajador se extraña de su propia labor, viéndola así como una carga en lugar de una expresión de su humanidad. Además, el sistema impone la lógica del valor de cambio, donde los productos dejan de ser valorados por su utilidad y pasan a ser medidos solo por su valor de mercado.

La alienación social: la sociedad está dividida en clases antagónicas, en la que una minoría burguesa controla los medios de producción, mientras que la mayoría proletaria solo posee su fuerza de trabajo.

La alienación política: está basada en que el Estado (lejos de ser una entidad neutral) se convierte en un instrumento de la clase dominante para mantener su poder y justificar la explotación del proletariado.

También está la alienación religiosa, ya que la religión actúa como una herramienta de control ideológico, ofreciendo consuelo ilusorio que justifica las injusticias sociales y desvía la atención de las verdaderas causas de la opresión. Marx la describe como el “opio del pueblo”, ya que tranquiliza a los explotados sin cambiar su situación material.

La alienación cultural y filosófica: está marcada por las ideas dominantes en la sociedad, ya que están diseñadas para perpetuar la hegemonía de la clase dominante, ocultando así la realidad de la alienación y justificando el status quo.

El concepto marxista de ideología se basa en que la ideología es un rasgo típico de todos los elementos superestructurales y se caracteriza por ser un conjunto de ideas falsas que dan una imagen falseada de la realidad. Por lo que este concepto supone las ideas falsas y falsificadoras, que el pensamiento no es autónomo, sino que los hombres piensan según la sociedad en la que están viviendo. La ideología es así un fenómeno superestructural que depende de las relaciones infraestructurales de producción, a cuyo servicio está, y que además, en la sociedad capitalista, la función de la ideología es desfigurar como también ocultar la condición alienada del hombre.

En consecuencia, el marxismo, en cuanto a teoría, es representado como una crítica de esa conciencia ideológica (falsa) como también una clarificación de la conciencia alienada, y que además pretende devenir práctica política que termine con esa falsa conciencia y con la condición alienada del hombre.

Nietzsche: Crítica a la Cultura Occidental

El sentido profundo de la filosofía de Nietzsche y su crítica a la tradición occidental radica en su mensaje anti-epistémico, es decir, él niega que la razón y el conocimiento humano puedan llegar a conocer la esencia de las cosas. Esto se resume en su frase “Dios ha muerto”, donde lo que desaparece es la idea de que el mundo puede explicarse de manera racional.

El proyecto de Hegel buscó comprender la realidad como totalidad, es decir, entender la realidad como un todo. Según su pensamiento, si la filosofía lograba comprender el presente, podría crear un sistema que mostrara la racionalidad de toda la realidad. Esta idea sigue la línea del racionalismo (culminación del modelo racionalista) que comenzó con Parménides, Sócrates y Platón, y continuó en la modernidad con Descartes, Spinoza y Leibniz. Se trata de un pensamiento donde la razón no reconoce límites ni acepta contradicciones entre ella y la realidad.

Nietzsche es la expresión más radical de la crisis de esta razón especulativa, ya que plantea una crisis de certezas que han formado parte del pensamiento occidental desde Platón hasta Hegel. Su filosofía critica la idea de que el pensamiento occidental ha tratado de conocer el mundo en su verdad profunda a través de la razón. Nietzsche rechaza tanto la capacidad de la razón para conocer como la posibilidad de que el hombre encuentre un sentido “objetivo” del Ser o de la Historia. Para él, no existe una verdad universal, pura y objetiva, sino que la verdad es solo una mentira útil y una forma de engaño colectivo.

La voluntad de verdad nace del deseo de que el mundo tenga un orden estable, debido al miedo al cambio y a la necesidad de sobrevivir. La primera vez que esta voluntad se manifestó fue en la filosofía socrático-platónica, donde se creó el concepto de “verdad absoluta”, entendida como racional, incondicionada y desinteresada. Sócrates, Platón y Eurípides exageraron la importancia de la razón, la claridad y la serenidad clásica (lo apolíneo), mientras que dejaron de lado el éxtasis, la disolución del individuo y la liberación de impulsos (lo dionisíaco). Con el tiempo, la verdad platónica se unió a la idea del Dios monoteísta, lo que Nietzsche llamó “platonismo para la plebe”.

Más adelante, la ciencia moderna destruiría estas ideas, pero Nietzsche niega que la Razón, la Ciencia, el Estado o el Hombre puedan tomar el lugar de Dios. Esto marca la crisis del humanismo. Su crítica a la tradición occidental es una hermenéutica de la sospecha, pues considera que lo que llamamos razón es solo un efecto de lo irracional. A través de la genealogía, Nietzsche muestra que la razón es un instrumento de lo irracional y que lo que creemos bueno o verdadero esconde en realidad una voluntad de poder. En el caso de las verdades y la moral cristiana, lo que realmente se oculta es enfermedad, decadencia, instinto de muerte y deseos de venganza contra los afortunados. Por eso, Nietzsche afirma que “la vida acaba donde empieza Dios”.

Esta actitud crítica y destructora, esta “sospecha” nietzscheana, le ha dado a Nietzsche un lugar clave en la filosofía contemporánea. Se le considera uno de los llamados “maestros de la sospecha” junto con Marx y Freud. Así como Freud pensaba que detrás de nuestros pensamientos y trastornos psíquicos hay conflictos inconscientes, y Marx creía que detrás de las instituciones como el Estado, la religión o la moral hay intereses económicos y relaciones de poder, Nietzsche sospecha que los grandes valores en los que confiamos no son más que máscaras que esconden resentimiento, venganza y el lado más oscuro de lo “humano, demasiado humano”.

Nietzsche: Voluntad de Poder, Eterno Retorno y Superhombre

El concepto de “voluntad de poder” es un concepto ontológico que designa la sustancia última de lo real como algo no racional, opuesto a las categorías de la filosofía tradicional. Schopenhauer anticipa esta idea con sus conceptos de “mundo como voluntad” y “mundo como representación”, mostrando que la razón es una herramienta de los instintos. Sin embargo, Nietzsche se distancia de su pesimismo, al que califica de “budista” y “voluntad de nada”, y buscando superarlo mediante la “práctica del simulacro”, es decir, la creación de nuevos valores que devuelvan al devenir la inocencia del juego. Esta visión de la existencia como “juego dionisíaco” se opone tanto al racionalismo de Hegel como al pesimismo nihilista de Schopenhauer.

La “voluntad de poder” concibe el ser como una pluralidad de impulsos e instintos en constante devenir sin fin y eterno. La vida es interpretación, y su significado depende de las formas de vida que la expresan (ya sean débiles o fuertes). Así, las valoraciones de “bueno” y “malo” varían según la perspectiva aristocrática o la cristiano-platónica, ya que ambas reflejan manifestaciones distintas de la voluntad de poder. Esta visión dinámica e irracional de la realidad critica la ontología tradicional que, al basarse en la razón, desprecia el mundo sensible como “aparente” y lo momifica en conceptos estáticos. Además, supone una nueva concepción de la verdad, que deja de ser objetiva y se convierte en una interpretación ligada a la vida. La verdad ya no es más que una “mentira útil”, y en la tradición platónico-cristiana, una mentira gregaria propia de la vida débil. Lo realmente importante ya no es si un juicio es verdadero o falso, sino si favorece o no la vida.

La forma de vida más fuerte es la que acepta el ser sin culpa, devolviendo la “inocencia al devenir” y afirmando incondicionalmente el valor de la vida hasta desear su repetición infinita. Este es el sentido del “eterno retorno”: la afirmación del “sentido de la tierra” frente a cualquier sentido “transmundano”. Desde esta perspectiva, la voluntad de poder es voluntad de juego y simulacro, sin finalidad ni motivo, y define la idea del “superhombre”, simbolizada en la figura del niño en “las tres metamorfosis del espíritu”: inocencia, alegría y juego.

Dios ha muerto” y el hombre es solo un puente hacia el superhombre; por ello, Nietzsche exhorta a los “hombres superiores” a aprender a reír. Las tres metamorfosis representan distintas fases del espíritu humano. El camello simboliza la moral tradicional platónico-cristiana, la obediencia y la carga de creencias y deberes morales, vinculados al nihilismo negativo que niega el valor de la vida en favor de una existencia transmundana. El león es el gran negador, simbolizando el nihilismo activo: rompe con la moral tradicional y cambia el “yo debo” por el “yo quiero”, pero aún no es creador de nuevos valores. Representa al “último hombre”, que vive en la mediocridad, sin aspiraciones, devorado por el aburrimiento. La tercera metamorfosis, el niño, encarna el superhombre, sustituyendo la “perspectiva de rana” de la moral por la “mirada de águila”, afirmando la vida como juego y experimento, el nuevo “sentido de la tierra”.

Hannah Arendt: El Totalitarismo

Hannah Arendt, en su obra “Los orígenes del totalitarismo”, presenta un análisis exhaustivo que establece una clara distinción entre los sistemas totalitarios y otras formas de dictadura. Describe cómo estos regímenes, como el nazismo alemán y el comunismo soviético, emergieron en sociedades de individuos atomizados, caracterizadas por la soledad y el aislamiento. Tal contexto es propicio para el surgimiento de movimientos totalitarios que explotan la frustración y el resentimiento de las masas, ofreciendo a los individuos una falsa sensación de pertenencia a cambio de obediencia ciega y lealtad incondicional a un líder.

Arendt identifica varios rasgos comunes en estos regímenes totalitarios:

  • La voluntad del gobernante supremo

    En estos sistemas, la voluntad del líder es considerada la única ley, despojando a las leyes existentes de su relevancia. Hitler, por ejemplo, despreciaba a quienes no comprendían que la verdadera ley era su propia voluntad, en lugar de la constitución.

  • Invisibilidad del poder

    El poder se ejerce de forma oculta, principalmente a través de la policía secreta, que se convierte en una herramienta del estado totalitario. La policía ocupa un lugar preeminente donde los demás estamentos del poder se vuelven innecesarios si el líder lo desea.

  • Creación de enemigos

    En un estado totalitario, toda la población se convierte en sospechosa. Esta atmósfera de paranoia se fomenta mediante la identificación de enemigos “objetivos”, quienes son despojados de su humanidad, como sucedió con los judíos en la Alemania nazi o las clases poseedoras en la Rusia soviética. Arendt menciona que la sospecha mutua permea todas las relaciones sociales, creando un ambiente de desconfianza y aislamiento perpetuo.

Además, expone que el totalitarismo, más allá de ser un fenómeno de su tiempo, establece un principio que requiere la transformación de la naturaleza humana a través del terror y la violencia. La dominación total busca reducir a las personas a la sumisión, eliminando cualquier forma de singularidad, espontaneidad y pensamiento crítico. Esta aspiración culmina en un poder total, donde se infringe sistemáticamente la libertad de acción y pensamiento de los individuos.

Un aspecto crucial de su análisis es la “banalidad del mal”. A través del juicio de Adolf Eichmann, un burócrata nazi que organizó la deportación de millones de judíos, Arendt ilustra cómo una persona común, sin odio evidente hacia sus víctimas y que simplemente siguió órdenes, puede participar en acciones atroces. Este fenómeno subraya la importancia de la reflexión y el pensamiento crítico en la vida política y moral. Arendt advierte que la falta de pensamiento y la ceguera moral pueden ser más dañinas que los instintos malignos inherentes a la naturaleza humana.

La obra concluye con una advertencia sobre la necesidad de una educación moral y la promoción de la acción y el pensamiento crítico en las sociedades actuales. Estas son herramientas fundamentales para defender a la humanidad contra la repetición de tales atrocidades y para cultivar un futuro donde la reflexividad y la responsabilidad personal sean valoradas. La posibilidad de un cambio político y la esperanza en la continuidad del mundo humano resaltan la fe de Arendt en la capacidad de los individuos para comenzar de nuevo, desafiando así la tiranía del totalitarismo.