La evolución del republicanismo y los movimientos nacionalistas en España

4.1. La evolución del republicanismo

Tras el fracaso de la experiencia del Sexenio Democrático, el republicanismo tuvo que hacer frente al desencanto de parte de sus seguidores y a la represión de los gobiernos monárquicos. Además, los republicanos se hallaban fuertemente divididos en diversas tendencias y en una continua reorganización de fuerzas, que restaron eficacia y apoyo electoral a su programa político.

La adaptación más rápida a las nuevas condiciones la protagonizó el viejo dirigente republicano Emilio Castelar, que evolucionó hacia posturas cada vez más moderadas. Convencido de la pérdida de fuerza de sus ideales y de que la Restauración garantizaría el orden social, consideró “posible” que la monarquía asumiese algunos de los principios democráticos y creó el Partido Republicano Posibilista. Un caso contrario fue el del político progresista Ruiz Zorrilla, quien viró hacia un republicanismo radical que no descartaba la acción violenta contra la monarquía: fundó el Partido Republicano Progresista, que llegó a tener influencia entre algunos militares y, en 1883, protagonizó un fracasado intento de alzamiento. Las prácticas insurreccionales provocaron la ruptura de Salmerón con el partido de Ruiz Zorrilla y la creación del Partido Republicano Centralista (1887). El republicanismo con más adeptos y más fiel a su ideario inicial fue el Partido Republicano Federal, que seguía teniendo como líder a Pi y Margall y contaba con el apoyo de una parte importante de las clases populares.

4.2. La reconversión del carlismo

Tras la derrota carlista en 1876, se prohibió explícitamente la estancia en España del pretendiente don Carlos de Borbón y el carlismo entró en una grave crisis después de que destacados miembros de sus filas, como el viejo héroe militar Ramón Cabrera, reconocieran a Alfonso XII. Además, la Constitución de 1876 descartaba de la sucesión al trono a toda la rama carlista de los Borbones.

La dirección del carlismo tardó algún tiempo en readaptar su actividad para convertirse en un nuevo partido político capaz de tomar parte en las contiendas electorales. Carlos VII depositó su confianza como jefe del carlismo en Candido Nocedal, quien extendió los Círculos Carlistas por todo el país. Los carlistas mantuvieron su fuerza en Navarra, el País Vasco y Cataluña, pero su influencia era escasa en el resto del territorio español. La renovación del partido corrió a cargo de Juan Vázquez de Mella, quien en 1886 propuso un programa adaptado a la nueva situación política. El programa se conoce como el Acta de Loredan, nombre del palacio veneciano donde residía el pretendiente Carlos VII después de ser expulsado de Francia. La propuesta carlista renovada mantenía la vigencia de antiguos principios como la unidad católica, el fuerismo, la autoridad del pretendiente carlista y la oposición a la democracia, pero ya no se manifestaba a favor del Antiguo Régimen y aceptaba el nuevo orden liberal-capitalista. Sin embargo, en el seno del partido tomó fuerza la disputa religiosa. Una parte del partido acusó a Carlos VII y a los principales dirigentes de no apoyar suficientemente la política católica impulsada por el papado contra el liberalismo, y culparon a don Carlos de “cesarismo”, es decir, de dar prioridad a la cuestión dinástica por encima de la religiosa. El líder de esa corriente fue Ramón Nocedal, hijo del líder carlista, que protagonizó una escisión en 1888 y fundó el Partido Católico Nacional, que dejó de reconocer como rey a don Carlos y se convirtió simplemente en un partido católico integrista. El Partido Carlista no olvidó completamente su tradición insurreccional y promovió algunos intentos fracasados en 1899 y 1900, aunque sus principales dirigentes optaron por la vía política. También continuó manteniendo las jerarquías militares ligadas al recuerdo de la Última guerra y fundó una milicia, el Requete, que adquirió importancia en la década de 1930.

4.3. Otras fuerzas políticas

De los grandes partidos dinásticos se desgajaron en estos años algunos movimientos disidentes. Aunque el régimen declaraba la religión católica como la oficial del Estado, la “cuestión católica” dio lugar a la aparición de algún nuevo grupo político. El nuevo espíritu del papa León XIII, favorable a la participación de los católicos en la política liberal, supuso el fin del apoyo que una parte de la jerarquía católica española había dado al carlismo. En esta nueva dirección, en 1881 se fundó la Unión Católica, liderada por Alejandro Pidal. Se trataba de un partido conservador y católico, claramente diferenciado de los carlistas, pero crítico con los conservadores a los que acusaban de excesivas connivencias con el reformismo liberal. Los liberales también conocieron disidencias en su seno y, en 1881, Segismundo Moret fundó el Partido Democrático-Monárquico, una escisión por la izquierda de los fusionistas de Sagasta a la que se afiliaron hombres que habían sido adictos a la revolución de 1868, como Montero Ríos y Cristino Martos, quienes reivindicaban los principios democráticos de la Constitución de 1869. En 1882, el general Serrano creó otro grupo llamado Izquierda Dinástica. Sin embargo, nadie pudo desbancar a Sagasta del liderazgo de los liberales y los nuevos partidos tuvieron escaso apoyo electoral.

5.1. El nacionalismo catalán

La región pionera en desarrollar un movimiento regionalista fue Cataluña, donde a lo largo del siglo XIX había tenido lugar un crecimiento económico superior al de cualquier otra región española. La industrialización había hecho de Barcelona y su entorno la primera zona industrial de España y había propiciado el nacimiento de una influyente burguesía de empresarios industriales. Este nuevo grupo social sentía que sus intereses económicos estaban poco representados en los diferentes gobiernos e hizo de la defensa del proteccionismo un elemento aglutinador.

El desarrollo socioeconómico de Cataluña coincidió con un notable renacimiento de la cultura catalana y una expansión del uso de su lengua vernácula, el catalán. En este contexto, y a mediados del siglo XIX, nació un movimiento conocido como la Renaixença, cuyo objetivo era la recuperación de la lengua y de las señas de identidad catalanas. De este modo, el catalanismo surgió de la conjunción del Progreso económico y el renacimiento cultural o, como se dijo en aquel tiempo, de la unión del arancel y la poesía.

Por otro lado, en la década de 1880 se desarrolló el catalanismo político, que tuvo varias corrientes. Una de ellas estuvo basada en el tradicionalismo y tuvo en el obispo Torras y Bages su máximo representante. Otra era de carácter progresista, base popular y principios federalistas y estuvo alentada por Valentí Almirall, considerado como el padre del catalanismo político. Almirall fundó en 1882 el Centre Català, que empezó a defender la autonomía de Cataluña.

Un paso muy importante en la consolidación del catalanismo político fue la elaboración de las Bases de Manresa en 1892, un documento producido por la Unió Catalanista, que proponía la consecución de un poder catalán como resultado de un pacto con la corona y, por tanto, la consideración de Cataluña como una entidad autónoma dentro España. El regionalismo pasó entonces a convertirse en verdadero nacionalismo.

La crisis del sistema político de la Restauración en 1898 acrecentó el interés de la burguesía catalana por tener su propia representación política al margen de los partidos dinásticos. En 1901 se creó la Lliga Regionalista, fundada por el intelectual nacionalista Enric Prat de la Riba y el joven abogado Francesc Cambó. El nuevo partido aspiraba a participar activamente en la política y a tener representantes en las instituciones que defendiesen los intereses del catalanismo. El éxito electoral convirtió a la Lliga en el principal partido de Cataluña durante el primer tercio del siglo XX.

5.2. El nacionalismo vasco

El nacionalismo vasco surgió en la década de 1890. En sus orígenes hay que considerar la reacción ante la pérdida de una parte sustancial de los fueros tras la derrota del carlismo; pero también el desarrollo de una corriente cultural en defensa de la lengua vasca, el euskera, que dio lugar a la creación del movimiento de los euskaldunes, con un importante componente religioso y de defensa de las tradiciones.

Su gran propulsor fue Sabino de Arana, que sentía una gran pasión por la cultura autóctona de Euskalerria (nombre vasco del territorio donde se habla el euskera). Arana creyó ver un gran peligro para la subsistencia de la cultura vasca en la llegada de inmigrantes procedentes de otras regiones de España a la zona minera e industrial de Bilbao, como resultado de la enorme expansión de la minería y la siderurgia vascas en el último tercio del siglo XIX. Pensaba que esta población de maketos (nombre dado a los inmigrantes no vascos) ponía en peligro el euskera -cuyo uso se reducía a pequeños territorios rurales-, las tradiciones y la etnia vasca.

Las propuestas de Arana prendieron en diversos sectores, sobre todo en la pequeña burguesía, y en 1895 se creó el Partido Nacionalista Vasco en Bilbao. Arana popularizó un nuevo nombre para su patria, Euzkadi, una bandera propia y propuso un lema para el partido, “Dios y ley antigua”. El movimiento estaba impregnado de un gran sentimiento católico y de defensa de la tradición, pretendía impulsar la lengua y las costumbres vascas y defendía la pureza racial del pueblo vasco, por lo cual adquirió un cierto sentido xenófobo.

En un principio, el PNV se declaró de inmediato independentista con respecto a España, pero esta posición fue evolucionando hacia el autonomismo. Aunque a la muerte de Arana aparecieron disensiones dentro del nacionalismo vasco, su progreso electoral fue constante en las primeras décadas del siglo XX. Su principal rival en la defensa de la identidad vasca fue el carlismo, que también reclamaba la vuelta de los fueros, y que en Navarra tenía mucha más fuerza.

5.3. El nacionalismo gallego

Además del catalán y el vasco, otro nacionalismo con cierto relieve fue el galleguismo, que tuvo un carácter estrictamente cultural hasta bien entrado el siglo XX. La lengua gallega se usaba sobre todo en el medio rural, y a mediados del siglo XIX, intelectuales y literatos gallegos emprendieron el camino de convertirla en lengua literaria. Ello dio lugar al nacimiento de la corriente llamada Rexurdimento, cuya figura literaria de mayor influencia fue la poetisa Rosalía de Castro (1837-1885).

Unas minorías cultas, insatisfechas con la situación del país, empezaron a responsabilizar del atraso económico a la subordinación política de Galicia, que forzaba a muchos gallegos a la emigración. En la última etapa de la Restauración, el galleguismo fue adquiriendo un carácter más político, pero este movimiento se mantuvo muy minoritario a pesar del prestigio de algunos de sus componentes (Manuel Murguía y Alfredo Brañas, entre otros). Más tarde fue importante la figura de Vicente Risco, que en la segunda década del siglo XX se convirtió en el gran teórico y líder del nacionalismo gallego.

5.4. Valencianismo, aragonesismo y andalucismo

Los movimientos de resurgimiento cultural que más tarde pasaron a la esfera política se dieron también de manera incipiente en otras regiones como Valencia, Aragón, Andalucía e incluso Castilla. Pero su expansión no se produjo hasta bien entrado el siglo XX y, especialmente, durante la Segunda República, cuya Constitución preveía la creación de autonomías regionales. El más importante fue el movimiento valencianista, que nació como una corriente cultural de reivindicación de la lengua y la cultura propias (Renaixença) y que en el siglo XIX tuvo en Teodor Llorente y Constantí Llombart sus máximos representantes. El nacimiento del valencianismo político hay que situarlo a principios del siglo XX, con la creación de la organización Valencia Nova (1904), que promovió la Primera Asamblea Regionalista Valenciana con la finalidad de comprometer a todos los partidos políticos en la creación de un proyecto valencianista.

El aragonesismo surgió en la segunda mitad del siglo XIX, en el seno de una incipiente burguesía que impulsó la defensa del Derecho Civil aragonés, la reivindicación de valores culturales particularistas y la recuperación romántica de los orígenes del reino y de sus instituciones medievales. A estos factores se añadió, aunque marginalmente, el arraigo aragonés de Joaquín Costa, que aunque no fue nacionalista en modo alguno, reclamó insistentemente en sus escritos los derechos del mundo campesino aragonés. Sin embargo, hasta la Segunda República no aparecieron las primeras formulaciones políticas autonomistas de distintos signos, en unos casos, o de mera descentralización administrativa, en otros.

El apóstol del andalucismo fue el notario Blas Infante, cuyo ideario político, recogido en su obra Ideal andaluz, fue heredero de los movimientos republicanos y federalistas del siglo XIX. En 1916 fundó el primer Centro Andaluz en Sevilla con la intención de ser un órgano expresivo de la realidad cultural y social de Andalucía. Más adelante participó en la primera asamblea regionalista andaluza celebrada en Ronda en 1918, que estableció las bases del particularismo andaluz y propuso la autonomía. Durante la Segunda República, el movimiento andalucista abordó por primera vez la redacción de un proyecto de Estatuto de Autonomía, que fue elaborado por una asamblea de municipios sevillanos. Sin embargo, esta iniciativa logró escaso respaldo popular y tuvo que esperar hasta el fin del franquismo para encontrar un sentimiento andalucista con arraigo popular que defendiera la autonomía.