España Contemporánea: Transformaciones Políticas y Sociales (1823-1931)

La Década Ominosa (1823-1833)

El régimen del Trienio acabó debido a la intervención de las potencias absolutistas europeas. La Santa Alianza respondió a las peticiones de Fernando VII y encargó a Francia intervenir en España para restaurar el absolutismo. En abril de 1823, unos 100.000 soldados (los Cien Mil Hijos de San Luis), al mando del duque de Angulema, ayudados por realistas españoles, irrumpieron en territorio español y repusieron a Fernando VII como monarca absoluto.

La vuelta al absolutismo fue seguida de una feroz represión contra los liberales y de nuevo gran parte de ellos marchó hacia el exilio. Se depuró la Administración y el ejército, y se crearon comisiones de vigilancia y control.

La única preocupación del gobierno de Fernando VII fue el problema económico. Las dificultades de la Hacienda, agravadas por la pérdida definitiva de las colonias americanas, forzaron a un estricto control del gasto público, dado que era imposible aumentar la recaudación sin tocar los privilegios fiscales de la nobleza. El rey, acuciado por los problemas económicos, adoptó posiciones más abiertas a la colaboración con el sector moderado de la burguesía financiera e industrial de Madrid y Barcelona.

La actitud del rey fue mal vista por el sector más conservador y tradicionalista de la Corte, la nobleza y el clero, ya muy descontentos porque Fernando VII no hubiese repuesto la Inquisición o no persiguiese con suficiente saña a los liberales.

En Cataluña, se levantaron partidas realistas (Els Malcontents) que reclamaban mayor poder para los ultraconservadores y defendían el retorno a las costumbres y fueros tradicionales. En la corte, dicho sector se agrupó alrededor de Carlos María Isidro, hermano del rey y su previsible sucesor, dado que Fernando VII no tenía descendencia.

El Conflicto Dinástico

En 1830, el nacimiento de una hija del rey, Isabel, dio lugar a un grave conflicto en la sucesión del trono.

La “Ley Sálica”, de origen francés e implantada por Felipe V, impedía el acceso al trono a las mujeres; pero Fernando VII, influido por su mujer María Cristina, promulgó la “Pragmática Sanción”, que derogaba la Ley Sálica y abría el camino al trono a su hija y heredera, Isabel II. Los partidarios de don Carlos (carlistas) se negaron a aceptar la nueva situación.

No solo era una disputa acerca de si el legítimo monarca era el tío o la sobrina, sino que se trataba de la lucha por imponer un modelo u otro de sociedad. Alrededor de don Carlos se agrupaban las fuerzas más partidarias del Antiguo Régimen, los defensores de la tradición, los opuestos a cualquier forma de liberalismo. Por contra, María Cristina comprendió que, si quería salvar el trono para su hija, debía buscar apoyos en los sectores más cercanos al liberalismo. Nombrada regente mientras durase la enfermedad del rey, formó un nuevo gobierno de carácter reformista, decretó una amnistía que supuso la vuelta de 10.000 exiliados liberales y se preparó para enfrentarse a los carlistas.

En 1833, Fernando VII murió, reafirmando en su testamento a su hija Isabel, de tres años de edad, como heredera del trono, y nombrando a María Cristina regente hasta la mayoría de edad de esta. El mismo día, don Carlos se proclama rey y se inicia un levantamiento absolutista en el norte de España. Es el inicio de la primera guerra carlista.

La Configuración del Estado Liberal (1833-1868)

La Primera Guerra Carlista (1833-1839)

Dos Opciones Enfrentadas

El carlismo, tradicionalista y antiliberal, englobó a una parte de la nobleza rural, a gran parte del clero y a una base social campesina de las zonas rurales del País Vasco, Navarra y parte de Cataluña, Aragón y Valencia. Gran parte de ellos eran pequeños propietarios empobrecidos, artesanos arruinados o arrendatarios, que veían con desconfianza las reformas tributarias, la igualdad jurídica, la separación de la Iglesia del Estado y la abolición de los fueros tradicionales.

Bajo el lema “Dios, Patria y Fueros” se agruparon los defensores de la legitimidad de la monarquía absoluta, de la preeminencia de la Iglesia católica y de la conservación de un sistema foral particularista.

La regente contó desde el principio con parte de los absolutistas (alta nobleza latifundista, funcionarios, jerarquía eclesiástica…) que habían sido siempre fieles a Fernando VII y que se mantuvieron al lado de su hija. Además, para defender a Isabel II, la regente pactó con el liberalismo moderado, partidario de un compromiso con la Corona que permitiese garantizar un tránsito al régimen liberal sin las sacudidas derivadas de una revolución popular. Pero la situación de guerra evidenció la necesidad de ampliar la base social y popular que permitiese afrontar el conflicto y defender la causa isabelina. La regente se vio obligada a acceder a las demandas de reformas más progresistas que permitieran aglutinar a la base popular de las ciudades y las clases medias ilustradas.

El Desarrollo de la Guerra

La guerra se inició con el levantamiento de partidas carlistas en el País Vasco y Navarra y muy pronto los carlistas controlaron el ámbito rural. Sin embargo, las ciudades de Bilbao, San Sebastián, Vitoria y Pamplona permanecieron fieles a Isabel II y al liberalismo.

Los carlistas organizaron la guerra con el método de guerrillas. Las vacilaciones del gobierno y la tardanza en enviar el ejército contra los carlistas, permitieron al gran dirigente carlista, el general Zumalacárregui, organizar un ejército de cerca de 25.000 hombres, mientras el general Cabrera unificaba a las partidas aragonesas y catalanas.

Desde el punto de vista internacional, don Carlos recibió el apoyo de potencias absolutistas como Rusia, Prusia o Austria, que le enviaron dinero y armas, mientras el gobierno de Isabel II pudo contar con el apoyo de Inglaterra, Francia y Portugal.

La muerte de Zumalacárregui, durante el sitio de Bilbao, privó a los carlistas de su mejor estratega y marcó el inicio de una reacción liberal que tuvo en la defensa de Bilbao su máximo objetivo. El general liberal Espartero venció a las tropas carlistas en Luchana, y puso fin al sitio de Bilbao.

El último período del conflicto (1837-1839) estuvo marcado por la división ideológica del carlismo. Los transaccionistas se mostraron partidarios de alcanzar un acuerdo con los liberales; mientras los intransigentes, más cercanos a don Carlos y apoyados por una radicalizada base campesina, eran partidarios de continuar la guerra.

Finalmente, el jefe de los transaccionistas, el general Maroto, acordó en nombre de parte del ejército carlista la firma del Convenio de Vergara (1839) con el general Espartero. Los términos del acuerdo establecían la negociación para el mantenimiento de los fueros en el País Vasco y Navarra, así como la integración de la oficialidad carlista en el ejército real.

Solo las partidas de Cabrera resistirían en la zona del Maestrazgo, en una guerra ya perdida, hasta su total derrota en 1840.

La Implantación del Liberalismo (1833-1843)

El Inicio de las Reformas Liberales: El Estatuto Real de 1834

El primer gobierno formado por la regente fue confiado a Cea Bermúdez, que aspiraba tan solo a restablecer el viejo sistema del Despotismo Ilustrado, pero sin desmantelar ninguna de las instituciones básicas de la monarquía absoluta. El descontento de los liberales y el estallido de la guerra carlista hicieron ver a la regente la necesidad de profundizar más en el camino liberal.

Así, confió el gobierno a Martínez de la Rosa, quien promulgó el “Estatuto Real” de 1834, que pretendía reconocer algunos derechos y libertades políticas, pero sin aceptar todavía el principio de soberanía nacional.

Se establecían unas Cortes bicamerales compuestas por un Estamento de Próceres que reunía a todos los obispos, arzobispos, grandes y otros españoles notables nombrados por la Corona; y un Estamento de Procuradores, elegidos por una pequeña proporción (0,15%) de los ciudadanos que pagaban una contribución estipulada.

Las Cortes votaban los impuestos, pero no podían iniciar ninguna actividad legislativa sin la aprobación real. El régimen del Estatuto ejemplificaba un tipo de liberalismo censitario, partidario de limitar el poder absoluto, pero solo por parte de un parlamento representativo de los sectores “responsables” de la sociedad con el acceso exclusivo de las clases acomodadas a la acción política y marginando la inmensa mayoría de la población.

Pronto se hizo evidente que las reformas del Estatuto Real eran absolutamente insuficientes para una parte de los grupos sociales que respaldaban a Isabel II. La división que ya se había iniciado en el Trienio Liberal entre liberales moderados y progresistas se fue acentuando y dio lugar a la formación de las dos grandes tendencias que dominarían la vida política española en los siguientes decenios: moderados y progresistas.

La Llegada al Poder del Progresismo

En el verano de 1835, los progresistas protagonizaron numerosas revueltas urbanas. En Madrid, ocuparon los principales puntos de la ciudad y enviaron una petición a María Cristina expresando sus demandas: reunión de Cortes, libertad de prensa, nueva ley electoral, extinción del clero regular.

Ante la situación, María Cristina llamó a formar gobierno a un liberal progresista, Mendizábal, que inició un programa de reformas. Pero cuando decretó la desamortización de los bienes del clero para así conseguir los recursos financieros con los que organizar y armar al ejército contra el carlismo, nobleza y clero presionaron para que María Cristina lo destituyera.

Tras su destitución, en verano de 1836, la revuelta de los sectores progresistas en las ciudades y los pronunciamientos militares, evidenciaron la necesidad de un régimen constitucional y el establecimiento de un modelo social y económico liberal.

Tras el levantamiento progresista de la guarnición de La Granja, residencia real de verano, donde se encontraba la regente, esta decidió volver a llamar a los progresistas al poder.

Las Reformas Progresistas (1835-1837)

En dos etapas, de septiembre de 1835 a mayo de 1836, y de agosto de 1836 a finales de 1837, los progresistas, con Mendizábal a la cabeza, asumieron la tarea de desmantelar las instituciones del Antiguo Régimen e implantar un régimen liberal, constitucional y de monarquía parlamentaria.

Abordaron una reforma agraria que incluía tres aspectos esenciales: la disolución del régimen señorial, la desvinculación de las tierras, y la desamortización civil y eclesiástica.

La disolución del régimen señorial se produjo por una ley según la cual los señores perdían sus atribuciones jurisdiccionales (impartir justicia) pero conservaban la propiedad de las tierras que los campesinos no pudieran acreditar documentalmente como propias. Así, los campesinos que tradicionalmente habían trabajado dichas tierras perdían todo derecho y pasaban a ser simples arrendatarios o jornaleros. El antiguo señor se convirtió en el nuevo propietario agrario.

La desvinculación (supresión de mayorazgos) liberó las tierras de los patrimonios vinculados y sus propietarios pudieron venderlas. Enormes extensiones de tierra salieron al libre mercado para ser compradas por el mejor postor.

Mendizábal decretó la disolución de las órdenes religiosas (excepto las dedicadas a la enseñanza y a la asistencia hospitalaria) y la incautación por parte del Estado del patrimonio de las comunidades afectadas. Con los bienes desamortizados se constituyeron lotes de tierras que fueron reprivatizados mediante subasta pública a la que podían acceder los particulares interesados en su compra. Las tierras podían comprarse con dinero en metálico o con títulos de la Deuda. Mendizábal pretendía así conseguir los recursos necesarios para luchar contra el carlismo, recuperar vales de la deuda aminorando el grave déficit presupuestario, y crear una base social de compradores que se implicaría en el triunfo del liberalismo.

Junto a la abolición del régimen señorial y a la transformación jurídica del régimen de propiedad, una serie de medidas completaron el marco de la liberalización de la economía. Así, se decretó: la abolición de los privilegios de la Mesta; la libertad de arrendamientos agrarios, la de precios y almacenamiento y la de comercio interior de la mayor parte de los productos. Por último, la abolición de los privilegios gremiales y la implantación de la libertad de industria y comercio, la eliminación de las aduanas interiores, así como la abolición de los diezmos eclesiásticos, completaron el marco jurídico e institucional de la implantación del liberalismo económico en España.

La Constitución de 1837

El nuevo texto constitucional significaba aceptar las tesis del liberalismo conservador que confería a la Corona el poder moderador. El mantenimiento del principio de soberanía nacional, la existencia de una amplia declaración de derechos de los ciudadanos (libertad de prensa, de opinión, de asociación…) así como la división de poderes y la ausencia de confesionalidad católica del Estado evidenciaban las aspiraciones más progresistas. Pero se introducía una segunda cámara (Senado), de carácter más conservador, se concedían mayores poderes a la Corona (veto de leyes, disolución del Parlamento…) y además el sistema electoral era censitario y muy restringido (solo un 4% de la población tenía derecho a voto).

La Crisis del Progresismo: La Regencia de Espartero (1841-1843)

En las elecciones de 1837, los moderados obtuvieron la mayoría. En los años siguientes, intentaron desvirtuar los elementos más progresistas y democráticos de la legislación del 37. Así, en 1840 preparan una ley electoral aún más restrictiva, la limitación de la libertad de imprenta y una ley de Ayuntamientos que da a la Corona la facultad de nombrar a los alcaldes de las capitales de provincia. Además, se inicia una legislación que tiende a devolver sus bienes al clero secular y a otorgarle, en parte, los bienes expropiados a las órdenes religiosas, y se prepara un proyecto de reimplantación del diezmo.

El apoyo de la regente a la política moderada provocó el enfrentamiento directo de los progresistas con la Corona. Un amplio movimiento insurreccional se alzó en numerosas zonas del país y María Cristina, antes de dar su apoyo a un gobierno progresista, dimitió. Los sectores afines al progresismo volvieron sus ojos hacia Espartero, quien fue nombrado regente.

La actitud de Espartero en el gobierno fue de un marcado autoritarismo, fue incapaz de cooperar con las Cortes y se aisló cada vez más de los propios progresistas. En 1842, aprobó un arancel que abría el mercado español a los tejidos de algodón ingleses, amenazando de este modo a la industria catalana.

La medida provocó en Barcelona un levantamiento en el que estuvieron involucradas la burguesía, pero también las clases populares, que veían peligrar sus puestos de trabajo. Espartero mandó bombardear la ciudad hasta conseguir su sumisión, colocando a Cataluña y a buena parte del partido progresista en su contra. Los moderados aprovecharon para organizar una serie de conspiraciones encabezadas por los generales Narváez y O’Donnell, que provocaron la dimisión de Espartero.

En 1843, Espartero abandonó la regencia y se exilió a Inglaterra. Para no nombrar un tercer regente, las Cortes decidieron adelantar la mayoría de edad de Isabel II y la proclamaron reina a los 13 años.

Los Moderados en el Poder (1843-1868)

La Configuración del Régimen Moderado (1843-1854)

En las elecciones de 1844, los moderados obtuvieron la mayoría. Se situó al frente del gobierno el general Narváez, quien sentó las bases del nuevo Estado moderado y organizó sus principales instituciones.

En 1845 se promulgó una nueva Constitución, pieza fundamental de la organización del nuevo régimen político.

La constitución recoge las ideas básicas del moderantismo: rechazo de la soberanía nacional y sustitución por la soberanía conjunta del rey y las Cortes; ampliación de los poderes del ejecutivo y disminución de las atribuciones de las Cortes (legislativo); exclusividad de la religión católica y compromiso de mantenimiento de culto y clero; ayuntamientos y diputaciones sometidos a la administración central; restricción del derecho de voto; y Senado no electivo sino nombrado por la reina entre personalidades relevantes y de su confianza. Confería enormes atribuciones a la Corona, ya que, además de la facultad de nombrar ministros y disolver las Cortes, le otorgaba la facultad de nombrar el Senado.

Los moderados intentaron también mejorar sus relaciones con la Iglesia, que en gran parte se había mostrado proclive al carlismo ante las reformas progresistas y muy especialmente a causa de la desamortización y la abolición del diezmo.

En 1851 se firmó un Concordato con la Santa Sede, en el que se establecía la suspensión de la venta de los bienes eclesiásticos desamortizados; el retorno de los no vendidos y la financiación pública del culto y del clero.

La Construcción del Estado Liberal

El liberalismo moderado es el que emprendió la tarea de construir una estructura de Estado liberal en España, bajo los principios del centralismo y la uniformización.

La reforma fiscal y de Hacienda pretendía racionalizar el sistema impositivo y recaudatorio, centralizando los impuestos en manos del Estado y propiciando la contribución directa. Se abordó la unificación y codificación legal, aprobándose el Código Penal de 1851 y elaborando un proyecto de Código Civil. También se reorganizó la Administración, reforzándose una estructura centralista con el fortalecimiento de los Gobiernos Civiles y Militares en cada provincia, así como de las Diputaciones.

Se puso especial atención en el control del poder municipal por parte del gobierno. La Ley de Administración Local de 1845 dispuso que los alcaldes de los municipios de más de 2000 habitantes y de las capitales de provincia serían nombrados por la Corona y los de los demás municipios por el gobernador civil.

En resumen, se creó una estructura jerarquizada y piramidal, en la que cada provincia dependía de un poder central en Madrid. Solo el País Vasco y Navarra conservaron, por el temor a que una mayor centralización diera lugar a un rebrote del levantamiento carlista, sus antiguos derechos forales.

Otra serie de medidas completaron el proceso de centralización. Así, las competencias educativas pasaron a manos del Estado central, que reguló el sistema de instrucción pública, creando diferentes niveles de enseñanza y elaborando los planes de estudio. Se adoptó un único sistema de pesos y medidas, el sistema métrico decimal.

Por último, se creó la Guardia Civil, un cuerpo armado con finalidades civiles pero con estructura militar, que se encargaría de mantener el orden público y la vigilancia de la propiedad privada, sobre todo en el medio rural.

Las Alternativas al Moderantismo

Fuera del sistema liberal el carlismo continuó siendo la fuerza de mayor oposición. Los levantamientos carlistas se revitalizaron en el período 1848-1849, siendo el más importante de ellos la “guerra dels matiners” en Cataluña (segunda guerra carlista).

También el joven Partido Demócrata se convirtió en una fuerza constante de oposición a la política moderada, y fue evolucionando hacia posiciones republicanas y cada vez más críticas contra la monarquía de Isabel II.

En 1854, la actitud del gobierno, partidario de reformar la Constitución para fortalecer más los poderes del ejecutivo en detrimento del Parlamento, provocó el levantamiento de los progresistas y de parte de los propios moderados. La unión de progresistas y moderados contra el gobierno desembocó en el pronunciamiento de Vicálvaro a cuyo frente se colocó un militar moderado crítico con la acción del gobierno, el general O’Donnell.

Asimismo, sectores moderados y progresistas contrarios al gobierno elaboraron el “Manifiesto de Manzanares” en demanda del cumplimiento de la Constitución, de la reforma de la Ley electoral, y de la reducción de los impuestos.

Al llamamiento se unieron diversos jefes militares, así como grupos de civiles que protagonizaron levantamientos en diversas ciudades a lo largo de todo el mes de julio. La reina Isabel II llamó a formar gobierno al progresista Espartero y nombró ministro de Guerra a O’Donnell.

El Bienio Progresista (1854-1856)

Una coalición entre sectores moderados y progresistas, la Unión Liberal, se presentó a las elecciones y consiguió una amplia mayoría. Durante dos años, el nuevo gobierno intentó restaurar los principios del régimen constitucional de 1837 e inició la elaboración de una nueva Constitución (1856), que no llegó a ser promulgada.

El nuevo gobierno emprendió un ambicioso plan de reformas económicas en defensa de los intereses de la burguesía urbana y de las clases medias.

Las dos líneas de acción más importantes fueron la reanudación de la obra desamortizadora y la ley de ferrocarriles.

La nueva ley desamortizadora a cargo del ministro Madoz afectó a los bienes del Estado, de la Iglesia, de las órdenes militares, de las instituciones benéficas y sobre todo de los ayuntamientos. El volumen de lo puesto a la venta era mucho mayor que en 1837 y se pretendía igualmente conseguir recursos para la Hacienda y las inversiones públicas (sobre todo para la construcción del ferrocarril) y para la modernización económica del país.

La construcción del ferrocarril fue el otro gran proyecto económico del gobierno que elaboró la Ley General de Ferrocarriles, que regulaba su construcción y ofrecía amplios incentivos a las empresas que intervinieran en ella, de lo que se beneficiaron especialmente los capitales extranjeros que acudieron en abundancia al mercado español.

Las medidas reformistas del Bienio no mejoraron las condiciones de vida de las clases populares ni tuvieron en cuenta sus demandas, lo que generó un clima de grave conflictividad social. La situación de crisis económica produjo levantamientos obreros en Barcelona, donde los trabajadores pedían la reducción de los impuestos, la abolición de las quintas (reclutamiento forzoso en el ejército), la mejora de los salarios y la reducción de la jornada laboral.

Por último, en 1856 un grave levantamiento se produjo en el campo castellano y en muchas ciudades del país, con asaltos e incendios de fincas y fábricas. La situación provocó una grave crisis en el gobierno: Espartero dimitió y la reina confió el gobierno a O’Donnell, que reprimió duramente las protestas.

La Crisis del Moderantismo (1856-1868)

O’Donnell restauró el régimen que dos años antes había ayudado a derribar, restableciendo los principios del moderantismo. Hasta 1863 la Corona confió la formación de gobierno a los políticos de la Unión Liberal, primero a O’Donnell y más tarde a Narváez, y se produjo una etapa de cierta estabilidad política, dominada por la vuelta al conservadurismo. Así, se restableció la Constitución del 45 y parte de la legislación más progresista del Bienio se anuló o se suspendió su aplicación: interrupción de la desamortización, anulación de la libertad de imprenta…

Los unionistas llevaron a cabo una política exterior activa y agresiva, cuyos objetivos eran desviar la atención de los problemas internos y fomentar una conciencia nacionalista y patriótica, así como contentar a importantes sectores del ejército. Se desarrollaron acciones como la expedición a Indochina o la intervención en México; pero las de mayor importancia fueron en el norte de África, especialmente en Marruecos, donde la victoria de Wad Ras permitió a España la incorporación de Sidi Ifni o la ampliación de la plaza de Ceuta.

En 1863, el gobierno de los unionistas fue incapaz de afrontar la oposición de progresistas, demócratas y republicanos, así como la situación de crisis económica que empezaba a afectar a la agricultura, la industria y las finanzas.

O’Donnell presentó su dimisión y la reina entregó de nuevo el poder a los moderados.

Entre 1863 y 1868, el moderantismo gobernó de forma autoritaria, al margen de las Cortes y marginando a todos los grupos políticos, y ejerciendo una fuerte represión. Fue asimismo incapaz de mejorar la situación económica, agravada por la guerra en EEUU y la crisis de las finanzas europeas.

A partir de ese momento, amplios sectores de la sociedad española parecían de acuerdo en la necesidad de dar un giro a la situación, que esta vez no podía consistir en un simple cambio de gobierno, sino que implicaba a la propia monarquía isabelina.

El Sexenio Democrático (1868-1874)

Los Antecedentes de la Revolución del 68

La Crisis Económica de 1866

Gran parte del período de gobierno moderado estuvo caracterizado por una fase de expansión económica generalizada no solo en España sino en toda Europa. Pero hacia mediados de los 60, la situación empezó a cambiar: a una crisis financiera e industrial, se unió una fuerte crisis de subsistencias.

La crisis financiera se originó por la evidencia de que las inversiones ferroviarias no eran rentables. Una vez finalizado el período de construcción intensiva, la explotación de las líneas puso al descubierto que los ferrocarriles españoles producían unos rendimientos muy escasos. En consecuencia, el valor de las acciones ferroviarias en la Bolsa cayó estrepitosamente.

La crisis financiera coincidió con una grave crisis industrial, sobre todo en Cataluña. La Guerra de Secesión de EEUU había interrumpido sus exportaciones de algodón en rama y los precios de este producto, dada su escasez, sufrieron un alza espectacular. Muchas pequeñas industrias del sector algodonero no pudieron afrontar el alza de precios de la materia prima en un momento en el que existía una grave contracción de la demanda de productos textiles como consecuencia de la crisis económica general y especialmente por el aumento de los precios agrarios provocado por la crisis de subsistencias.

La crisis de subsistencias vino provocada por una serie de malas cosechas que dieron como resultado una carestía de trigo, alimento básico de la población española.

Crisis industrial y crisis agrícola se combinaron y agravaron la situación. En el campo, el hambre condujo a un clima de grave violencia social; en las ciudades, algunas industrias cerraron sus puertas, el paro aumentó y el nivel de vida de las clases trabajadoras descendió aún más.

El Deterioro Político

Hacia 1868, una gran parte de la población tenía motivos para alzarse contra el sistema isabelino. Los grandes negociantes, ligados a los capitales extranjeros, reclamaban un gobierno que tomase medidas para salvar sus inversiones en Bolsa; los industriales reclamaban medidas proteccionistas; los obreros y campesinos denunciaban su miseria.

En 1866, el gobierno O’Donnell reprimió duramente una revuelta de sargentos del cuartel de San Gil, que pedían reformas del sistema político, y fusiló a los implicados. O’Donnell fue apartado del gobierno por la reina, pero los siguientes gabinetes moderados de Narváez o González Bravo continuaron gobernando por decreto.

En agosto de 1866, la oposición al sistema estableció una plataforma que unificó sus acciones para acabar con el moderantismo en el poder. Se trata del “Pacto de Ostende”, firmado por progresistas y demócratas exiliados. El pacto era claramente antiisabelino y la cuestión de la forma de gobierno (monarquía o república) sería decidida por unas Cortes elegidas por sufragio universal. Los demócratas conseguían imponer su principio más preciado, el sufragio universal, aunque cedían la implantación de un régimen republicano a una posterior decisión de las Cortes. En cuanto a los progresistas (Prim), ni el sufragio universal, ni el derrocamiento de Isabel II eran objetivos esenciales de su acción, pero aceptaban las condiciones con tal de acabar con el dominio de los moderados.

A dicho pacto se adhirieron los unionistas tras la muerte de O’Donnell. Esta adhesión fue fundamental para el triunfo de la revolución. Los unionistas (Serrano) aportaron una buena parte de la cúspide del ejército, dado que contaban con muchos de sus altos mandos, y privaron a Isabel II del apoyo de gran parte de los militares.

La Revolución de 1868

La “Gloriosa”

El 19 de septiembre de 1868, la escuadra que estaba concentrada en la bahía de Cádiz al mando del brigadier Topete se sublevó, al grito de “España con honra”, contra el gobierno de Isabel II. Prim se reunió con los sublevados y rápidamente consiguieron el apoyo de la población de Cádiz. En los días siguientes, Prim fue sublevando sucesivamente Málaga, Almería y Cartagena. Rápidamente en muchas ciudades se constituyeron Juntas Revolucionarias que organizaron el alzamiento y lanzaron llamamientos al pueblo. Las consignas eran parecidas en todos los lugares: sufragio universal, abolición de los impuestos y las quintas, y elecciones a Cortes constituyentes.

El gobierno y la Corona se encontraron aislados. Su actitud había provocado que solo los respaldaran los más directamente beneficiados por su política, y estos eran en 1868 muy pocos. Cuando las escasas tropas fieles al gobierno fueron derrotadas en Alcolea, el gobierno no vio más salida que dimitir. Isabel II partió hacia el exilio a Francia el 29 de septiembre de 1868.

El Gobierno Provisional y la Constitución de 1869

El gobierno provisional a cuyo frente se situaron Serrano y Prim, puso rápidamente en marcha un programa de reformas. Fueron reconocidos la libertad de imprenta, el derecho de reunión y asociación y el sufragio universal; y se aprobó la reforma de la enseñanza. Al mismo tiempo, convocó elecciones a Cortes Constituyentes, mientras se pronunciaba en favor de una fórmula monárquica para el futuro régimen político.

Las elecciones, celebradas por primera vez en España por sufragio universal masculino (varones mayores de 25 años) dieron la victoria a la coalición gubernamental (progresistas, unionistas y un sector de los demócratas) y crearon dos importantes minorías dentro de las Cortes: carlistas y republicanos.

La Constitución de 1869 perfilaba un régimen de libertades muy amplio: se proclamaba la soberanía nacional y se confirmaba el sufragio universal masculino. Incluía una amplísima declaración de derechos en la que a los tradicionales derechos individuales se añadían otros nuevos, y se garantizaba la libertad de residencia, enseñanza o culto y la inviolabilidad del correo.

La monarquía se mantuvo como forma de gobierno, correspondiendo al rey el poder ejecutivo y la facultad de disolver las Cortes; quedaba explícito que este ejercía su poder por medio de los ministros y que las leyes eran elaboradas por las Cortes y el rey solo las promulgaba.

Asimismo, no solo se proclamaba la independencia del poder judicial, sino que se ponían los medios para conseguirla, creando un sistema de oposiciones a juez que acababa con el nombramiento de estos por el gobierno. Se restablecía también el juicio por jurado y la acción pública contra los jueces que cometieran faltas en el ejercicio de su cargo.

La Frustración de las Aspiraciones Populares

La Constitución de 1869 y el nuevo sistema político consolidaban los principios liberal-democráticos defendidos por los partidos que impulsaron la revolución de 1868, pero frustraban algunas de las aspiraciones de otros grupos políticos.

La forma de gobierno monárquica disgustó a todos quienes aspiraban al establecimiento de un régimen republicano; el mantenimiento del culto y clero no era del agrado de amplios sectores radicales de marcado anticlericalismo; y el modelo socioeconómico continuó intacto, con lo que campesinos, jornaleros y obreros no vieron mejorar su situación.

Así, se desarrolló una fuerte conflictividad social que incluía las reivindicaciones de reparto de tierras por parte del campesinado (sobre todo andaluz y extremeño); las revueltas urbanas contra los impuestos, las quintas o las subidas de precios; y se radicalizó un primer movimiento obrero que demandaba mejoras salariales y en las condiciones de vida.

La Monarquía de Amadeo de Saboya (1870-1873)

Un Monarca para un Régimen Democrático

El triunfo en las elecciones de los partidos que defendían la monarquía como forma de gobierno y la promulgación de la Constitución de 1869, que establecía una monarquía democrática, dieron lugar a que la principal tarea del gobierno consistiese en encontrar un monarca que sustituyese a los Borbones.

Fue Prim el encargado de establecer complejas negociaciones y de sondear a todos los embajadores extranjeros a fin de encontrar un consenso internacional sobre el candidato. Por fin, consiguió imponerse la candidatura de Amadeo de Saboya, miembro de la casa italiana, muy popular entonces por haber sido la artífice de la unificación italiana, y hombre proclive a una concepción democrática del papel de la monarquía.

El nuevo monarca fue elegido por las Cortes rey de España en noviembre de 1870 y llegó a España por el puerto de Cartagena el 30 de diciembre. Tres días antes había sido asesinado en Madrid el general Prim; el nuevo rey se quedó sin su valedor y consejero más fiel. El 2 de enero fue proclamado rey en Madrid, iniciándose así una nueva etapa de monarquía constitucional.

La Oposición a la Nueva Monarquía

Amadeo I contó desde el principio con la oposición de los moderados que continuaban fieles a los Borbones. Conscientes de la dificultad de volver a reponer en el trono a Isabel II, empezaron a organizar un partido Alfonsino, defensor de una restauración borbónica en la persona del hijo de la reina, el príncipe Alfonso.

Esta opción contó con el apoyo de la Iglesia, en contra de la nueva situación, sobre todo después del decreto de Prim que obligaba al clero a jurar la constitución de 1869.

La élite del dinero fue desconfiando de un monarca que sustentaba un régimen que a sus ojos permitía una legislación que atentaba contra sus intereses: abolición de la esclavitud en Cuba, regulación del trabajo infantil…

Tampoco contaba con el respaldo de los sectores republicanos y de los grupos campesinos y proletarios que les daban apoyo y para los que el problema consistía en el cambio de sistema social.

Los carlistas se contaban entre los grandes descontentos. La llegada de Amadeo de Saboya dio argumentos a un sector del carlismo para volver a la insurrección armada, mientras otra facción constituyó una pequeña fuerza política, opuesta a la nueva monarquía y con posiciones enormemente conservadoras.

Una Permanente Inestabilidad

Los dos años de reinado de Amadeo I se vieron marcados por dificultades constantes.

En primer lugar, los sectores carlistas partidarios de la vía insurreccional se volvieron a alzar en armas, animados por las posibles expectativas, una vez desaparecida Isabel II, de sentar en el trono a su candidato Carlos VII. La rebelión se inició en el País Vasco y se extendió a Navarra y zonas de Cataluña, convirtiéndose en un foco permanente de problemas e inestabilidad.

Por otro lado, en 1868 se había iniciado una revuelta en Cuba (Guerra de los Diez Años). Animada por los hacendados criollos cubanos, contó rápidamente con el apoyo popular al prometer el fin de la esclavitud en la isla. Aunque el gobierno de Amadeo intentó sacar adelante un proyecto de abolición de la esclavitud y de concesión de reformas políticas, la negativa por parte de los sectores económicos españoles con intereses en Cuba frustró la posibilidad de una solución pacífica al conflicto y convirtió la guerra en un grave problema para el gobierno.

También en 1872 se produjeron una serie de insurrecciones de carácter federalista, en las que se combinaba la acción de los republicanos con la influencia de las ideas internacionalistas, especialmente de carácter anarquista que, aunque fueron rápidamente reprimidas, hicieron aumentar aún más la inestabilidad del régimen.

El elemento fundamental que condujo a la crisis final del reinado de Amadeo de Saboya fue la desintegración de la coalición gubernamental (unionistas, progresistas y demócratas) que dejó al rey sin el apoyo necesario para hacer frente a los graves problemas del país. Se sucedieron en dos años seis gobiernos; mientras la oposición practicaba un total abstencionismo como forma de presión política.

Privado de todo apoyo, el 10 de febrero de 1873 Amadeo de Saboya presentaba su renuncia al trono.

La Primera República Española

La proclamación de la Primera República fue la salida lógica ante la renuncia de Amadeo de Saboya. Las Cortes decidieron someter a votación la proclamación de una república, que fue aprobada el 11 de febrero de 1873 por una amplia mayoría de 258 votos a favor y 32 en contra. Pero estos datos son engañosos ya que no reflejan un apoyo real a la nueva forma de gobierno. Gran parte de la cámara era monárquica y su voto a favor del sistema republicano no fue más que una estrategia a largo plazo, que pretendía acelerar un proceso de deterioro y conflicto político que diera tiempo a organizar una alternativa monárquica cuyo fin fuera el retorno de los Borbones al trono español.

Así pues, la República nacía con escasas posibilidades de éxito y ello se evidenció en el aislamiento internacional del nuevo sistema. Salvo Estados Unidos y Suiza, ninguna potencia reconoció a la República española, a la que veían como un régimen revolucionario que podía poner en peligro la estabilidad de una Europa mayoritariamente burguesa y conservadora.

Las Corrientes Republicanas

Poco después de la revolución de septiembre, el Partido Demócrata sufrió una escisión y gran parte de sus afiliados constituyeron el Partido Demócrata Republicano Federal, dirigido por Francisco Pi i Margall.

El federalismo propugnaba la realización de un sistema de pactos libremente establecidos entre los distintos pueblos o regiones histórico-culturales como una nueva forma de articular el Estado. Defendía también la forma republicana de gobierno y el laicismo del Estado (ausencia de confesión religiosa oficial); era antimilitarista y anticlerical.

Pero los republicanos federales no eran un bloque ideológicamente homogéneo. Se hallaba dividido en dos tendencias: los “benévolos” y los “intransigentes”.

  • Los benévolos (Pi i Margall) controlaban la dirección central del partido y mostraban especial preocupación por el respeto a la legalidad, siendo contrarios a las insurrecciones armadas y a las movilizaciones populares reivindicativas.
  • Los intransigentes (José M.ª de Orense) defendían el recurso a la vía insurreccional como método para proclamar la República federal. Una república que exigía como paso previo la proclamación inicial de la independencia de los distintos territorios con una personalidad histórica diferenciada.
  • Por último, estaba el sector de los “unitarios” (Castelar), que también defendían el modelo republicano de Estado, pero diferían en la forma de organización estatal. Eran partidarios de un Estado no federal sino centralizado, y mantenían posiciones mucho más conservadoras desde el punto de vista político y social.

La Experiencia de la República Federal

La República fue recibida con entusiasmo por las masas republicanas que creyeron llegado el momento de hacer realidad sus aspiraciones de cambio social.

En Andalucía se extendió desde los primeros días un amplio movimiento insurreccional que pretendía dar solución al crónico problema de la falta de tierras entre el campesinado. Entre el movimiento obrero, especialmente el catalán, se generalizaron las reivindicaciones que iban desde la reducción de la jornada laboral y el aumento de salarios, hasta la proclamación del Estado catalán dentro de la República española.

En las ciudades volvieron a aparecer movilizaciones populares que reclamaban la abolición de los consumos y las quintas.

El interés de los dirigentes republicanos por respetar la legalidad se exteriorizó en la disolución de las Juntas y en la represión de las revueltas populares. Pacificado el panorama, se convocaron elecciones a Cortes constituyentes, que fueron ganadas por los republicanos. Las Cortes se abrieron el 1 de junio de 1873, definieron al nuevo régimen como una República federal, y redactaron un proyecto de Constitución que declaraba la organización federal de la República: el poder se repartía entre las instituciones autónomas (municipio, región y nación) y se reconocían quince estados federales más Cuba y Puerto Rico. Por lo demás, la Constitución era muy parecida a la del 69: ratificación de la abolición de esclavitud, abolición de las quintas, reforma de los impuestos e inicio de una legislación proteccionista en lo laboral.

Los sucesivos gobiernos republicanos presididos por Figueras, Pi i Margall, Salmerón y Castelar no consiguieron dotar al régimen de la estabilidad necesaria para poder gobernar. La división dentro del partido dificultó todavía más la tarea de gobierno.

Los Problemas de la República

En 1873, el nacimiento de la República había acelerado y animado el conflicto carlista. En julio se extendió por gran parte de Cataluña, desde donde se hicieron incursiones hacia Teruel y Cuenca, y se consolidó en las provincias vascas y el Maestrazgo. Algunos éxitos militares de las tropas gubernamentales impidieron la extensión del movimiento a las ciudades, pero fueron incapaces de acabar con el conflicto, que se prolongaría hasta 1876.

En Cuba, la guerra iniciada en 1868 continuaba y la República fue incapaz de mejorar la situación, entre otros motivos porque las autoridades y funcionarios españoles en Cuba eran proclives a la solución monárquica encarnada en el proyecto de restauración borbónica, en la persona de Alfonso XII y, por tanto, actuaron al margen del poder central. Aun así, los gobiernos republicanos intentaron dar una solución al problema cubano con el proyecto de estructuración federal del Estado que consideraba a Cuba y Puerto Rico como un Estado más de la Federación española.

En las zonas con fuerte implantación republicana, la población se alzó en cantones independientes. Los protagonistas de los levantamientos cantonalistas eran un conglomerado social compuesto por artesanos, tenderos y asalariados y fueron dirigidos por los federales intransigentes, decepcionados por el rumbo de los acontecimientos de la nueva República.

Pi i Margall, que estaba al frente del gobierno, dimitió ante la disyuntiva de tener que sofocar por las armas la revuelta, y fue sustituido por Salmerón, quien dio por acabada la política de negociación y persuasión con los cantones e inició una acción militar contra el movimiento. Excepto en Cartagena, la intervención militar acabó rápidamente con el cantonalismo y dio un inmenso poder a los generales del ejército que asumieron la represión, con lo que se inició un progresivo desplazamiento hacia la derecha. Salmerón dimitió al sentirse moralmente incapaz de firmar las penas de muerte impuestas por la autoridad militar contra activistas del cantonalismo.

El Fin de la Experiencia Republicana

La República dio un claro vuelco a la derecha y el nuevo gobierno de Castelar (unitario) fue abandonando las pretensiones federalistas y reformistas. Castelar no tenía mayoría en las Cortes y, temiendo ser destituido por los federales, suspendió las sesiones parlamentarias y gobernó autoritariamente, respaldando a los sectores más conservadores y cediendo amplias atribuciones a los jefes militares para que mantuvieran el orden público.

En diciembre de 1873, un sector importante de los diputados estaba de acuerdo en plantear la cuestión de confianza al gobierno Castelar y forzar su dimisión al abrirse las sesiones de Cortes el 2 de enero de 1874. La intención de este grupo (Figueras, Pi y Salmerón) era volver a controlar el gobierno y dar un giro a la izquierda.

El 3 de enero de 1874 se abrieron las Cortes y el gobierno de Castelar era derrotado por 120 votos contra 100. Era inminente la formación de un gobierno de centro-izquierda. Para impedirlo, el general Pavía invadió el hemiciclo con fuerzas de la Guardia Civil y disolvió por la fuerza la Asamblea.

El poder pasó a una coalición de unionistas y progresistas con el general Serrano a la cabeza, que intentó estabilizar un régimen republicano de carácter conservador. Pero la base social que podía sustentar un proyecto de este tipo ya había optado por la solución Alfonsina, esto es, la vuelta del hijo de Isabel II, Alfonso XII.

El 29 de diciembre de 1874, el pronunciamiento militar de Martínez Campos en Sagunto proclamaba rey de España a Alfonso XII. Anteriormente Isabel II había abdicado en su hijo y Cánovas del Castillo se había convertido en el dirigente e ideólogo de la causa Alfonsina. El 1 de diciembre de 1874, el príncipe Alfonso había firmado el Manifiesto de Sandhurst, redactado por Cánovas, que sintetizaba el programa de la nueva monarquía, esto es, un régimen monárquico de signo conservador y católico, que defendería el orden social, pero que garantizaría el funcionamiento del sistema político liberal.

La Restauración Monárquica (1875-1902)

Los Fundamentos de la Restauración

La Constitución de 1876 y el Fin de los Conflictos Bélicos

El sistema político de la Restauración pretendía superar algunos de los problemas endémicos del liberalismo precedente: el carácter partidista y excluyente de los moderados durante el reinado de Isabel II, el intervencionismo de los militares en la vida política y la proliferación de enfrentamientos civiles.

Las bases del nuevo sistema quedaron fijadas en la Constitución de 1876, que establecía los siguientes principios fundamentales:

  • Soberanía compartida entre las Cortes y la Corona, institución que estaba al margen de toda decisión política. Las Cortes se organizaban en dos cámaras: el Congreso de los Diputados y el Senado.
  • Se reconocía a la Corona como uno de los pilares del nuevo régimen y se le otorgaba un conjunto de prerrogativas como el derecho de veto, la potestad legislativa compartida con las Cortes y el nombramiento de ministros.
  • Se proclamaba la confesionalidad católica del Estado y en consecuencia se restablecía el presupuesto de culto y clero.
  • Contaba con una prolija declaración de derechos, pero su concreción se remitía a leyes ordinarias, que en general tendieron a restringirlos, especialmente los derechos de imprenta, expresión, asociación y reunión.

La estabilidad del régimen se vio favorecida por el fin de las guerras carlistas y cubana.

La restauración de los Borbones privó a la causa carlista de una buena parte de su hipotética legitimidad y algunos personajes históricos del carlismo acabaron reconociendo a Alfonso XII. Además, el aumento del esfuerzo militar hizo posible la reducción de los núcleos carlistas en Cataluña, y fue debilitándose la resistencia navarra y vasca hasta su total rendición en 1876.

El final de la guerra carlista permitió el envío de nuevas tropas a Cuba. En 1878 se firmó la “Paz de Zanjón”, que incluía una amplia amnistía, la abolición de la esclavitud y la promesa de reformas políticas y administrativas por las que Cuba tendría diputados en las Cortes españolas. El retraso o incumplimiento de estas reformas provocaría el inicio de un nuevo conflicto en 1879 (Guerra Chiquita) y la posterior insurrección de 1895.

La Alternancia en el Poder

El sistema político de la Restauración se basaba en la existencia de dos grandes partidos, conservador y liberal, que coincidían ideológicamente en lo fundamental. Ambos defendían la monarquía, la Constitución, la propiedad, el sistema capitalista y la consolidación del Estado liberal, unitario y centralista.

Bipartidismo y Turno Pacífico

El Partido Liberal-Conservador se organizó alrededor de Antonio Cánovas del Castillo y aglutinó a los sectores más conservadores y tradicionales de la sociedad. El Partido Liberal-Fusionista tenía como principal dirigente a Práxedes Mateo Sagasta y reunió a antiguos progresistas y unionistas.

La extracción social de las fuerzas de ambos partidos era bastante homogénea y se nutría básicamente de las élites económicas y de la clase media acomodada.

En cuanto a su actuación política, las diferencias eran mínimas. Los conservadores se mostraban más proclives al inmovilismo político y a la defensa de la Iglesia y del orden social, mientras los liberales estaban más inclinados a un reformismo de carácter más progresista y laico. Pero, en la práctica, la actuación de ambos partidos en el poder no difería mucho, al existir un acuerdo tácito de no promulgar nunca una ley que forzase al otro partido a abolirla cuando regresase al gobierno.

Para el ejercicio del gobierno se contemplaba el turno pacífico o alternancia regular en el poder entre las dos grandes opciones, cuyo objeto era asegurar la estabilidad institucional mediante la participación en el poder de las dos familias del liberalismo. El turno quedaba garantizado porque el sistema electoral invertía los términos propios de un esquema parlamentario, en el que la fuerza mayoritaria en un proceso electoral recibe del monarca el encargo de gobernar. Durante la Restauración, cuando el partido en el gobierno sufría un proceso de desgaste político y perdía la confianza de las Cortes, el monarca llamaba al jefe del partido de la oposición a formar gobierno. Entonces, el nuevo jefe de gabinete convocaba elecciones con el objetivo de construirse una mayoría parlamentaria suficiente para ejercer el poder de manera estable. El fraude en los resultados y los mecanismos caciquiles aseguraban que estas fuesen siempre favorables al gobierno.

La Manipulación Electoral y el Caciquismo

La alternancia en el gobierno fue posible gracias a un sistema electoral corrupto y manipulador que no dudaba en comprar votos, falsificar actas y utilizar prácticas coercitivas sobre el electorado, valiéndose de la influencia y del poder económico de determinados individuos sobre la sociedad (caciquismo).

El control del proceso electoral se ejercía a partir de dos instituciones: el ministro de la Gobernación y los caciques locales. Este ministro era quien elaboraba la relación de los candidatos que deberían ser elegidos (encasillado). Los gobernadores civiles transmitían la lista de los candidatos a los alcaldes y caciques y todo el aparato administrativo se ponía a su servicio para garantizar su elección.

Todo un conjunto de trampas electorales ayudaba a conseguir este objetivo: es lo que se conoce como el “pucherazo”, es decir, la sistemática adulteración de los resultados electorales. Así, no se dudaba en falsificar el censo (incluyendo a personas muertas o impidiendo votar a las vivas), manipular las actas electorales, ejercer la compra de votos y amenazar al electorado con coacciones de todo tipo.

Además de en el falseamiento electoral, el sistema se sustentaba en el caciquismo. Los caciques eran individuos o familias que, por su poder económico o por sus influencias políticas, controlaban una determinada circunscripción electoral. El caciquismo era más evidente en las zonas rurales, donde una buena parte de la población estaba supeditada a los intereses de los caciques quienes, gracias al control de los ayuntamientos, hacían informes y certificados personales, controlaban el sorteo de las quintas, proponían el reparto de las contribuciones, podían resolver o complicar los trámites burocráticos y administrativos y proporcionaban puestos de trabajo. Así, los caciques se permitieron ejercer actividades discriminatorias y con sus “favores” agradecían la fidelidad electoral y el respeto a sus intereses.

El Surgimiento de los Nacionalismos

Uno de los fenómenos más relevantes de la Restauración fue la emergencia de movimientos de carácter nacionalista en Cataluña, País Vasco y Galicia. La gestación de estos nacionalismos debe comprenderse como una reacción frente a las pretensiones uniformizadoras y asimilacionistas del sistema político y administrativo adoptado por el liberalismo y su pretensión de imponer una cultura oficial castellanizada, que ignoraba la existencia de otras lenguas y culturas.

El Catalanismo

Hacia 1830 surgió en Cataluña un amplio movimiento cultural y literario conocido como Reinaxença. Su finalidad era la recuperación de la lengua y de las señas de identidad de la cultura catalana, pero carecía de aspiraciones y de proyectos políticos, siendo sus objetivos puramente culturales.

Las primeras formulaciones catalanistas con un contenido político vinieron de la mano de Valentí Almirall, un republicano federal, que convocó el primer Congreso Catalanista (1880) con el objetivo de unificar las dos corrientes más destacadas del catalanismo, la de herencia republicana y progresista, y la más literaria, apolítica y conservadora.

Este movimiento culminó en la creación del “Centre Català”, organización que pretendía sensibilizar la opinión pública catalana para conseguir la autonomía. Impulsó la redacción de un “Memorial de Greuges”, que fue presentado a Alfonso XII, donde denunciaba la opresión de Cataluña y reclamaba la armonización de los intereses y las aspiraciones de las diferentes regiones españolas.

Un grupo de intelectuales, vinculados al periódico “La Reinaxença” y contrarios al progresismo de Almirall, fundaron la “Unión Catalanista”, una federación de entidades de carácter catalanistas de tendencia conservadora. Su programa quedó fijado en las Bases de Manresa, que defendían una organización confederal de España y la soberanía de Cataluña en política interior. Proclamaba la oficialidad del catalán y proponía el restablecimiento de las instituciones tradicionales de Cataluña (Audiencia y Cortes).

La renuncia de la Unió Catalanista a participar en la vida política llevó a un grupo de catalanistas, vinculados al periódico “La Veu de Catalunya” (Prat de la Riba, Cambó…) a defender la intervención más clara en la política y la conversión del catalanismo en una causa capaz de movilizar a amplios sectores de la población. El momento propicio para esta nueva formulación llegaría tras el desastre del 98.

El Nacionalismo Vasco

En el País Vasco, las formulaciones nacionalistas fueron fraguándose a lo largo de la segunda mitad del XIX a partir de una corriente de recuperación de la cultura vasca.

Pero fue, sobre todo, la abolición de los fueros tras la última guerra carlista lo que dio origen al nacimiento de una corriente que reivindicaba la reintegración foral. Por otro lado, el proceso industrializador favoreció una fuerte inmigración, que supuso una ruptura de la sociedad tradicional vasca. Como reacción, se fortaleció una corriente de defensores de la lengua y cultura vascas (euskéricos), contrarios al proceso de españolización provocado por la llegada de trabajadores procedentes de otras regiones de España. Fue en este contexto cultural y político en el que Sabino Arana formuló los principios originarios del nacionalismo vasco e impulsó la fundación del Partido Nacionalista Vasco. La ideología de Arana se articulaba en torno a los principios de la raza vasca, de los fueros y de la religión. Su lema fue “Dios y Antiguas Leyes” y defendía la vieja sociedad patriarcal desde una perspectiva antiliberal y tradicionalista, a la vez que abogaba por la total reintegración de los fueros. El nacionalismo vasco atacaba tanto a la clase dirigente vasca, considerada responsable de la destrucción de la sociedad tradicional al favorecer el proceso industrializador, como al socialismo obrero, tildado de perturbador del orden social y extraño a las tradiciones vascas dada su influencia entre la inmigración.

El Galleguismo

En Galicia, a mediados del XIX, se inició una corriente que dio lugar a “O Rexurdimento” historiográfico que significó un redescubrimiento romántico y literario de la lengua y cultura gallegas, pero con un carácter apolítico y culturalista.

El regionalismo fue más débil y tardío en Galicia pese a contar con una sociedad mucho más homogénea y a que la lengua y las tradiciones culturales estaban muy arraigadas entre una población mayoritariamente campesina. Solo unas minorías cultas, insatisfechas ante la situación del país, empezaron a responsabilizar a la subordinación política de Galicia de su atraso económico, que forzaba a muchos gallegos hacia la emigración como única salida. Fue durante la última etapa de la Restauración cuando el galleguismo fue adquiriendo un carácter más político, pero este movimiento se mantuvo muy minoritario a pesar del prestigio de algunas de sus figuras (Manuel Murguía, Alfredo Brañas…).

La Guerra de Cuba y Filipinas

La Política Española en Cuba

El período más idóneo para hacer concesiones a las reivindicaciones cubanas fue el gobierno largo de los liberales cuando el Partido Autonomista Cubano se mostraba decidido a apoyar un programa reformista propiciado por Madrid, que restase fuerza y apoyos sociales a los independentistas. Pero la única medida que se acabó aprobando fue la abolición definitiva de la esclavitud y su transformación en asalariados (1886), ya que las propuestas de dotar a Cuba de autonomía fueron rechazadas por las Cortes.

Las tensiones entre la colonia y la metrópoli aumentaron a raíz de la oposición cubana a los fuertes aranceles proteccionistas que España imponía para dificultar el comercio con Estados Unidos, principal comprador de productos cubanos. La condición de Cuba como espacio reservado para los productos españoles se reforzó con el arancel de 1891, que daba lugar a un intercambio muy desigual. El presidente norteamericano McKinley amenazó con cerrar las puertas del mercado estadounidense a los principales productos cubanos (azúcar y tabaco) si el gobierno español no modificaba la política arancelaria de la isla. En el año 1894, EEUU adquiría el 88% de las exportaciones cubanas, pero solo se beneficiaban del 37% de sus importaciones. Al temor existente en España a que se produjese una nueva insurrección independentista, se sumaba ahora el temor a que esta pudiese contar con el apoyo de Estados Unidos.

La Guerra de Cuba

En 1892, José Martí fundó el Partido Revolucionario Cubano, protagonista de la revuelta independentista iniciada el 24 de febrero de 1895 (El grito de Baire). La insurrección comenzó en la parte oriental de la isla, y desde allí sus dirigentes consiguieron extenderla a la parte occidental. El gobierno, presidido por Cánovas, respondió enviando un ejército a Cuba, al frente del cual se hallaba el general Martínez Campos. La falta de éxitos militares decidió el relevo de Martínez Campos por el general Valeriano Weyler, que llegó a la isla con la voluntad de emplear métodos más contundentes que acabasen con la insurrección por la fuerza. La ofensiva de Weyler fue acompañada de la “concentración” de los campesinos en unas aldeas cerradas para aislarlos de las tropas insurrectas. Pero la dificultad de proveer de alimentos y de facilitar asistencia médica, tanto al ejército como a los campesinos, trajo consigo una elevada mortalidad entre la población civil y los soldados. Además, la guerra provocó la destrucción de plantaciones, vías férreas y la economía cubana se resintió notablemente. Tras el asesinato de Cánovas, un nuevo gobierno liberal decidió a la desesperada probar la estrategia de la conciliación. Relevó a Weyler del mando y concedió autonomía a Cuba (1897), el sufragio universal, la igualdad de derechos entre peninsulares e insulares y la autonomía arancelaria. Pero las reformas llegaron demasiado tarde: los independentistas, que contaban con el apoyo estadounidense, se negaron a aceptar el fin de las hostilidades, que fue unilateralmente declarado por España.

La Guerra de Filipinas

Coincidiendo con la insurrección cubana, se produjo también la de Filipinas.

En este archipiélago, la presencia española era más débil que en las Antillas y se limitaba a la de las órdenes religiosas, a la explotación de algunos recursos naturales y a su utilización como punto comercial con China. El levantamiento filipino fue también duramente reprimido y su principal dirigente, José Rizal, acabó siendo ejecutado mientras los insurrectos, que habían fundado un movimiento independentista llamado Katipunan, capitularon en poco tiempo.

En 1898 Estados Unidos se decidió a declarar la guerra a España. El pretexto fue el hundimiento del Maine, uno de sus buques de guerra anclado en el puerto de La Habana. En abril, los americanos intervinieron en Cuba y Filipinas, desarrollando una rápida guerra que terminó con la derrota de la escuadra española en Cavite (Filipinas) y Santiago (Cuba).

En diciembre se firmó la Paz de París, que significó el abandono por parte de España de Cuba, Puerto Rico y Filipinas.

Las Consecuencias del 98

La derrota de 1898 sumió a la sociedad y a la clase política española en un estado de desencanto y frustración. Significó la destrucción del mito del imperio español, en un momento en que las potencias europeas estaban construyendo vastos imperios coloniales en Asia y África, y la relegación de España a un papel secundario en el contexto internacional. Además, la prensa extranjera presentó a España como una nación moribunda, con un ejército totalmente ineficaz, un sistema político corrupto y unos políticos incompetentes.

Repercusiones Económicas y Políticas

A pesar de la envergadura del desastre, sus repercusiones inmediatas fueron menores de lo que se esperaba. No hubo grandes cambios institucionales ni crisis de Estado y el sistema de la Restauración sobrevivió.

Tampoco hubo crisis económica a pesar de la pérdida de los mercados coloniales protegidos y de la deuda causada por la guerra.

Así, la estabilidad política y económica que siguió al desastre deja entrever que la crisis del 98, más que política o económica, fue fundamentalmente una crisis moral e ideológica, que causó un importante impacto psicológico entre la población.

Por otro lado, los movimientos nacionalistas conocieron una notable expansión, sobre todo en el País Vasco y Cataluña, donde la burguesía industrial comenzó a tomar conciencia de la incapacidad de los partidos dinásticos para desarrollar una política renovadora y orientó su apoyo hacia las formaciones nacionalistas, que reivindicaban la autonomía y prometían una política nueva y modernizadora de la estructura del Estado.

El Regeneracionismo

Tras el 98 surgieron una serie de movimientos regeneracionistas, que contaron con un cierto respaldo de las clases medias y cuyos ideales quedaron ejemplificados en el pensamiento de Joaquín Costa, que propugnaba la necesidad de modernizar la economía y alfabetizar la población (“escuela y despensa”). También defendía la necesidad de organizar a los sectores productivos de la vida española al margen del turno dinástico con unos nuevos planteamientos que incluyesen una profunda renovación económica y la difusión de la educación entre amplias capas de la población.

Además, el “desastre” dio cohesión a un grupo de intelectuales, conocido como la Generación del 98 (Unamuno, Valle-Inclán, Baroja…), caracterizada por un profundo pesimismo y por una crítica mordaz al atraso peninsular.

Finalmente, la derrota militar supuso también un importante cambio en la mentalidad de los militares, que se inclinaron en buena parte hacia posturas más autoritarias e intransigentes. Esto comportó el retorno de la injerencia del ejército en la vida política española, convencido de que la derrota había sido culpa de los políticos y del parlamentarismo.

La Época del Reformismo Ilustrado (1902-1914)

El Reformismo Dinástico

La llegada al trono de Alfonso XIII tras alcanzar la mayoría de edad (1902), dio inicio a la segunda etapa de la Restauración.

Con Antonio Maura (conservador) y José Canalejas (liberal), llegó al gobierno una nueva generación de políticos influida por las ideas regeneracionistas, que intentó poner en marcha importantes proyectos de reforma. Sin embargo, el miedo a aceptar los riesgos que una verdadera participación democrática podría suponer para el mantenimiento del turno dinástico imposibilitó llevar a cabo una reforma en profundidad del sistema.

Maura y “La Revolución desde Arriba”

El gobierno presidido por Maura entre 1907 y 1909 (“gobierno largo”) protagonizó el mayor intento reformista impulsado por los conservadores.

Maura proyectó la “revolución desde arriba”, es decir, un intento de regeneración del sistema a partir de la formación de una nueva clase política que tuviese el apoyo social de las llamadas “masas neutras”. Con su ayuda pretendía configurar un Estado fuerte, capaz de gobernar de forma eficaz y de conseguir tanto desbancar a la vieja casta caciquil como impedir que las clases populares adquiriesen excesivo protagonismo.

Maura también se esforzó por integrar en el proyecto reformista al catalanismo a partir de la concesión de una mayor autonomía a Ayuntamientos y Diputaciones.

En relación con la economía se tomaron algunas medidas intervencionistas, se promulgó la “Ley de protección industrial” y se fomentaron la industria naval y las comunicaciones marítimas.

En el ámbito político, se llevó a cabo una reforma electoral, pero que no consiguió ni acabar con la corrupción ni democratizar el sistema político.

Canalejas y el Reformismo Liberal

Tras el gobierno de Maura, Canalejas formó un nuevo gobierno en 1910. Su programa se proponía la modernización de la vida política, intentando atraer a ciertos sectores populares a partir de un mayor reformismo social y de limitar el poder de la Iglesia. Se consideraba oportuno reformar el procedimiento de financiación de la Iglesia y profundizar en la separación de la Iglesia y el Estado. La negativa de la Santa Sede a cualquier proceso de reforma, comportó la promulgación de la Ley del Candado, que intentaba poner coto a la preponderancia de las órdenes religiosas en España y limitaba el establecimiento de otras nuevas.

En política social, destacó la sustitución del impuesto de consumos por un impuesto progresivo sobre las rentas urbanas, lo cual trajo consigo la protesta de las clases acomodadas. También se reformó la Ley de Reclutamiento, que pasaba a ser obligatorio en tiempos de guerra, y se suprimió la redención en metálico.

Finalmente, se promulgaron una serie de leyes encaminadas a mejorar las condiciones laborales, como la normativa sobre el trabajo de la mujer o sobre los contratos laborales.

Canalejas continuó la política de acercamiento a los catalanistas, convencido de que su incorporación al sistema ayudaría a afianzar su estabilidad. Así, el gobierno liberal elaboró la Ley de Mancomunidades, que aceptaba la posibilidad de la unión de las Diputaciones y que fue aprobada en 1914, ya bajo el gobierno del conservador Dato.

La Crisis de 1909: La Semana Trágica

La Política Colonial y la Guerra de Marruecos

A partir de 1906, España inició su penetración en el norte de África. La Conferencia de Algeciras (1906) y el Tratado hispano-francés (1912) supusieron su entrada en el reparto de zonas de influencia entre los países europeos.

Bajo el influjo de Gran Bretaña, que deseaba limitar la presencia francesa en el norte de África, se estableció un protectorado franco-español en Marruecos. A España se le concedió una franja en el norte, el Rif, y un enclave en la costa atlántica (Ifni y Río de Oro).

La penetración española en esta zona se vio estimulada tanto por intereses económicos (mineros, inversiones en ferrocarriles, obras públicas…) como por la voluntad política de restaurar el prestigio del ejército.

Sin embargo, la presencia española en esta área estuvo contestada por las tribus bereberes, organizadas en cabilas. Los continuos ataques de los rifeños obligaron a mantener una fuerte presencia militar española, que se intensificó a partir de 1909, cuando en unas operaciones militares destinadas a asegurar la plaza de Melilla, los rifeños infligieron una importante derrota a las tropas españolas en el barranco del Lobo, ocasionando numerosas bajas. Se decidió entonces incrementar el número de soldados españoles en el Rif para evitar la caída de Melilla, para lo cual el gobierno decidió el envío de tropas integradas por reservistas catalanes, muchos de ellos casados.

Si la guerra de Marruecos ya era impopular, como lo era el sistema de reclutamiento en quintas, el envío de este contingente de fuerzas reservistas fue la chispa que provocó un importante movimiento de protesta popular, apoyado por los anarquistas, socialistas y republicanos.

La Semana Trágica de Barcelona

La movilización popular contra la guerra se inició en el puerto de Barcelona el 18 de julio, mientras tenía lugar la salida de tropas hacia Marruecos. La revuelta se prolongó durante una semana, dando lugar a un movimiento que adquirió un fuerte componente antimilitarista y de rechazo a la hegemonía social y cultural de la Iglesia.

El 24 se constituyó un comité de huelga, con la participación de republicanos, socialistas y anarquistas, que hizo un llamamiento a la huelga general para el día 26.

Pero la iniciativa popular desbordó a los propios convocantes de la huelga y esta acabó siendo un estallido espontáneo de todas las tensiones sociales acumuladas a lo largo de décadas. Los incidentes en la calle se multiplicaron, se levantaron barricadas, se produjeron enfrentamientos con las fuerzas del orden público, y finalmente explotó un fuerte sentimiento anticlerical que desembocó en el ataque e incendio de más de 80 establecimientos religiosos. Las autoridades respondieron declarando el estado de guerra y enviando refuerzos para reprimir las manifestaciones. Hubo heridos y muertos, con lo que el movimiento insurreccional se radicalizó y derivó hacia la actuación incontrolada de grupos que actuaban sin dirección ni coordinación. El ejército puso fin a la revuelta y el 2 de agosto la ciudad retornó a la normalidad.

La represión posterior fue muy dura y numerosos anarquistas y radicales fueron responsabilizados de los hechos. Centenares de personas fueron detenidas, se celebraron 216 consejos de guerra que afectaron a más de 1700 personas y se dictaron 17 condenas de muerte, de las cuales solo se ejecutaron 5. Entre ellas, la de Francesc Ferrer i Guàrdia, pedagogo anarquista e impulsor de la Escuela Moderna, acusado de ser el inspirador ideológico de la revuelta.

Consecuencias Políticas

La fuerte represión que siguió a la Semana Trágica levantó una oleada de protestas e indignación en toda Europa a consecuencia de su virulencia y arbitrariedad. El gobierno conservador de Maura hubo de enfrentarse a duras críticas y los liberales y republicanos se unieron para exigir su dimisión. La oposición a Maura permitió la constitución de un bloque de izquierdas que apoyado por las campañas internacionales de denuncia de la represión y bajo la fórmula común “¡Maura no!”, consiguió de Alfonso XIII la disolución de las Cortes y el traspaso del gobierno a los liberales.

La Irrupción de los Nacionalismos

El Catalanismo

En Cataluña, el impacto de la crisis del 98 fue decisivo para la maduración y expansión social del catalanismo. En 1901 se creó la “Lliga Regionalista”, liderada por Enric Prat de la Riba y Francesc Cambó. La Lliga presentaba un programa político conservador, centrado en la lucha contra el corrupto e ineficaz sistema de la Restauración y a favor de un reformismo político que otorgase la autonomía a Cataluña. Sus éxitos electorales la convirtieron en la fuerza hegemónica en Cataluña durante todo el primer tercio del XX.

En 1914 y acogiéndose a la Ley de Mancomunidades, las Diputaciones catalanas, bajo el control de la Lliga Regionalista, impulsaron la creación de la Mancomunidad de Cataluña. Este organismo consistía en una federación de las 4 provincias catalanas que contaba con una Asamblea General, un Consejo Permanente y un Presidente, cargo para el que fue elegido Prat de la Riba.

El Nacionalismo Vasco

También en el País Vasco, los años en torno al cambio de siglo fueron decisivos para la consolidación del nacionalismo. En 1898, Sabino Arana fue elegido diputado provincial por Vizcaya; al año siguiente los nacionalistas llegaban al ayuntamiento de Bilbao, y en 1907 lograban la alcaldía de la ciudad.

Además de la penetración en las instituciones vascas, el nacionalismo suavizó el discurso inicial de Arana. En 1913, el PNV pasó a denominarse “Comunión Nacionalista Vasca” y, con el fin de atraer a la burguesía al campo nacionalista, el nuevo partido mostró una postura de moderación, presentándose como un partido de orden y defensor de la riqueza nacional.

Sin embargo, la crisis económica posterior a la Primera Guerra Mundial fomentó la recuperación del discurso independentista y provocó la ruptura dentro de la Comunión Nacionalista. Ya desde la muerte de Arana convivían dentro del partido dos tendencias: los partidarios de mantener el pensamiento independentista frente a los más moderados y autonomistas. La negativa de los gobiernos dinásticos a cualquier entendimiento y la represión antinacionalista contribuyeron a la escisión. Así, el sector radical o aberriano (Aberri: órgano de las Juventudes Nacionalistas) refundó el nuevo PNV con la voluntad de volver a la vieja doctrina de Arana.

Ambos sectores se mantuvieron separados hasta su reunificación en 1930.

Sindicalismo y Agitación Social

En las primeras décadas del nuevo siglo, el obrerismo organizado conoció un aumento significativo de militantes sindicales.

El sindicalismo de base socialista, representado por la UGT, tuvo un crecimiento estable y su afiliación aumentó. Ello fue debido a la ausencia de una adscripción ideológica rígida, motivada por la intención de atraerse a los trabajadores que, sin ser militantes socialistas, rechazasen el anarquismo, y a su actitud relativamente moderada en la lucha sindical.

La Fundación de la CNT

El impulso del anarquismo fue muy importante en Cataluña, y sobre todo en Barcelona, donde sociedades obreras y sindicatos autónomos de inspiración anarquista crearon “Solidaridad Obrera”, una federación de asociaciones obreras de carácter apolítico, reivindicativo y favorable a la lucha revolucionaria. Solidaridad Obrera puso en marcha la Federación Regional de Cataluña, que culminó con la fundación de la Confederación Nacional del Trabajo. El nuevo sindicato consiguió consolidarse como hegemónico en Cataluña, logrando también una fuerte implantación en Andalucía y Valencia.

La CNT se definía como revolucionaria y presentaba una ideología basada en tres presupuestos básicos: la independencia del proletariado respecto a la burguesía y a sus instituciones (el Estado); la necesidad de la unidad sindical de los trabajadores; y la voluntad de derribar el capitalismo, procediendo a la expropiación de los capitalistas y acabando con todas las formas de explotación y opresión. La acción revolucionaria debería llevarse a cabo mediante huelgas y boicots hasta proceder a la huelga general revolucionaria. Sus líderes más representativos fueron Seguí, Pestaña y Peiró.

Conflictividad Obrera y Legislación Social

El nuevo siglo comenzó con un intenso ciclo de agitaciones obreras. La mayor incidencia del movimiento huelguístico tuvo lugar en Cataluña, seguida de Valencia, Andalucía, Asturias y el País Vasco.

La mayoría de estos conflictos tenían en común la voluntad de oponerse a la pérdida de capacidad adquisitiva de los obreros y al deterioro de las condiciones de trabajo.

También se reclamaban la jornada laboral de ocho horas y el reconocimiento de las estructuras sindicales y de su capacidad para la negociación colectiva.

La legislación laboral acordó: el descanso dominical; la inspección del trabajo; creación de tribunales para dirimir los conflictos laborales; aprobación de una ley de huelgas; creación del Instituto Nacional de Previsión; prohibición del trabajo nocturno de la mujer; y establecimiento de la jornada laboral de 8 horas.

La Crisis del Parlamentarismo (1914-1931)

España y la Primera Guerra Mundial

A partir de la muerte de Canalejas, el reformismo dinástico perdió gran parte del dinamismo del período anterior y la ausencia de líderes prestigiosos provocó la fragmentación interna de los partidos del turno. Dentro del Partido Conservador se consolidaron dos familias: los mauristas, más reformistas, y los seguidores de Dato, más tradicionales. El Partido Liberal se fragmentó en diferentes corrientes. En 1913, el rey nombró a Dato presidente del gobierno y este tuvo que hacer frente a las consecuencias del estallido de la Primera Guerra Mundial (1914-1918).

La Neutralidad Española

España mantuvo una posición de neutralidad frente al conflicto europeo. A pesar de la neutralidad oficial, la sociedad española tomó partido a favor de uno u otro adversario. Las clases altas, la Iglesia, los altos mandos del ejército y el Palacio Real se mostraron partidarios de los imperios centrales (Alemania y Austria), representantes del orden conservador y la autoridad. Los sectores más progresistas se inclinaron por las potencias aliadas (Francia e Inglaterra), en los que veían la encarnación de unos ideales más democráticos. Las fuerzas obreras y sindicales defendieron la neutralidad al considerar el conflicto como una pugna entre intereses imperialistas.

Una Coyuntura Económica Favorable

La neutralidad favoreció una importante expansión económica, ya que la guerra redujo la capacidad productiva de los países beligerantes y España se convirtió en suministradora de productos industriales y agrarios de todos ellos. El incremento de la demanda exterior estimuló el crecimiento de la producción, pero también trajo consigo un aumento de los precios, lo que desató un proceso inflacionario sin precedentes. La demanda exterior benefició especialmente a la siderurgia vasca, a la minería asturiana, y a las industrias textiles y metalúrgicas catalanas. El crecimiento tuvo un componente fuertemente especulativo, ya que no siempre el aumento de las ganancias se aprovechó para la mejora de los sistemas productivos. En contraste, las clases populares conocieron un empeoramiento de su nivel de vida, ya que la inflación no fue acompañada de un aumento equivalente en los salarios y la capacidad adquisitiva de un buen sector de la población disminuyó.

Así, la Guerra Mundial contribuyó a acentuar las diferencias sociales y a crear un clima de tensión que se hizo mucho más evidente cuando la crisis de la posguerra puso fin al período de euforia económica.

La Crisis de 1917

La Crisis Militar

El ejército español, como consecuencia de las guerras coloniales, presentaba un número excesivo de oficiales con relación al de soldados. El hecho de que los ascensos se obtenían sobre todo por méritos de guerra, lo cual beneficiaba a los militares africanistas, agravaba la situación. Además, la inflación había hecho disminuir el valor real de los ya de por sí bajos salarios de los militares. El fuerte descontento entre los oficiales de baja y media graduación desembocó en la formación de las “Juntas de Defensa”, una asociación de militares nacida en Barcelona y que se extendió por la mayoría de guarniciones peninsulares. Las Juntas reclamaban un aumento salarial y se oponían a los ascensos por méritos de guerra, reivindicando la antigüedad como único criterio. El manifiesto de junio de 1917 culpaba al gobierno de los males del ejército y del país, y hacía un llamamiento a la renovación política. Este manifiesto hizo crecer en ciertos sectores de la oposición las esperanzas de que el ejército podría sumarse a un movimiento que exigiese una renovación de la política nacional. Pero los acontecimientos demostraron que las reivindicaciones de las Juntas tenían poco que ver con las de los otros sectores sociales y que eran básicamente un grupo de presión al servicio de sus intereses profesionales.

La Crisis Política

Ante esta situación, el gobierno Dato suspendió las garantías constitucionales, clausuró las Cortes e impuso la censura de prensa. Como reacción, se organizó en Barcelona la Asamblea de Parlamentarios catalanes, que exigió la formación de un gobierno provisional que convocase unas Cortes constituyentes capaces de restructurar el Estado sobre la base de la descentralización. El gobierno prohibió la reunión, que acabó celebrándose y que fue finalmente disuelta por la Guardia Civil.

La Crisis Social

La conflictividad laboral fue motivada por el descenso de los salarios provocado por la coyuntura bélica, en un momento en que las empresas acumulaban considerables beneficios. En 1916 se produjo un importante movimiento huelguístico y las centrales sindicales, CNT y UGT, acordaron firmar un manifiesto conjunto en el que se instaba al gobierno a intervenir para contener los precios bajo la amenaza de convocar una huelga general. La tensión estalló en 1917 cuando, a raíz de un conflicto ferroviario en Valencia, la UGT, con el apoyo del PSOE, decidió llamar a la huelga general; la protesta no debería finalizar hasta que se formara un gobierno provisional que convocara unas Cortes constituyentes. La huelga de agosto de 1917 tuvo una incidencia muy desigual. La reacción del gobierno fue represiva: se declaró la ley marcial y se envió al ejército a reprimir el movimiento. Se encarceló a los miembros del comité de huelga, se les juzgó en consejo de guerra y se les condenó a cadena perpetua.

La Descomposición del Sistema

El Colapso de las Instituciones

Entre 1918 y 1923, el país tuvo 10 gobiernos, pero ninguno de ellos alcanzó un año de vida. A pesar de recurrir al fraude electoral, ningún partido dinástico logró reunir la mayoría parlamentaria necesaria para gobernar y fue constante el recurso a medidas de excepción y a la suspensión del Parlamento. La fragmentación de las Cortes imposibilitaba la formación de gabinetes capaces de desarrollar políticas duraderas, y más aún de impulsar la renovación que el sistema necesitaba. Fue muy frecuente el recurso a la formación de gobiernos de concentración, pero estos también fracasaron y se volvió al turno. En ese contexto de crisis institucional, el ejército tomó un protagonismo cada vez mayor en la vida política convirtiéndose en el principal agente represor de los episodios revolucionarios y presentándose como la solución de fuerza capaz de salvar a la monarquía de un sistema político corrupto e incapaz de solucionar los graves problemas del país.

Radicalización Social y Pistolerismo

Los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial fueron de una intensa agitación social en toda Europa y también en España, donde el fin de la favorable coyuntura empresarial de los años bélicos aumentó la tensión social. Los sindicatos incrementaron su afiliación, en especial la CNT, al frente de la cual apareció una nueva generación de dirigentes (Seguí, Pestaña, Peiró…).

En Andalucía, la situación de miseria del campesinado, reforzada por el aumento de los precios y por la influencia de la revolución soviética, dio paso al “trienio bolchevique”. Los anarquistas, y en menor medida los socialistas, impulsaron revueltas campesinas en las cuales se quemaron cosechas, se ocuparon las tierras, se repartieron las propiedades y muchos municipios llegaron a estar controlados por los comités de huelga. La declaración del estado de guerra, la clausura de las organizaciones obreras y la detención de sus líderes pusieron fin a la rebelión social. El movimiento huelguístico afectó también a un buen número de regiones industriales, pero fue en Barcelona donde alcanzó mayores dimensiones. Se inició una huelga en La Canadiense (empresa que suministraba electricidad a la mayor parte de Barcelona) que consiguió la paralización del 70% de la industria local. La huelga duró mes y medio y finalizó con un acuerdo por el cual la patronal aceptaba la readmisión de los despedidos, aumentos salariales y la jornada de 8 horas. Pero el incumplimiento de la promesa de liberar a los detenidos hizo reanudar la huelga y la patronal respondió con el cierre de empresas y una durísima represión contra los sindicatos. De este modo se llegó a una radicalización extrema de las posturas de los sindicatos y de la patronal. La lucha sindical degeneró en un activismo violento y algunos grupos anarquistas atentaron contra las autoridades, los patronos y las fuerzas del orden. El presidente del gobierno Dato fue asesinado por militantes cenetistas. A su vez, empresarios y patronos pagaron a pistoleros a sueldo para asesinar a los dirigentes obreros, y recurrieron al “lockout” (cierre de empresas) para frenar las reivindicaciones obreras. El gobernador civil de Barcelona protagonizó una política de protección de los pistoleros de la patronal; ejerció una dura represión contra los sindicalistas y puso en práctica la “ley de fugas”. Fue la época conocida como el “pistolerismo”, en la cual fueron asesinadas 226 personas, entre ellas conocidos empresarios y dirigentes sindicales, como Seguí.

El Problema de Marruecos

El protectorado español en Marruecos era una zona de escaso valor económico y con una difícil orografía, que dificultaba la penetración del territorio y su ocupación efectiva por el ejército español. Tras la Primera Guerra Mundial, las autoridades españolas decidieron reemprender sus acciones militares para afianzar el control del territorio. La intervención tuvo éxito en la zona occidental, con base en Ceuta y Tetuán, pero en la oriental las cabilas ofrecieron mayor resistencia. En 1921, el general Silvestre inició una campaña con el objetivo de extender el control español alrededor de Melilla, adentrándose en el corazón del Rif sin haber protegido suficientemente su retaguardia ni haber asegurado los abastecimientos. La reacción de los rifeños no se hizo esperar y las cabilas de Abd el Krim atacaron por sorpresa el puesto español de Annual provocando una gran desbandada entre las tropas españolas, que perdieron todo el territorio ocupado y sufrieron más de 10.000 bajas. El desastre de Annual puso en evidencia la deficiente organización del ejército, y aunque la llegada de tropas de refuerzo permitió recuperar fácilmente las posiciones perdidas, tuvo consecuencias importantes para la estabilidad del sistema político.

Las Consecuencias de Annual

El desastre de Annual crispó a la opinión pública y las reacciones políticas no se hicieron esperar. La prensa y los contrarios a la intervención colonial culparon al gobierno y al ejército. El gobierno dimitió y se inició un proceso parlamentario encaminado a indagar las responsabilidades militares y políticas de la derrota. A tal efecto se nombró una comisión en el Congreso encargada de elaborar un informe sobre lo sucedido, que debía ser presentado a las Cortes. Este informe, conocido como el “Expediente Picasso”, provocó fuertes debates en las Cortes y contó con la oposición del ejército, que quería frenar el asunto puesto que de él podían derivarse responsabilidades de los mandos militares y llegar a implicar a la propia monarquía en el desastre. Al parecer, y debido a su amistad con Alfonso XIII, el general Silvestre se vio impulsado por el monarca a iniciar la ofensiva sin tomar las precauciones necesarias. Se inició un agitado debate parlamentario y la minoría socialista, con el apoyo de los republicanos, exigió medidas drásticas que apuntaban directamente al ejército y al Rey. De este modo, la cuestión de Marruecos se convirtió en un factor básico de crisis política y el debate en torno a las responsabilidades fue un elemento decisivo que llevó a los militares a optar por una decisión de fuerza. El expediente no llegó nunca a las Cortes, ya que días antes de la fecha prevista para su discusión se produjo el golpe de Estado de Primo de Rivera.